La de entonces se extendió rápidamente a Europa,
donde la recuperación económica después de la devastadora Guerra Mundial de
1914-18 se había fiado en gran parte a las enormes y desproporcionadas
indemnizaciones de guerra que el Tratado de Versalles había hecho recaer sobre
las espaldas de Alemania. Cuando los banqueros americanos se arruinaron y
dejaron de respaldar a este país, que soportaba a su costa la incipiente recuperación
europea tras el desastre bélico, esta se vino abajo.
El pánico nunca ha sido buen consejero. De
hecho, tiende a favorecer no los comportamientos más productivos y resolutivos,
sino los más regresivos: la gente, sintiéndose impotente para encontrar salidas
a las situaciones críticas, presa del miedo a la libertad, busca en tales
ocasiones la intercesión de poderes trascendentes, naturales o preternaturales,
en los que, como perentorio recurso frente a su impotencia, deposita una
confianza ciega, lo que casi inevitablemente acaba conduciendo a resultados aún
más catastróficos. Efectivamente, la manera en que se encadenaron aquellos
sucesos de la posguerra europea fue el caldo de cultivo del que por entonces
surgió esa clase de poder omnímodo que son los totalitarismos, en la marcha
hacia los cuales colaboraron otros factores que han de añadirse a los
antedichos: para empezar, la decepción y el descrédito de unas instituciones
que, además de su inoperancia ante la crisis, no habían conseguido evitar, unos
años antes, la tan devastadora como absurda guerra europea, que provocó once
millones de muertos y ninguna sensación de que al final hubiera llegado alguna
clase de bien superior reparador de tanta desgracia. Concretamente en Rusia, el
descrédito de las instituciones zaristas y la irracionalidad de aquella guerra
que castigó cruelmente a este país con un millón setecientas mil muertes, a la
vez que empujaba a la deserción a un gran número de soldados, hizo que finalmente
apareciera en el panorama político la figura de Lenin, que en sus famosas tesis
de abril de 1917 se presentó ante sus seguidores reclamando “pan y paz”.
Aquella fue, precisamente, la engañosa carta de presentación del incipiente
totalitarismo comunista. Por su parte, Alemania e Italia, países entonces de
reciente configuración (ambos habían nacido a finales del siglo XIX), y cuyas
instituciones no contaban con una trayectoria lo suficientemente larga como
para haber alcanzado la necesaria estabilidad, se mostraron especialmente vulnerables
a la influencia de los totalitarismos, en la medida en que la ausencia de
confianza en las instituciones democráticas generaba allí también un mayor
miedo a la libertad y una correlativa necesidad de suplir aquella desconfianza
con la adhesión a eventuales poderes absolutos.
Otro de los factores que coadyuvaron a la
emergencia de los totalitarismos fue el odio, el sentimiento de revancha: la
necesidad psicológica de encontrar culpables cuando acontecen situaciones
críticas, se vinculó en la ideología comunista con las clases explotadoras y lo
que a ellas quedaba asimilado; en realidad, como en todos los totalitarismos,
quien no es partidario de los cambios sociales que ellos proponen es un enemigo,
así que, igual que ocurrió en la Alemania nazi o la Italia fascista, el
revanchismo acabó afectando a todo el que no mostrara adhesión entusiasta o se
mostrara tibio con la revolución.
Mientras tanto, en Alemania ese afán revanchista
encontró su correlato más asequible en la evidencia de haber sido tratada
injustamente en el Tratado de Versalles que puso fin a la Guerra de 1914-18, puesto
que estos acuerdos supusieron que Alemania perdiera territorios como los de Alsacia
y Lorena y también que quedara obligada a pagar enormes indemnizaciones de
guerra a los aliados de la Entente. Los socialdemócratas que habían tomado el
poder en Alemania al finalizar la guerra
fueron también culpados del desastre de las negociaciones que culminaron en el
Tratado de Versalles, con lo que se añadió un motivo más al descrédito de las
instituciones democráticas alemanas que aquellos regían y representaban, así
como al de estos mismos partidos. Enseguida, los judíos se añadieron también como
complementario chivo expiatorio sobre el que proyectar la necesidad de
revancha. El nazismo vino a ser expresión de todos aquellos sentimientos que en
última instancia servían de canalización a la frustración y al odio que hervía
en el alma de los alemanes.
Italia, por su parte, a pesar de haber
participado en el bando finalmente vencedor de la guerra, también se había
sentido injustamente maltratada: si Italia aceptó entrar en la guerra fue bajo
la promesa de poder incorporar a su territorio las regiones de
Fiume, Trieste y Dalmacia, en la otra orilla del Adriático, pertenecientes
hasta entonces al Imperio austro-húngaro, que desapareció tras la guerra. Sin
embargo, aquellas regiones fueron al fin incorporadas a la naciente Yugoslavia,
traicionando así las expectativas de los italianos y las promesas que se les
habían hecho. Sus 650.000 muertos en la guerra así como la devastación de
Venecia y otras regiones provocada por aquella habían sido, pues, inútiles. El
frustrado pueblo italiano achacó al gobierno liberal de entonces su debilidad en
las negociaciones frente a Francia e Inglaterra, culpándolo además de la
generalizada crisis económica del país que afectaba principalmente a obreros y
campesinos. Las rebeliones rurales y urbanas se extendieron, produciéndose
saqueos de comercios y ocupación de fábricas alentados por los partidos de
izquierda, el socialista y el comunista. Al final, el fascismo, de manera
semejante a como ocurrió en Rusia y en Alemania, emergió de aquel generalizado
descrédito de las instituciones italianas, así como del sentimiento de revancha,
en su caso, por la traición de sus aliados.
Las soluciones que venían a proponer los
totalitarismos que fueron apareciendo coincidían en sus planteamientos básicos,
anulando así, en lo esencial, las supuestas diferencias existentes entre la
extrema derecha y la extrema izquierda: el estado debía, según ellos, no
solamente intervenir en la economía con mayor o menor afán corrector, sino que
su función había de ser la de ocupar todos los ámbitos de la vida social, e
incluso la privada, para subordinarlos a las delirantes misiones que cada
totalitarismo asumía como particular exigencia programática: la supresión de
las diferencias sociales en el caso del totalitarismo comunista, la consecución
de una sociedad racialmente pura y sin tarados en el caso de los nazis, y, en
el caso del fascismo, la instauración de un corporativismo estatal según el
cual la economía fuera planificada desde el estado y la promoción de un modo de
vida en el que la razón quedara subordinada a la voluntad y a la acción. Por lo
demás, como necesariamente había de ocurrir cuando de lo que se trata es de
hacer encajar la vida de una sociedad en los presupuestos utópicos generados
por mentes que se sienten investidas por la verdad absoluta, la violencia, la
imposición por la fuerza de aquellas ideas preconcebidas pasó a ser algo inherente
a la implementación de los totalitarismos. El belicismo expansionista fue
asimismo una secreción consustancial a aquellos regímenes. La Segunda Guerra
Mundial resultó ser una fatalidad inscrita en el conjunto de todas estas
variables que por entonces afloraron. El Pacto Ribbentrop-Mólotov por el que la
Alemania nazi y la Unión Soviética, las potencias totalitarias de la época,
acordaban la no agresión mutua y el reparto de sus respectivas zonas de expansión
fue firmado en Moscú el 23 de agosto de 1939, nueve días antes de iniciarse la Segunda
Guerra Mundial. El 1 de septiembre, efectivamente, Alemania invadía Polonia,
dando comienzo a la guerra. Diecinueve días después lo hacía la URSS por el
otro lado, hasta que ambos alcanzaran las respectivas zonas de influencia
pactadas. Someter a todo el mundo parece ser una pulsión irreprimible de todos
los totalitarismos, y resultó ser la última consecuencia que en aquella primera
mitad del siglo XX tuvo una crisis que había quedado soterrada, pero no
superada, desde el final de la Primera Guerra Mundial e hizo eclosión en aquel
hundimiento de la Bolsa de Nueva York un lunes negro de octubre de 1929.
Setenta y ocho años después de aquella crisis
del 29, en 2007, y también en el mes de octubre, llegó asimismo el colapso de
las hipotecas subprime que culminó en la crisis financiera de 2008, provocada
por el estallido de la burbuja inmobiliaria a que había conducido, de nuevo, el
arbitrario intervencionismo político en la marcha de la economía: según una Comisión
de Investigación sobre la Crisis Financiera del Congreso norteamericano, Alan
Greenspan, presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos (y, de modo
subsidiario, también el siguiente presidente de la Reserva Federal, Ben
Bernanke), fue responsable principal en la gestación de la crisis al promover
créditos a muy bajo interés que condujeron a un auge artificial de las
inversiones inmobiliarias. La burbuja generada en ese sector inmobiliario finalmente
acabó explotando y conduciendo a la crisis financiera y a la de la economía en
general. De nuevo, actuar como si se tuviera más riqueza de la que realmente se
tiene, alterando así la ley de la oferta y la demanda, acaba llevando a
resultados catastróficos.
No sería justo equiparar globalmente aquella
situación que comenzó con la crisis bursátil de 1929 con esta de 2007/2008.
Hoy, al menos en los países desarrollados, no se producen las grandes colas que
entonces se formaban para comprar pan, ni la inflación alcanza las desorbitadas
cotas de la Europa posterior a la Gran Guerra. Tampoco los grupos políticos que
podríamos considerar herederos de las pulsiones totalitarias de aquel entonces
parecen tan proclives a la violencia y a la imposición por la fuerza de sus
ideas utópicas como mostraron sus predecesores. Pero no nos engañemos y
acabemos desdeñando las evidentes similitudes entre aquella situación y esta:
de nuevo el miedo a la libertad viene a hacer de las suyas, y han surgido con
gran fuerza y respaldo popular aquellas propuestas extremadamente estatalizadoras
que, igual que cuando los totalitarismos alcanzaron sus momentos de mayor auge,
surgen tanto en la extrema derecha (sería el caso hoy, entre otros, del Frente
Nacional de Marine Le Pen en Francia), como en la extrema izquierda (Syriza en
Grecia, Movimiento 5 Stelle en Italia o Podemos en España). Estos partidos
políticos que, incluso explícitamente en el caso de la extrema izquierda, se
consideran herederos de las fuerzas totalitarias de aquel entonces, pretenden
llevar a sus respectivas sociedades hacia un endeudamiento que quizás ya hoy
esté en algunos casos fuera de control, así como a una gran subida de impuestos
y a la previsible inflación que seguirá a sus políticas de expansión monetaria,
con todo lo cual se acabaría asfixiando al libre mercado y a la iniciativa
privada. Grecia ya tiene una deuda pública equivalente al 175% de su Producto
Interior Bruto, lo que no impide que la Syriza que acaba de llegar al gobierno
quiera aumentar mucho más el gasto público, por lo cual los griegos van a
servir en breve plazo de demostración de la ruina que estas políticas suponen
para la economía. Que el tercer partido más votado en aquel país sea un partido
nazi, refuerza aún más la evocación que, con cierta sordina, estamos haciendo
de los terribles tiempos que precedieron a la Segunda Guerra Mundial.
Asimismo, aquella necesidad de encontrar
culpables de lo que pasa de la que también hablábamos antes ha emergido con
fuerza en los países más afectados por la crisis, y llevado a buscar chivos
expiatorios sobre los que volcar las pulsiones revanchistas: estas se
concentran hoy, por un lado, y de forma evidentemente justificada, en unas
clases políticas corrompidas que, de forma semejante a las que no supieron evitar
ni la Primera Guerra Mundial ni la crisis del 29, no han sabido evitar la
crisis actual; pero es que además esas desacreditadas clases políticas se han
enriquecido en gran número de manera delictuosa mientras llevaban a la ruina a
las instituciones económicas y al grave deterioro a las instituciones
políticas. Sin embargo, de forma declaradamente irracional esta vez, ese afán
de revancha se ha volcado también sobre las instituciones económicas que, contradiciendo
a quienes las critican, están incluso respaldando el sobreendeudamiento de los
estados: para una mayoría de catalanes, por ejemplo, la culpa de su déficit la
tiene el Estado español que, por el contrario, sigue respaldando los despilfarros
de la Generalidad. Y asimismo, para un gran número de españoles o de griegos,
la culpa de nuestros apuros económicos la tiene la Troika –el Banco
Central Europeo (BCE), el Fondo Monetario Internacional (FMI) y la Comisión Europea
(CE)–, que no nos presta el dinero suficiente para seguir sosteniendo nuestro
nivel de gastos. Esas culpas están especialmente encarnadas en Angela Merkel,
que solo es la representante del país que más préstamos realiza, no el único, y
a todos ellos se les exige que sigan respaldando el endeudamiento cada vez más
desorbitado de nuestros estados. Y sin embargo, si los hombres rigiéramos
nuestros comportamientos teniendo en cuenta la experiencia, a estas alturas
debería resultarnos evidente que estos procesos en los que las sociedades se
mueven disponiendo de más riqueza de la que realmente tienen, van generando
burbujas económicas que acaban conduciendo tarde o temprano al colapso. Y de ahí
en adelante, quién sabe hacia dónde.
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