viernes, 30 de enero de 2015

De nuevo el miedo a la libertad

     Una corriente de pánico recorrió el mundo cuando en octubre de 1929 la Bolsa de Estados Unidos sufrió la más devastadora caída de su mercado de valores. Todo había comenzado a raíz de la manipulación de la oferta monetaria por parte de la Reserva Federal, que, apartándose del patrón oro, hizo circular más dinero del que se correspondía con la riqueza realmente existente. Al principio, esa mayor oferta de dinero se tradujo en una espectacular subida de las bolsas que llevó a pensar que se había alcanzado una progresión estable en el aumento de la riqueza. Ese ingenuo razonamiento concluyó finalmente con la explosión de la burbuja que se había creado, esto es, con el colapso de la Bolsa. Fue el comienzo de la Gran Depresión. Cien mil trabajadores estadounidenses perdieron su empleo en tres días. Sobrevino asimismo una ola de suicidios: el jueves 24 de octubre anterior al lunes negro ya se habían quitado la vida once especuladores bursátiles de reconocida fama tras comprobar que se habían arruinado. El índice Dow Jones, que refleja el promedio del valor de las acciones de las compañías más importantes y representativas de Estados Unidos, y que el 8 de julio de 1932 estuvo en su nivel más bajo desde 1800, no retornó a niveles previos a 1929 sino hasta 1954.  Las predominantes teorías keynesianas, achacando la crisis a fatales procesos cíclicos que sufre el capitalismo y que necesitan de la intervención correctora de los poderes públicos sobre la economía, oscurecieron el hecho simple de que es precisamente el intervencionismo externo sobre la economía el que, si llega a alterar gravemente las leyes del mercado que armonizan la oferta con la demanda, acaba abocando a las crisis.

     La de entonces se extendió rápidamente a Europa, donde la recuperación económica después de la devastadora Guerra Mundial de 1914-18 se había fiado en gran parte a las enormes y desproporcionadas indemnizaciones de guerra que el Tratado de Versalles había hecho recaer sobre las espaldas de Alemania. Cuando los banqueros americanos se arruinaron y dejaron de respaldar a este país, que soportaba a su costa la incipiente recuperación europea tras el desastre bélico, esta se vino abajo.



     El pánico nunca ha sido buen consejero. De hecho, tiende a favorecer no los comportamientos más productivos y resolutivos, sino los más regresivos: la gente, sintiéndose impotente para encontrar salidas a las situaciones críticas, presa del miedo a la libertad, busca en tales ocasiones la intercesión de poderes trascendentes, naturales o preternaturales, en los que, como perentorio recurso frente a su impotencia, deposita una confianza ciega, lo que casi inevitablemente acaba conduciendo a resultados aún más catastróficos. Efectivamente, la manera en que se encadenaron aquellos sucesos de la posguerra europea fue el caldo de cultivo del que por entonces surgió esa clase de poder omnímodo que son los totalitarismos, en la marcha hacia los cuales colaboraron otros factores que han de añadirse a los antedichos: para empezar, la decepción y el descrédito de unas instituciones que, además de su inoperancia ante la crisis, no habían conseguido evitar, unos años antes, la tan devastadora como absurda guerra europea, que provocó once millones de muertos y ninguna sensación de que al final hubiera llegado alguna clase de bien superior reparador de tanta desgracia. Concretamente en Rusia, el descrédito de las instituciones zaristas y la irracionalidad de aquella guerra que castigó cruelmente a este país con un millón setecientas mil muertes, a la vez que empujaba a la deserción a un gran número de soldados, hizo que finalmente apareciera en el panorama político la figura de Lenin, que en sus famosas tesis de abril de 1917 se presentó ante sus seguidores reclamando “pan y paz”. Aquella fue, precisamente, la engañosa carta de presentación del incipiente totalitarismo comunista. Por su parte, Alemania e Italia, países entonces de reciente configuración (ambos habían nacido a finales del siglo XIX), y cuyas instituciones no contaban con una trayectoria lo suficientemente larga como para haber alcanzado la necesaria estabilidad, se mostraron especialmente vulnerables a la influencia de los totalitarismos, en la medida en que la ausencia de confianza en las instituciones democráticas generaba allí también un mayor miedo a la libertad y una correlativa necesidad de suplir aquella desconfianza con la adhesión a eventuales poderes absolutos.
     Otro de los factores que coadyuvaron a la emergencia de los totalitarismos fue el odio, el sentimiento de revancha: la necesidad psicológica de encontrar culpables cuando acontecen situaciones críticas, se vinculó en la ideología comunista con las clases explotadoras y lo que a ellas quedaba asimilado; en realidad, como en todos los totalitarismos, quien no es partidario de los cambios sociales que ellos proponen es un enemigo, así que, igual que ocurrió en la Alemania nazi o la Italia fascista, el revanchismo acabó afectando a todo el que no mostrara adhesión entusiasta o se mostrara tibio con la revolución.

     Mientras tanto, en Alemania ese afán revanchista encontró su correlato más asequible en la evidencia de haber sido tratada injustamente en el Tratado de Versalles que puso fin a la Guerra de 1914-18, puesto que estos acuerdos supusieron que Alemania perdiera territorios como los de Alsacia y Lorena y también que quedara obligada a pagar enormes indemnizaciones de guerra a los aliados de la Entente. Los socialdemócratas que habían tomado el poder en  Alemania al finalizar la guerra fueron también culpados del desastre de las negociaciones que culminaron en el Tratado de Versalles, con lo que se añadió un motivo más al descrédito de las instituciones democráticas alemanas que aquellos regían y representaban, así como al de estos mismos partidos. Enseguida, los judíos se añadieron también como complementario chivo expiatorio sobre el que proyectar la necesidad de revancha. El nazismo vino a ser expresión de todos aquellos sentimientos que en última instancia servían de canalización a la frustración y al odio que hervía en el alma de los alemanes.

     Italia, por su parte, a pesar de haber participado en el bando finalmente vencedor de la guerra, también se había sentido injustamente maltratada: si Italia aceptó entrar en la guerra fue bajo la promesa de poder incorporar a su territorio las regiones de Fiume, Trieste y Dalmacia, en la otra orilla del Adriático, pertenecientes hasta entonces al Imperio austro-húngaro, que desapareció tras la guerra. Sin embargo, aquellas regiones fueron al fin incorporadas a la naciente Yugoslavia, traicionando así las expectativas de los italianos y las promesas que se les habían hecho. Sus 650.000 muertos en la guerra así como la devastación de Venecia y otras regiones provocada por aquella habían sido, pues, inútiles. El frustrado pueblo italiano achacó al gobierno liberal de entonces su debilidad en las negociaciones frente a Francia e Inglaterra, culpándolo además de la generalizada crisis económica del país que afectaba principalmente a obreros y campesinos. Las rebeliones rurales y urbanas se extendieron, produciéndose saqueos de comercios y ocupación de fábricas alentados por los partidos de izquierda, el socialista y el comunista. Al final, el fascismo, de manera semejante a como ocurrió en Rusia y en Alemania, emergió de aquel generalizado descrédito de las instituciones italianas, así como del sentimiento de revancha, en su caso, por la traición de sus aliados.

     Las soluciones que venían a proponer los totalitarismos que fueron apareciendo coincidían en sus planteamientos básicos, anulando así, en lo esencial, las supuestas diferencias existentes entre la extrema derecha y la extrema izquierda: el estado debía, según ellos, no solamente intervenir en la economía con mayor o menor afán corrector, sino que su función había de ser la de ocupar todos los ámbitos de la vida social, e incluso la privada, para subordinarlos a las delirantes misiones que cada totalitarismo asumía como particular exigencia programática: la supresión de las diferencias sociales en el caso del totalitarismo comunista, la consecución de una sociedad racialmente pura y sin tarados en el caso de los nazis, y, en el caso del fascismo, la instauración de un corporativismo estatal según el cual la economía fuera planificada desde el estado y la promoción de un modo de vida en el que la razón quedara subordinada a la voluntad y a la acción. Por lo demás, como necesariamente había de ocurrir cuando de lo que se trata es de hacer encajar la vida de una sociedad en los presupuestos utópicos generados por mentes que se sienten investidas por la verdad absoluta, la violencia, la imposición por la fuerza de aquellas ideas preconcebidas pasó a ser algo inherente a la implementación de los totalitarismos. El belicismo expansionista fue asimismo una secreción consustancial a aquellos regímenes. La Segunda Guerra Mundial resultó ser una fatalidad inscrita en el conjunto de todas estas variables que por entonces afloraron. El Pacto Ribbentrop-Mólotov por el que la Alemania nazi y la Unión Soviética, las potencias totalitarias de la época, acordaban la no agresión mutua y el reparto de sus respectivas zonas de expansión fue firmado en Moscú el 23 de agosto de 1939, nueve días antes de iniciarse la Segunda Guerra Mundial. El 1 de septiembre, efectivamente, Alemania invadía Polonia, dando comienzo a la guerra. Diecinueve días después lo hacía la URSS por el otro lado, hasta que ambos alcanzaran las respectivas zonas de influencia pactadas. Someter a todo el mundo parece ser una pulsión irreprimible de todos los totalitarismos, y resultó ser la última consecuencia que en aquella primera mitad del siglo XX tuvo una crisis que había quedado soterrada, pero no superada, desde el final de la Primera Guerra Mundial e hizo eclosión en aquel hundimiento de la Bolsa de Nueva York un lunes negro de octubre de 1929. 

     Setenta y ocho años después de aquella crisis del 29, en 2007, y también en el mes de octubre, llegó asimismo el colapso de las hipotecas subprime que culminó en la crisis financiera de 2008, provocada por el estallido de la burbuja inmobiliaria a que había conducido, de nuevo, el arbitrario intervencionismo político en la marcha de la economía: según una Comisión de Investigación sobre la Crisis Financiera del Congreso norteamericano, Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos (y, de modo subsidiario, también el siguiente presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke), fue responsable principal en la gestación de la crisis al promover créditos a muy bajo interés que condujeron a un auge artificial de las inversiones inmobiliarias. La burbuja generada en ese sector inmobiliario finalmente acabó explotando y conduciendo a la crisis financiera y a la de la economía en general. De nuevo, actuar como si se tuviera más riqueza de la que realmente se tiene, alterando así la ley de la oferta y la demanda, acaba llevando a resultados catastróficos.

     No sería justo equiparar globalmente aquella situación que comenzó con la crisis bursátil de 1929 con esta de 2007/2008. Hoy, al menos en los países desarrollados, no se producen las grandes colas que entonces se formaban para comprar pan, ni la inflación alcanza las desorbitadas cotas de la Europa posterior a la Gran Guerra. Tampoco los grupos políticos que podríamos considerar herederos de las pulsiones totalitarias de aquel entonces parecen tan proclives a la violencia y a la imposición por la fuerza de sus ideas utópicas como mostraron sus predecesores. Pero no nos engañemos y acabemos desdeñando las evidentes similitudes entre aquella situación y esta: de nuevo el miedo a la libertad viene a hacer de las suyas, y han surgido con gran fuerza y respaldo popular aquellas propuestas extremadamente estatalizadoras que, igual que cuando los totalitarismos alcanzaron sus momentos de mayor auge, surgen tanto en la extrema derecha (sería el caso hoy, entre otros, del Frente Nacional de Marine Le Pen en Francia), como en la extrema izquierda (Syriza en Grecia, Movimiento 5 Stelle en Italia o Podemos en España). Estos partidos políticos que, incluso explícitamente en el caso de la extrema izquierda, se consideran herederos de las fuerzas totalitarias de aquel entonces, pretenden llevar a sus respectivas sociedades hacia un endeudamiento que quizás ya hoy esté en algunos casos fuera de control, así como a una gran subida de impuestos y a la previsible inflación que seguirá a sus políticas de expansión monetaria, con todo lo cual se acabaría asfixiando al libre mercado y a la iniciativa privada. Grecia ya tiene una deuda pública equivalente al 175% de su Producto Interior Bruto, lo que no impide que la Syriza que acaba de llegar al gobierno quiera aumentar mucho más el gasto público, por lo cual los griegos van a servir en breve plazo de demostración de la ruina que estas políticas suponen para la economía. Que el tercer partido más votado en aquel país sea un partido nazi, refuerza aún más la evocación que, con cierta sordina, estamos haciendo de los terribles tiempos que precedieron a la Segunda Guerra Mundial.

     Asimismo, aquella necesidad de encontrar culpables de lo que pasa de la que también hablábamos antes ha emergido con fuerza en los países más afectados por la crisis, y llevado a buscar chivos expiatorios sobre los que volcar las pulsiones revanchistas: estas se concentran hoy, por un lado, y de forma evidentemente justificada, en unas clases políticas corrompidas que, de forma semejante a las que no supieron evitar ni la Primera Guerra Mundial ni la crisis del 29, no han sabido evitar la crisis actual; pero es que además esas desacreditadas clases políticas se han enriquecido en gran número de manera delictuosa mientras llevaban a la ruina a las instituciones económicas y al grave deterioro a las instituciones políticas. Sin embargo, de forma declaradamente irracional esta vez, ese afán de revancha se ha volcado también sobre las instituciones económicas que, contradiciendo a quienes las critican, están incluso respaldando el sobreendeudamiento de los estados: para una mayoría de catalanes, por ejemplo, la culpa de su déficit la tiene el Estado español que, por el contrario, sigue respaldando los despilfarros de la Generalidad. Y asimismo, para un gran número de españoles o de griegos, la culpa de nuestros apuros económicos la tiene la Troika  –el Banco Central Europeo (BCE), el Fondo Monetario Internacional (FMI) y la Comisión Europea (CE)–, que no nos presta el dinero suficiente para seguir sosteniendo nuestro nivel de gastos. Esas culpas están especialmente encarnadas en Angela Merkel, que solo es la representante del país que más préstamos realiza, no el único, y a todos ellos se les exige que sigan respaldando el endeudamiento cada vez más desorbitado de nuestros estados. Y sin embargo, si los hombres rigiéramos nuestros comportamientos teniendo en cuenta la experiencia, a estas alturas debería resultarnos evidente que estos procesos en los que las sociedades se mueven disponiendo de más riqueza de la que realmente tienen, van generando burbujas económicas que acaban conduciendo tarde o temprano al colapso. Y de ahí en adelante, quién sabe hacia dónde.

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