jueves, 3 de mayo de 2018

Posmodernismo, esquizofrenia y feminismo de género

     Ya con 22 años Ortega y Gasset combatía la “ridícula propensión” con que queremos reducir la vida inabarcable y fértil a “nosotros, como si solo nosotros fuéramos la vida y porque tenemos un dolor decimos que la vida es mala o necia o buena o torpe”. Y en esa tierna edad juvenil fraguó ya la fórmula que después convertiría en uno de los pilares de su doctrina: “salvémonos en las cosas”, y no en lo que el débil pero ensoberbecido yo de cada cual decida de manera autística.
     Michel Foucault (1926-1984), quizá el principal adalid intelectual del posmodernismo y del feminismo de género, apuesta decididamente por ir en la dirección contraria a aquella que proponía Ortega, y está a la vista que el eco que han alcanzado sus posiciones ha sido mucho mayor que el logrado por el filósofo español con las suyas. Para Foucault, la realidad, las cosas no existen. Recogió de Nietzsche la idea de que “no hay hechos, hay interpretaciones”. Y también se sintió heredero de Descartes, al que siempre consideró la frontera a partir de la cual fue tomando forma la manera de pensar de la que se sentía partícipe, y cuya aportación más decisiva fue la de que es posible el pensamiento sin representación de cosa alguna, la subjetividad con independencia de cualquier referente objetivo.
     Para Foucault es imposible, en efecto, alcanzar la objetividad. Lo que así llamamos es la supuesta verdad que el poder impone con el fin de dominar las voluntades y las conciencias en beneficio propio. Esa verdad la va filtrando a través del lenguaje y sus contenidos semánticos, y la mantiene por medio de instituciones disciplinarias como la prisión, la fábrica, el asilo, el hospital, la universidad, la escuela y los manicomios. Y a esa verdad impuesta, a esa anulación de la subjetividad, el poder lo llama “orden”. Según esta perspectiva, el orden no es, en realidad, más que un medio para hacer trabajar, y el trabajo es un medio para hacer reinar el orden. El resultado final es que el individuo, su ser más auténtico, queda constreñido por la estructura social (creencias, costumbres, prejuicios, convicciones, tradiciones…). ¿Qué propone Foucault para liberarse de esa alienación a la que la estructura, el poder, cualquier poder en cualquier sociedad, nos somete? Nada concreto, salvo dejar que eclosione la subjetividad. Incluso la locura, en cuanto que poderoso medio de cuestionamiento de la razón prevaleciente, es un modo plausible de liberarse del poder de las “sociedades disciplinarias”.
     ¿Qué queda entonces, para Foucault, de todo aquello a lo que el hombre ha solido entregar su vida, de los ideales, de las misiones y tareas que han empujado a los hombres hacia metas que les trascienden, que están más allá de los dominios de su estricta subjetividad? Nada, no queda nada. En un debate televisado en 1971 de Foucault con Noam Chomsky, el primero argumentó contra la posibilidad de cualquier identidad, cualquier naturaleza humana fija, en contra de lo postulado por el concepto de Chomsky de las facultades humanas innatas. Este argumentó que, por ejemplo, la idea de justicia estaba arraigada en la mente humana, mientras que Foucault rechazaba que hubiese ningún concepto de justicia por encima de lo que subjetiva y coyunturalmente le pareciese a cada cual. Tras el debate, Chomsky se vio afectado por el rechazo total de Foucault a la posibilidad de una moralidad universal, afirmando: "Me parecía completamente amoral, nunca había conocido a alguien que fuera tan amoral (...) Quiero decir, me agradó personalmente, es sólo que no podía entenderlo. Es como si fuera de una especie diferente, o algo así ". Como alguien sin identidad, podríamos decir, sin nada fijo ni objetivable a lo que poder referir su personalidad.
     Curiosamente, esta forma de instalarse en el mundo que, en términos generales, proponen Foucault y el posmodernismo viene a coincidir, con la que han consignado algunos psiquiatras existenciales que es la propia de quienes sufren de esquizofrenia (ver, por ejemplo, Louis A. Sass: “Locura y modernismo”, Ed. Dikynson). Ya Eugène Minkowski había resaltado como definitorio de la esquizofrenia el hecho de percibir cualquier salida al mundo, cualquier objetivación de su ser íntimo por parte del esquizofrénico como algo alienante, una traición a su sí mismo, de modo que, cuando esta persona realiza alguna tarea mundana, se siente a sí misma como falseada, como un vacío, como una máscara de sí. De esa manera nos hace ver Sass, que se percibía a sí mismo Antonin Artaud –esquizofrénico y a la vez un conspicuo representante del arte de vanguardia, arte también ligado a estos presupuestos–, el cual describía su propia cara como una “máscara lubricante”, “como si la parte más íntima suya se volviera un objeto externo”. Sass considera como característica principal de la esquizofrenia lo que llama “hiperreflexividad”, una tendencia exagerada a encerrarse en sí mismo y construirse un mundo a la medida de las propias ideas, fantasías o pulsiones íntimas antes de que lleguen a tropezar con la realidad exterior.
El panóptico de Bentham
     Otra característica habitual en la esquizofrenia son los delirios de referencia, que nacen de la sensación de que todo lo que ocurre alrededor del esquizofrénico considera este que alude o tiene relación con él. Un síntoma amortiguado de esto mismo son las ideas de referencia, características de personalidades esquizoides, no estrictamente psicóticas; y ya decididamente intensificado este síntoma pasaría a ser delirio persecutorio o paranoico. Hablamos de un síntoma que tiene evidentes concomitancias con la idea de Foucault, expuesta en “Vigilar y castigar”, de que el sistema, es decir, la “sociedad carcelaria”, viene a ser algo equivalente al panóptico de Bentham, un tipo de arquitectura ideada hacia fines del siglo XVIII por el filósofo utilitarista Jeremy Bentham para cárceles y prisiones, diseñada en forma de anillo de celdas alrededor de una torre de vigilancia desde la que el carcelero puede observar todo lo que hacen los prisioneros recluidos en esas celdas, sin que estos puedan saber si son observados, porque desde fuera la torre de vigilancia resulta opaca. El sistema, pues, viene a ser el ojo que todo lo ve o que en todo momento se ocupa de él, que tanto Foucault como el esquizofrénico sienten que les acosa por doquier.  El continuo que va desde las ideas de referencia hasta el delirio persecutorio permite por otro lado entender los comportamientos de muchas personas politizadas que mantienen algo así como una permanente postura de disposición para el combate, de defenderse del ubicuo enemigo que creen detectar en cualquier sujeto que, por algún detalle más o menos relevante, pasa a ser a sus ojos representante del sistema (un enemigo de la nación, un enemigo de clase, un enemigo de género…). Como los esquizoides y esquizofrénicos en general, tienden estas personas a ser invulnerables a los razonamientos.
     La trayectoria del pensamiento de Michel Foucault, esta que, como hemos ido viendo, podría servir perfectamente de marco intelectual para la esquizofrenia, vino a entrelazarse con la que, por su parte, iba realizando Simone de Beauvoir (1908-1986), una de las máximas representantes del feminismo de género. Según esta autora, también según Foucault, no existen a priori ni “hombres” ni “mujeres”; la realidad en sí, toda ella, sigue sin existir, cada cual se la puede inventar. Se la puede inventar a partir del lenguaje. Simone de Beauvoir sostenía, pues, que no nacemos hombres o mujeres, sino que la sociedad, a través de consignas transmitidas por el lenguaje (y cuyo cumplimiento se vigila desde el virtual panóptico que constituye la hoy llamada sociedad heteropatriarcal), nos hace hombres o mujeres. Y además, dicha sociedad ha fabricado a la “mujer”, ese constructo cultural, como esclava.
     Christina Hoff Sommers, una destacada feminista de la actualidad, aunque de otra clase de feminismo, el que ella llama “de igualdad”, en sus libros “¿Quién te robó el feminismo?” (1994) y “La guerra contra los chicos” (2013), define de esta forma el feminismo de género, al que ella misma puso también nombre, en una entrevista en “El Mundo” del 17 /09/2016[1]:
     ¿Qué es el feminismo de género, explicado a lectores no iniciados?
     “Es una escuela de feminismo de línea dura que ve a las mujeres, incluso en Occidente, como cautivas de un sistema de injusticia y de opresión. Según esta teoría, cada logro humano en realidad lleva el sello del patriarcado: literatura, filosofía, ciencia, música o lenguaje. No es suficiente con cambiar leyes o tradiciones. El sistema entero tiene que ser desmantelado. El feminismo de género salió de la política radical de los 60 y estuvo marcado por la filosofía marxista y la de Marcuse, Frantz Fanon y Michel Foucault. Yo, sin embargo, me considero una propagadora del “feminismo de igualdad” que lucha por la igualdad moral, social, legal de hombres y mujeres, por la libertad de mujeres y hombres para emplear su estatus de igualdad en intentar ser felices como ellos quieran. Su origen es la Ilustración. Dicho claro, el feminismo de la libertad quiere para las mujeres lo que para todos: dignidad, oportunidad y libertad personal. No está en guerra con feminidad y masculinidad y no ve a los hombres y a las mujeres como tribus opuestas. No está en sus tablas sagradas las teorías de la opresión universal del patriarcado y los males inherentes al capitalismo”.
     “El feminismo de hoy es de lamento. Se empezó a forjar en los 90. La causa noble de la emancipación de la mujer se transformó en victimismo. ¿Cómo pasó? Le echo mucho la culpa a una mezcla desafortunada de teorías de la conspiración sobre un patriarcado fantasma y la propaganda. Desde hace años, he mirado con cuidado estadísticas sobre mujeres y violencia, depresión, desórdenes alimenticios, igualdad salarial y educación. Lo que he encontrado es información engañosa. La tercera ola del feminismo se construye con mentiras e hipérboles. Por ejemplo, la desigualdad salarial. Sí, las mujeres ganan menos que los hombres, pero es porque estudian distintas carreras, trabajan en distintos campos y menos horas. Cuando controlas todos estos factores, la diferencia casi desaparece. Pero eso no se dice en los libros de los estudios de género”.
     “El lobby feminista parte de una lógica perversa: si algunos hombres están mejor que las mujeres, eso es una injusticia. Si a las mujeres les va mejor, eso es la vida”.
     Christina Hoff Sommers es escritora y doctora en filosofía. Investiga en el American Enterprise Institute, uno de los think tanks liberales más señeros de Washington, donde mantiene un videoblog, “La Feminista basada en los hechos”. Dice tener un proyecto: devolver la cordura al feminismo. “Que hombres y mujeres usen su estatus de igualdad para ser felices como quieran”. Considera que el feminismo de género se ha extraviado al unirse a la lucha política de la extrema izquierda, que utiliza el victimismo para imponer las tesis de lo “políticamente correcto” y negar el derecho a la discrepancia. Defiende un “feminismo de igualdad” frente a ese “feminismo de género” que ella considera reaccionario y autoritario y que a menudo contiene una “hostilidad irracional hacia los hombres”. Sommers añade que las preferencias personales, y no la discriminación sexista, juegan un papel en la elección de carrera de las mujeres. Las mujeres no sólo prefieren desarrollarse profesionalmente en campos como la biología, la psicología y la medicina veterinaria, por encima de la física y las matemáticas, sino que además buscan carreras que sean compatibles con su vida familiar. Sommers escribe que “el verdadero problema al que la mayoría de las científicas se enfrentan es el reto de combinar la maternidad con una carrera científica de alto valor”.



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