Hay una contraposición esencial entre los existencialistas y
Ortega. Heidegger dice que el hombre es un “ser para la muerte”, que ese es,
pues, el fatal destino de todo lo que hacemos. Consecuente con ello, Sartre y
Camus vienen a concluir que la vida comienza al otro lado de la desesperación; en suma, que no hay
nada que esperar… salvo la muerte; todo lo demás es provisional y con esa fecha
de caducidad, si no antes.
Sin embargo, y en sentido contrario, Ortega pregunta: “¿Es
posible –literal y formalmente– un humano vivir que no sea un esperar? ¿No es
la función primaria y más esencial de la vida la expectativa y su más visceral
órgano la esperanza?”[1].
Y asimismo, su discípula María Zambrano decía: “La
esperanza es la substancia de nuestra vida, su último fondo; por ella somos
hijos de nuestros sueños, de lo que no vemos ni podemos comprobar”[2]. Es decir, que suprimir la
esperanza, como proponen los existencialistas, equivale, según Ortega y
Zambrano, a suprimir la vida, que existiría en la medida en que transcurrimos
hacia alguna meta… alguna meta diferente de la muerte, claro. No sólo es
cuestión de filosofías, Ortega y Zambrano vienen a decir que es algo incrustado
en el organismo humano: existe la vida, pues, en la medida en que hay un
trayecto que recorrer hacia alguna meta que mejora lo que hay (vamos de lo peor
hacia lo mejor, claro; si no, faltaría el estímulo para ir hacia ello… para
vivir). La esperanza es no sólo un estado de ánimo, sino una condición
biológica. Y la desesperación que, con unos u otros matices, los
existencialistas proponen es una forma de anticipar la muerte.
[1]
Ortega y Gasset: “El hombre y la gente”, O. C. Tº 7, Madrid, Alianza, 1983,
pág. 112.
[2] María
Zambrano: “Hacia un saber sobre el alma”, Madrid,
Alianza, 1987, pág. 94.
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