“La
mujer vive en perpetuo azoramiento, porque vive en perpetuo encubrimiento de sí
misma. Una muchacha de quince primaveras suele tener ya más cantidad de
secretos que un viejo, y una mujer de treinta años guarda más arcanos que un
jefe de Estado” (Ortega y Gasset(1)).
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“Eso que llamamos el amor de un
hombre a una mujer ha comenzado, y en sus rebrotes ha recomenzado siempre, no,
como pudiera creerse, por el entusiasmo hacia la mujer próxima de la misma
tribu o clase social, sino, al revés, por imaginar la mujer distante, distante en
el espacio o en el rango. Una y otra vez la mujer ha inaugurado su carácter y
condición de amada bajo el aspecto de princesse lointaine, y no es ninguna casualidad que, cuando las
costumbres aproximan excesivamente hombre y mujer, el sentimiento amoroso se
volatilice y sobrevengan esos extraños vacíos de amor que caracterizan ciertas
épocas” (Ortega y Gasset[2]).
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