Es
ya opinión generalizada entre los historiadores considerar que la caída del
Imperio romano no aconteció primariamente a causa de las invasiones bárbaras.
Un mal previo y más profundo preparó la catástrofe, que podríamos enunciar
diciendo que consistía en un estado de desidia y abatimiento de los propios
ciudadanos romanos, que habían renunciado a defender su sociedad, no por otra
razón, en última instancia, que porque se creían demasiado seguros. Dice Ortega
precisamente que “todo lo valioso que el hombre ha hecho lo ha hecho porque se ha sentido perdido y como sin remedio, y
viceversa, todas sus desgracias y desastres vinieron siempre de que un día se
creyó demasiado seguro”. Así que aquellos romanos, antes de ser
invadidos, habían renunciado a defenderse; la invasión fue, pues, algo
secundario y sobrevenido a posteriori. El historiador Pierre Grimal lo confirma:
“Los
romanos, como suele acontecer, habían ido olvidando poco a poco el oficio de
las armas. La prosperidad material del “siglo de oro” es en buena parte
responsable de tal desafección. Cuando es posible comerciar, enriquecerse,
vivir en la paz y el bienestar, ¿quién escogería la precaria existencia de los
soldados?”. Cioran añade nuevos matices a esta idea: “Los romanos no desaparecieron de la superficie
de la tierra a causa de las invasiones bárbaras, ni del virus cristiano; un
virus mucho más sutil les resultó fatal: Una vez ociosos, tuvieron que afrontar
el tiempo vacío (...) La temporalidad huera caracteriza el aburrimiento. La
aurora conoce ideales; el crepúsculo solamente ideas, y en lugar de pasiones,
la necesidad de diversión (…) Un pueblo colmado sucumbe víctima del tedio, como
un individuo que ha ‘vivido’ y que ‘sabe’ demasiado”. En
conclusión, y dado que la naturaleza no soporta el vacío, lo que los bárbaros
hicieron al invadir el Imperio fue, precisamente, ir a cubrir el vacío que el
desistimiento de los romanos había dejado.
En
Europa, hoy, también nos sentimos demasiado seguros. Y en España, no digamos.
Seguros de que, en lo esencial, nada va a perturbar nuestro modo de vida. Como
ejemplo o síntoma podríamos poner la irrelevancia que ha tenido la noticia de
que, en diciembre, el juez Pablo Ruz ha procesado a 15 presuntos
yihadistas que formaban una célula en Madrid dedicada a reclutar a
musulmanes para integrarse en el Estado islámico y combatir en Siria, liderados
por Lachen Ikassrien, ex preso de Guantánamo. En el auto
de procesamiento, previo a la apertura de juicio, Ruz imputa un delito de
integración en organización terrorista a estas 15 personas, nueve de las cuales
-cinco marroquíes, dos españoles, un búlgaro y un argentino- fueron detenidas
el pasado junio; los seis restantes están en busca y captura y al menos dos de
ellos viajaron presuntamente a Siria para enrolarse en el grupo de Al Qaeda ISIL (Estado Islámico de
Irak y Levante). Se les
acusa de haber captado mediante la célula llamada Brigada Al-Andalus,
al menos, a nueve radicales desde Marruecos y España para luchar en países como
Siria e Irak. Según el juez, los procesados formaban parte de una célula
establecida en Madrid que se dedicaba a "labores de captación, radicalización y
posterior envío de muyahidines para realizar acciones terroristas a zonas de
conflicto armado, todo ello con el objetivo principal de la instauración de
la UMMA (Nación
Islámica Universal) mediante la yihad islámica o guerra santa, siguiendo las
directrices marcadas por los dirigentes de Al Qaeda". A los
radicales los captaban, entre otros lugares, en la mezquita de la M-30. Por otro lado, uno de los procesados que se
cree que se trasladó a Siria, Hicham Chentouf, estuvo realizando
labores de imam en la mezquita de Yunquera de Henares (Guadalajara) y fue
recomendado para ese puesto desde la mezquita de la M-30.
Una
noticia así, parecería que los españoles la hemos considerado ubicable en un
recuadro no muy destacado de la sección de “Internacional” de la prensa, como
si no fuera con nosotros. Y sin embargo, el contexto de la noticia es que,
tanto en España como en el resto de Europa hemos alojado a una numerosísima
población musulmana que muy mayoritariamente se confina en guetos voluntarios,
que sus miembros no quieren en absoluto incorporar o adaptarse a los valores y
al modo de vida de las sociedades que les han acogido, y que, como demuestran
las encuestas, son en gran número explícitamente hostiles a la civilización
occidental y, correlativamente, simpatizantes de los grupos integristas. Más
datos del contexto: los ámbitos en los que los integristas realizan sus labores
de captación son las mezquitas, construidas de modo fundamental –y de modo
fundamentalista– con financiación de Arabia Saudí, un país declaradamente
integrista. Y otro dato más, bastante relevante para los españoles: sus
ideólogos consideran que el estado español es un estado usurpador, puesto que
para ellos España es Al-Ándalus, y entre sus prioridades dentro del proyecto
que conduce a la instalación del Estado Islámico universal está la de recuperar
España para el Islam. En ese caldo de cultivo, que aparezca una célula
terrorista en nuestro país no debería ser considerado como algo abstracto,
marginal o anecdótico.
Deberíamos
de sentirnos inseguros. Y aún más, alarmados. Incluso deberíamos de dejar de
arrinconar intelectual y socialmente a quienes ya nos sentimos alarmados
emitiendo ese extemporáneo, injusto y ofensivo juicio de valor que a ojos de
muchos nos presenta como racistas. El problema a corto y medio plazo no tiene
más solución que la policial. A largo plazo, o les exigimos, a través de la
educación y del control inmigratorio, adaptarse a los valores desde los cuales
les acogemos… o acabarán venciendo.
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