(publicado en El Correo de Burgos el 9-XII-2008)
Es posible comprobar cómo la historia se empeña a veces en seguir unas pautas prefijadas de un modo tan reiterativo que es como si quisiera que ineludiblemente aprendiéramos determinadas lecciones. Pero los hombres, reticentes, parece que no queremos saber de ella más que aquel “homo antecesor” de Atapuerca que cuentan que cuando era adolescente le llevó un día las notas de la escuela a su padre, el cual, desesperado, se lamentaba: “Hijo mío, pase que me suspendas Lengua y Matemáticas… ¡Pero que me suspendas en Historia, cuando sólo llevamos dos páginas…!”.
Esas dos páginas se han convertido a estas alturas en un montón de tomos, pero lo que aún permanece constante por parte de demasiados es la misma escasa aplicación que manifestaba aquel descuidado adolescente, lo cual vendría a demostrar que la evolución no ha tenido excesiva prisa en dar sus pasos desde entonces, al menos en cuanto a la comprensión del significado de la historia, y singularmente de aquellos asuntos de los que nos advirtió el mismísimo Jesucristo cuando dijo aquello de que “todo reino dividido acaba en la ruina, ninguna ciudad o casa dividida puede subsistir” (Mateo, 12, 22).
Para comprobarlo, repasemos un poco la en este sentido recalcitrante historia de Occidente: empecemos recordando cómo las antiguas ciudades-estado griegas demostraron gran pujanza y vitalidad, hasta el punto de que, unidas, consiguieron rechazar, en las Guerras Médicas de principios del siglo V a. C., los intentos anexionistas del Imperio persa, que en principio contaba con una fuerza militar inmensamente superior. En congruencia con esa gran victoria, las décadas que siguieron fueron las mejores de la historia de Grecia. Pero finalmente divididas, las ciudades-estado malgastaron su fuerza más adelante, en las devastadoras guerras intestinas del Peloponeso, que tuvieron lugar en el tercio final del mismo siglo.
El Imperio romano, por su parte, fue una potencia expansiva y civilizadora mientras su “modelo territorial” fue una derivada de su fuerza aglutinante. Pero a partir del emperador Cómodo, que empezó a gobernar en el 181, comenzaron las “invasiones pacíficas” de los bárbaros. Se empezó así a diluir aquella potencia unificadora que Roma significó, y fueron apareciendo tendencias centrífugas por todos los lados. Llegó a haber generales que, ensoberbecidos dentro de su trozo de mapa cual si fueran unos lendakaris cualesquiera, declaraban su independencia frente al poder de Roma, dejaban de pagar impuestos al Imperio e incluso fundaban sus propios cultos religiosos. Los bárbaros empezaron a moverse como Kepa por su casa, hasta que los hérulos, de un simple manotazo destituyeron en el 476 a Rómulo Augústulo, el último emperador de Roma.
En la España visigoda, Leovigildo, que reinó entre el 572 y el 586, marcó el punto de inflexión de una curva ascendente al unificar casi toda la Península bajo su poder. Su hijo Recaredo culminó la labor al dirigir la conversión de los godos gobernantes al cristianismo, con lo que también se reforzó la unión entre aquellos y la población hispanorromana. Pero las banderías y divisiones posteriores (el llamado “morbo gothorum”) culminaron en las luchas fratricidas entre el Rey Rodrigo y los herederos de Witiza, el anterior rey, que abrieron las puertas a la invasión de los musulmanes del 711, los cuales, debido a la debilidad de aquel estado visigótico fragmentado, apenas tardaron tres años en controlar toda la Península.
Abderramán III se independiza de Damasco y se nombra a sí mismo califa en Córdoba en 929. Consiguió entonces, por fin, unificar Al Andalus sometiendo a las distintas tribus, a los nobles y a los muladíes, que desde la misma invasión de dos siglos antes habían protagonizado rebelión tras rebelión. Esa unificación de Al Andalus tuvo su habitual correlato: el siglo X fue el gran siglo de oro de la España musulmana. Pero las disensiones tribales latían aún por debajo de la unidad conseguida, hasta el punto de que en el 1031 se dividió Al Andalus en veintiséis reinos de taifas, prototipo español de fragmentación territorial, con lo que se puso en marcha un declive irreversible que sólo retrasarían las sucesivas invasiones de almorávides, almoades y benimerines, islamistas fanáticos procedentes del norte de África.
En 1479 quedan unidas Castilla y Aragón bajo una misma Corona, la que portaban Isabel y Fernando. La energía colectiva que se desencadenó a partir de esa unificación dio de sí para la realización de numerosas y trascendentales empresas: para empezar, los Reyes Católicos pusieron fin a una larga época de guerras civiles, protagonizadas por una nobleza que con ellos, e inaugurando así la Modernidad, empezó a ser una clase social en recesión. Completaron también la Reconquista. Patrocinaron el descubrimiento de América. Sentaron las bases del Estado moderno tanto en el aspecto burocrático y técnico como en el de la política exterior, en el terreno militar y en el del orden público (con la formación de la primera policía europea: la Santa Hermandad). En suma: los Reyes Católicos, tras la unificación de España, abrieron las puertas de Europa a la Era Moderna. Según vamos viendo, sería desidia intelectual concluir que la relación entre ambos hechos es casual.
Podríamos decir que, en sentido contrario, 1898 fue el año en que se puso en marcha de manera ya clara un proceso de desintegración de nuestra unidad nacional, que no sólo acabó en la definitiva independencia de las últimas provincias de ultramar, sino que afectó gravemente a la autoestima de los españoles como tales. Intentando mimetizar, en una especie de “¡sálvese quien pueda!”, los procesos independentistas que habían tenido lugar allende los mares, surgieron en la Península, o al menos empezaron a ser significativos, los partidos nacionalistas (sirva como detalle expresivo de ello el hecho de que la bandera independentista catalana luce una estrella, a imitación de la que incluyó en la suya la Cuba independiente). La falta de cohesión social subsiguiente a la crisis del 98 se tradujo asimismo en un virulento radicalismo que impregnó desde entonces con una intensidad especial los conflictos sociales que sufrió nuestra nación, lo cual tuvo su trágica culminación en la nefasta guerra civil.
Que nuestros gobernantes son descendientes directos de aquel adolescente de Atapuerca tan mal dotado para asimilar las enseñanzas de la historia lo demuestra el hecho de que, por encima de barnices propagandísticos, ahora mismo están gobernando en la dirección que esa misma historia se ha empeñado en demostrarnos que es errónea: la que atenta contra la unidad nacional. La historia, sin embargo, es tozuda, y seguro que seguirá empeñada en volver a la carga con sus pretensiones. Al día de hoy, sin embargo, aún no sabemos cómo lo hará.
Javier Martínez Gracia, miembro de UPyD de Burgos
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