Silvina Ocampo |
“La mujer elegante, con frecuencia, no es la más interesante (…) La
elegancia se convierte en un oficio y, a fuer de tal, en una servidumbre, la
más dura y constante. La «elegante» está todo el día al servicio de su
elegancia (…) Ya esto basta para que no pueda interesar. La admirable mujer que
ahora nos preocupa revela en todo su ser un tesoro compuesto de horas de
soledad. Se ve que abre en cada jornada un largo espacio para sí, que se
liberta de «los demás» (…) Esta mujer se ve que no va a todas partes, que no
acepta el repertorio común de posibilidades, sino que elige y se queda con
algunas, muy pocas. Y este divino gesto de elegir —dejar muchas, retener una—
domina toda su persona. En su traje, las modas colaboran, pero rebajadas en un
tono, como si una mano puesta sobre ellas las hubiese vencido. Y, sobre todo,
la máxima diferencia: las demás mujeres que hay aquí parecen estar aquí
enteras. Esta, en cambio, permanece ausente; lo mejor de sí misma quedó allá
lejos, adscrito a su soledad, como las ninfas amadríadas, que no podían
abandonar el árbol donde vivían infusas. He aquí la razón de nuestro interés.
Interesa lo que se presume y no se ve” (Ortega y Gasset[1]).
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