Resumen: Cuando el impulso vital fluye y nuestra vida discurre hacia
metas que le dan sentido, la consecuencia, dice E. Minkowski, psiquiatra
existencial, es el contento. Cuando ese impulso se interrumpe y deja de estar
claro a dónde ir, aparece el dolor. La psicosis es un buen campo de pruebas en
el que constatar lo dicho.
Antes de nada, tengamos bien presente cuál es el método más
adecuado a emplear si tratamos de conocer una cosa: viajar hasta sus extremos,
recorrer su perfil cuando más depurado aparece, en el punto en el que esa cosa
ha alcanzado su mayor grado de exageración. Así que, cuando de lo que se trata
es de asumir la perspectiva desde la que son visibles esos perfiles, esos extremos
de las cosas, resulta conveniente procurarse la compañía de quienes habitan en
esos extremos, y, entre ellos, los enfermos psicóticos son de los que tienen
posiciones más exageradas y, en este sentido, más útiles.
De la mano del psiquiatra existencial Eugène Minkowski y de
los enfermos mentales que trató descubrimos que, para empezar, a la hora de
salir al mundo exterior, de confrontarnos con la realidad, no nos dedicamos a
hacer inferencias desde lo particular y hacia lo general, sino que procedemos
en sentido inverso: generalizamos, asumimos un prejuicio de partida y desde él
nos confrontamos con los objetos y las experiencias concretas. De igual modo
que cuando el niño pequeño que aprende la palabra “papá” empieza por
aplicársela a todos los adultos que pasan ante él, el psicótico elabora
prejuicios de carácter universal y desde ellos juzga y valora los hechos
simples, los fenómenos específicos y particulares. El paranoico, por ejemplo,
siente la persecución que se ejerce sobre él primero como algo que a todo su
entorno implica y desde ahí va incorporando a ese prejuicio comportamientos de
las personas concretas que le rodean, y que a los demás nos suelen parecer
casuales. La casualidad no existe para el psicótico: los fenómenos particulares
son por sistema, para él, expresión de modos de lo universal y prefijado. Y
donde los demás no vemos conexiones que comuniquen unas cosas con otras y
pensamos que quien las vea es, cuando menos, supersticioso, el psicótico ve
signos o símbolos que entrelazan unas cosas con otras hasta envolver todas
ellas en formas de existencia compartida. Y así, nos habla Minkowski de uno de
sus pacientes cuya mente “había perdido sus frenos y no podía
detenerse en los límites de cada objeto, sino que –como él mismo decía– tenía
que seguir sin parar deslizándose rápidamente desde el objeto solitario hacia
el horizonte infinito”. “Cada objeto –dice también Minkowski
refiriéndose a este enfermo– era solo un representante del conjunto y su
mente saltaba sobre su significado concreto (…) Un miembro de su familia que
padecía bronquitis tuvo la ocurrencia de expectorar; nuestro hombre empezó
entonces a disertar sobre todos los esputos de todos los sanatorios
tuberculosos del país, y de ahí pasó a todas las inmundicias y desechos de
todos los hospitales. Cuando yo me afeitaba ante él, se ponía a hablar de los
soldados de unas barracas próximas, que se estarían también afeitando, y de ahí
saltaba a todos los soldados del ejército nacional. Una vez, mientras se
lavaba, me confió: ‘A cada momento en que hago algo debo recordar que cuarenta
millones más hacen lo mismo’”. Mientras tanto, los que no hemos alcanzado
el grado de exageración de los psicóticos parece que hacemos que nuestra mente sea
capaz de sumergirse, no digamos que en el caos de lo múltiple y diverso (porque,
igual que el psicótico, seguimos necesitando generalizar), pero sí, al menos,
en la atención a lo diferente, a lo particular, que muchas veces escapa, en
mayor o menor medida, a la norma general.
Henri Bergson (1859-1941) es famoso por su concepto del èlan vital, el aliento vital, que es el
principio sobre el que se sostiene la vida, lo que nos empuja hacia la
actividad y, en última instancia, lo que nos hace evolucionar desde lo inferior
hacia lo superior, desde lo más imperfecto hacia lo más perfecto, en lo cual,
precisamente, consiste el discurrir de la vida. La evolución la entiende,
precisamente, este filósofo que fue Premio Nobel de Literatura, como el tránsito que va
desde lo concreto y particular hacia lo ideal y universal. O, como dice
Minkowski, siguiendo a Bergson, “Toda nuestra evolución individual consiste
en rebasar lo ya hecho”. Al contrario que el psicótico, el hombre
normal parte de la situación concreta en la que está y, empujado por el èlan vital, se dirige hacia donde marca
el ideal, se pone a recorrer el camino que va desde la intrascendente situación
concreta hacia la situación modélica a la que aspira. Si a ese hombre normal le
faltara la percepción de lo particular, si todo le resultara generalizable,
intercambiable, indiferente, si no hubiera entonces trayecto a recorrer entre
lo peor y lo mejor, entre lo más imperfecto y lo más perfecto, porque todo es equivalente, el èlan vital, el impulso vital se
extinguiría. Incluso faltaría entonces la sensación de tener un yo al que
atribuir el esfuerzo de recorrer ese trayecto, el deseo de acercarse al
objetivo, incluso la expectativa de que hay un futuro, un porvenir en el que el
ideal se acabe de poner a nuestro alcance.
El impulso vital, dice Minkowski en el contexto del informe
sobre el paciente psicótico al que nos hemos referido, contiene un elemento de
expansión, nos empuja hacia la actividad en la que la vida precisamente
consiste. “Esta actividad lleva consigo un sentimiento específico y positivo que
llamamos contento”. En sentido contrario, “si constituimos en el polo
positivo el contento, el fenómeno que más se le acerca como polo negativo es el
dolor sensorial (…) El dolor implica intrínsecamente el sentimiento de ciertas
fuerzas externas que actúan sobre nosotros y a las que forzosamente hemos de
someternos. Visto así, el dolor se opone evidentemente a la tendencia expansiva
de nuestro impulso personal; ya no podemos ‘asomarnos al exterior’ ni
intentamos estampar nuestro sello personal en el mundo que nos rodea. En vez de
eso, dejamos que el mundo nos invada con toda su impetuosidad y nos haga
sufrir. Así, el dolor es también una actitud frente al medio ambiente. Aunque
generalmente es de corta duración y aun momentáneo, se convierte en crónico
cuando no encuentra la contrarreacción de su antagonista, el impulso vital
personal”. Según esta interpretación, la función del dolor no es solo
avisar de la más o menos coyuntural interrupción de la tendencia a vivir de
nuestro ser corporal. No solo duelen las heridas o quebrantos físicos. Eso
ocurre, ciertamente, en el ámbito de las experiencias normales. Pero cuando vamos a los
extremos, cuando, por ejemplo, nos acercamos a las vivencias de los psicóticos,
podemos observar que el dolor tiene una función más amplia: la de avisar de la
interrupción o bloqueo del impulso vital general. Entonces, aun en ausencia de
eventuales causas físicas, corporales, el dolor puede aparecer. Es lo que
experimenta también, precisamente, el fibromiálgico, respecto del cual habría
de valer asimismo la interpretación de que el impulso vital y el contento que
produce sentir que uno está en marcha, evolucionando de lo peor a lo mejor,
está interrumpido o bloqueado, y que se necesita, por tanto, abrir la vía del
porvenir, de la expectativa de mejorar, o lo que es lo mismo, del deseo, del entusiasmo, y
aun antes que eso, es preciso salir de la indiferencia, de la sensación (del prejuicio)
de que todo da igual.
No es, por tanto, que esta forma de experimentar el dolor
sea propia solo de los psicóticos. Gracias a ellos, sin embargo, y gracias
también a la experiencia de los fibromiálgicos, si es que nos decidimos a
interpretar de esta manera el aviso que significa el dolor, podemos entender
que, más allá de sus causas corporales o fisiológicas, el dolor está
empujándonos en la dirección del èlan vital, empujándonos hacia la vida.
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