Resumen: El
esquizofrénico se defiende del caos y el absurdo con que se le muestra el mundo
exterior retirándose de la realidad, retrayéndose hacia su mundo interior. La
cultura occidental lleva mucho tiempo realizando el mismo movimiento: acepta
que el mundo no tiene sentido ni finalidad alguna, que no hay ningún propósito en
la creación ni ideales a los que aspirar que tengan virtualidad para ordenar ética
o estéticamente el conjunto de las cosas.
Tensadas por fuerzas contrapuestas, las cosas suelen buscar
acomodo en la tibieza de las zonas medias, más abajo que las cumbres y por
encima de las vaguadas. La indefinición y la ambigüedad abren paréntesis de
sosiego en la naturaleza de esas cosas, en las cuales, pese a todo, late con
fuerza su intrínseca vocación por la paradoja, su irredimible atracción por los
extremos y la contradicción. Pero si aspiramos a comprender algo, hay que
viajar hasta esos extremos, desvelar el rostro bifronte que esconde la
ambigüedad con la que las cosas se nos aparecen en primera instancia, mirar al
fondo de los abismos que se abren a los dos lados de donde parece haber terreno
firme, allí donde lo habitual nos permite refugiarnos en la sensación de que
todo está en orden. Entonces comprenderemos que cada exageración era un, a la
larga inútil, valladar defensivo frente a la exageración opuesta.
Una parte de nosotros, la que mejor se aviene con la fe, quisiera
que nuestra vida tuviera sentido toda ella, que detrás de cada acontecimiento
hubiera un propósito latiendo que empujara desde allí hacia la realización de
un plan que a todo acabara invistiendo de significado. La otra parte nuestra
que con aquella convive nos confronta, por el contrario, con el absurdo que
todas las cosas rezuman, si no para hoy, para más adelante. No hay ningún
propósito que dé sentido a las cosas, concluye esta parte nuestra escéptica y
desesperanzada; cualquier intento de encontrar un sentido a la vida acabará
chocando tarde o temprano con la realidad.
El abismo, el extremo del continuo hacia el que señala la
exageración en la que se posiciona esa parte de nosotros que se decanta por la
falta de propósitos hacia los que orientar la vida, que concluye que la
realidad, el mundo que nos rodea es absurdo, es esa forma mórbida de la
inteligencia que llamamos esquizofrenia.
El filósofo Henri Bergson resalta cómo la inteligencia es
una función que nos vincula con lo discontinuo e inmóvil. Su campo de trabajo
es la materia inerte, lo que se repite, lo idéntico a sí mismo; solidifica todo
lo que toca. Por tanto, le resulta ajeno lo que fluye, lo que cambia, lo que está vivo, lo que
discurre en el tiempo, en suma, la duración vivida. Para
entender el mundo, y más aún, para incorporarse a él, es preciso insertar
nuestra inteligencia, nuestra capacidad de razonar, en ese contrario suyo que
es el mundo pragmático, ese en el que las cosas cambian, van y vienen o incluso
desaparecen. El esquizofrénico razona, es inteligente, pero no es capaz de
insertarse en el mundo, en lo que cambia. Así se expresaba, en este sentido,
una paciente esquizofrénica del psiquiatra existencial Eugène Minkowski: “Hay
una fijeza absoluta alrededor de mí. Todavía tengo menos movilidad respecto del
porvenir que en el presente y en el pasado. Hay en mí una especie de rutina que
no me permite encarar el porvenir. El poder creador está suprimido en mí. Veo
el porvenir como repetición del pasado”. Esta paciente pasaba sus días
en la cama, en un estado de inercia completa, y cuando se levantaba se movía
como un autómata. Otros esquizofrénicos le decían a Minkowski que sus “ideas
son inmóviles como estatuas”, o también que “son estáticas y carecen de
tendencia a la realización”. Sufren, pues, estos enfermos de un
déficit de actividad pragmática, no han acabado de salir al mundo. Está
debilitado su impulso vital y su afectividad. Sin embargo, sus operaciones
puramente intelectuales no sufren déficit; todo lo más, son accesoriamente
modificadas.
Para el esquizofrénico, salir de sí para entrar en el mundo
equivale a perder contacto consigo mismo. “Busco la inmovilidad –dice también
otro enfermo–. Tiendo al reposo y a la inmovilización (…) Por eso amo los objetos
inmutables, las cajas y los cerrojos, las cosas que siempre están ahí, que
jamás cambian. La piedra es inmóvil, la tierra en cambio se mueve; ella no me
inspira ninguna confianza. Solo atribuyo importancia a la solidez”.
Buscando la inmutabilidad, este enfermo permaneció una vez 24 horas sin orinar.
Aspiraba, dice, a “hacer refluir el tiempo, morir con las mismas impresiones con las
cuales se ha nacido, hacer movimientos en círculos para no alejarse de la base,
para no desarraigarse, he ahí lo que quisiera”. Otro enfermo
decía asimismo: “Desde mi enfermedad, me ha sucedido suprimir la impresión del tiempo.
El tiempo no cuenta para mí. Pongo un tiempo infinito en realizar el menor acto
de la vida corriente”. Y una enferma más, preguntada después de la visita
de su madre a la casa de salud en la que estaba internada si se había alegrado
de verla, parecía discípula de Parménides cuando contestó: “Eso es movimiento, a mí no me
gusta mucho eso”. Otro enfermo, en fin, a través de una asociación similar,
conservaba las botellas de los medicamentos que había tomado, para tener así
una huella de las cosas que desaparecen con el tiempo.
Desprovistos de la operatividad pragmática que les
permitiría desplegarse en el tiempo, tener proyectos y trabajar por ellos para,
de esa forma, intentar conseguir que sus deseos vayan haciéndose realidad,
sustituyen estos enfermos todo ese dinamismo por ensueños en los que,
efectivamente, sus ideales, sus sueños, se han convertido en realidad. Y esos
ensueños los viven como actualizados. De esa forma, se ven como héroes,
inventores o grandes hombres; o si se trata de un hombre de a pie, en su
delirio puede verse casado con una princesa.
Pablo, un estudiante de diecisiete años de edad, nos ofrece
una vertiente más de esa realidad poliédrica que es la esquizofrenia. De
carácter muy recto y exitoso en sus estudios, aunque siempre había tratado poco
con sus compañeros. Muy amante de la precisión, lo cual era considerado como un
rasgo positivo… hasta que este rasgo se exageró desmedidamente, coincidiendo
con un momento en que se queja por falta de energía y fatiga moral. Acaba
incluso interrumpiendo sus estudios. En esa época empieza a controlar sus actos
de manera excesiva, por ejemplo, asegurándose repetidamente de haber cerrado
bien las puertas. Una cosa tan simple como colocar un pañuelo debajo de la
almohada al acostarse exigirá ahora invertir en ello una hora o más; dice
querer asegurarse de que el pañuelo no sobresale en ninguna parte de la
almohada. Las comidas se prolongan indefinidamente: inspecciona interminablemente
las fuentes, los platos, los cuchillos, los tenedores… Sus dudas y preguntas se
refieren solo al orden objetivo de las cosas: la exactitud del reloj, la altura
del plumero, el tamaño de los intersticios de la puerta. No intervienen en
ellas, pues, los seres vivos. Le interesa solo la geometría de las cosas, su
exactitud, su precisión matemática, que nunca llega a coincidir con las cosas
reales. Eso sí, cualquier objeto que
aparezca ante él puede desencadenar esos procesos mentales y hacer que se ocupe
de él durante horas. Todo le distrae de lo que efectivamente son las cosas, el
mundo pragmático.
Su falta de resolución, la desubicación de su actividad en
el tiempo real, pragmático, la falta de jerarquización entre sus actos, todo
ello señala hacia la ausencia de un fin, de un propósito, que sería el factor
respecto del cual las cosas se organizarían en más o menos importantes, en
útiles o inútiles, en urgentes o aplazables. Así explicaba Pablo cómo ponerse a
buscar una palabra en el diccionario se convertía en una labor interminable
porque se distraía buscando el significado de otras muchas: “Todo
tiene la misma importancia para mí –dice–; uno se instruye igualmente
observando en el diccionario el sentido de otras palabras que aquellas de que
se tiene necesidad en el momento”. De esta forma, la personalidad de
Pablo se va disolviendo en el caos de lo indiferente, todo tiene la misma
importancia… realmente ninguna. Si no hay metas, propósitos, la noción de
porvenir pierde también su sentido.
Y puesto que no existe ese elemento ideal, el fin, la meta,
que habría de servir de barómetro para situar respecto de él las cosas en
mejores o peores, más próximas o más lejanas al ideal, buenas o malas, absurdas
o lógicas, el sentido estético y el moral quedan también arruinados. Y así,
Pablo coge también la manía de experimentarlo todo, sin ninguna regla que ponga
orden en ese “todo”: un día echa su café con leche en la sopa para ver qué
gusto tiene esa mezcla; otro se queda una hora de pie, quieto, para ver qué se
siente; otro se pone a hacer el mayor ruido posible para ver lo que eso
produce. Quiere también experimentar la pederastia, la morfinomanía, la
cocainomanía, todo lo que es susceptible de procurar goce. Y, alterado como
tiene el sentido estético entre tanta indiferencia, se siente capaz asimismo de
pintar como lo hicieron Miguel Ángel o Leonardo, y también podría componer
inmediatamente una ópera al estilo de Wagner. Desde el punto de vista estético
pone en el mismo plano un cigarrillo y un dibujo bonito. Dice asimismo que para
él tiene el mismo atractivo un ruido que una ópera. Y un terremoto vendría a repercutir
sobre él lo mismo que un pequeño ruido. Ya no lee los diarios, la crónica de
sucesos, porque, dice, “no hay opiniones precisas; no sé cuál de
los dos es culpable, el asesino o la víctima”. Su sentido ético está,
pues, también arruinado.
Pablo habría de suicidarse poco tiempo después de ser
tratado por Minkowski.
Nuestra civilización ha descubierto hace tiempo que el
universo sigue su marcha al margen de cualquier finalidad que le dé sentido…
Borremos esto que acabo de escribir; quería decir que se ha decantado por la
exageración de que no existe en ese universo ningún propósito, nada que le dé
sentido. Un punto de inflexión bastante definitivo en ese decurso de las cosas
fue la publicación en 1859 de “El origen
de las especies” por parte de Charles Darwin: todo lo decide desde entonces
la combinación de azar y selección natural, nada hay que permita suponer que existe
algún plan, algún propósito en la naturaleza. A partir de aquel momento, y como
siempre que falta el propósito, el ideal, la progresión hacia la indiferencia
se aceleró en todos los campos en los que antes había regido la jerarquización
entre lo mejor y lo peor, lo bello y lo feo, lo importante y lo accesorio.
¿Cualquier parecido entre esta decantación a favor del absurdo
y en contra del sentido y aquella en la que se instalan los esquizofrénicos,
para los que todo lo que ocurre en el mundo exterior es equivalente, es decir,
indiferente, es resultado de la casualidad?... Va a ser que no. La cultura
occidental ha ido, por un lado, retrayéndose hacia lo interior: lo bueno y lo
malo han pasado a ser cada vez más valores que se deciden en la intimidad de
las personas, no hay criterios objetivos que tengan una virtualidad a la que
aquellos otros, subjetivos, deban supeditarse. Visto desde ese relativismo, el
delincuente no es que se haya decantado por el mal, sino que tiene otro esquema
de valores, y a la hora de penalizar sus comportamientos, nos retendrá,
consecuentemente, un vago pero efectivo sentimiento de culpa. Como decía Pablo,
el enfermo de Minkowski, “no hay opiniones precisas; no sé cuál de
los dos es culpable, el asesino o la víctima”. El reino en el que antes
regían las verdades objetivas, por ejemplo, la diferencia entre un hombre y una
mujer, ha sido conquistado actualmente por la subjetividad: hoy se es hombre o mujer en
función de las propias decisiones. En los museos comparten espacio cuadros
pintados en tiempos en los que lo bello y lo feo tenían una clara delimitación
con los botes de “Mierda de artista”
de Piero Manzoni. Ya había dicho Pablo que desde el punto de vista estético
comparten “el mismo plano un cigarrillo y un dibujo bonito”; y que un
ruido estruendoso es igual de bello (o feo) que una ópera de Wagner; o
podríamos decir: la música dodecafónica que la Sexta de Beethoven.
"Mierda de artista" (Piero Manzoni, 1961).
Algunas de
estas latas han estado expuestas en museos como el Pompidou de París, el Museo de
Arte Moderno de Nueva York (MOMA), la Tate Modern de Londres o el Museo
Nacional de Arte Reina Sofía
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El artista conceptual Yves Klein había dicho: "El
artista debe de crear una única obra de arte, él mismo, constantemente".
Para su importante exposición que tituló “El
Vacío”, en 1958, Klein declaró que sus pinturas eran ahora invisibles y
para probarlo “expuso” una sala vacía. El arte, pues, según esto, no es algo a
realizar fuera del artista: es el artista mismo. Sin más mediaciones, sin nada
objetivo sobre lo que se pueda hacer auténticamente una valoración.
A ver: no es que las cosas tengan sentido, tampoco hay que
irse al otro extremo del continuo. Dejémoslo en que el hombre ha venido al
mundo con la misión de añadir sentido, propósito, finalidad a las cosas, las
tengan o no. Porque cuando falta el propósito, el sentido, las cosas del mundo
dejan de estar ordenadas en función de su mayor o menor aproximación a ese
ideal. Todo da igual. Entonces es cuando el esquizofrénico… quería decir el
artista (en representación del hombre actual), se retira hacia su intimidad,
allí donde todavía puede pisar terreno firme; incluso dedicarse a las
matemáticas, que no necesitan de las cosas reales. O lo que es lo mismo: como
Klein, vacía el mundo. Inventa su propio lenguaje, no para comunicarse con los
demás, sino para expresarse a sí mismo; nada más. Los poetas, por ejemplo, hoy
también hacen uso de un lenguaje incomprensible, porque la comunicación no es
el objetivo. Como en el esquizofrénico. Todo esto lo expresó muy bien el poeta madrileño Pedro Casariego Córdoba: “Sólo existe el artista interior, sólo se
puede ser artista secreto, la comunión todo lo mancha (...) ¡El artista debe
crear dentro de sí mismo!”. Idéntico “dentro de sí mismo” a aquel en el
que Pablo, el paciente de Minkowski, se sentía capaz de pintar igual que Miguel
Ángel o Leonardo y de componer óperas de la misma calidad artística que las de
Wagner; allí donde, a falta de referentes, todo da igual.
El 8 de enero de 1993 Pedro Casariego se arrojó al paso del tren en Aravaca, barrio de Madrid.
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