(publicado en El Correo de Burgos el 8-XI-2008)
Debatiendo hace poco con un buen amigo que vive de cerca los asuntos sobre los que departíamos, me asaltó una duda desasosegante: aquellos que resisten en el País Vasco la amenaza cotidiana del terrorismo y el acoso despiadado del nacionalismo en general (estoy hablando de los últimos héroes que le quedan a España), ¿no habrán hecho una mala opción vital? ¿No estarán echando su vida a perder en una batalla que es posible que haya que dar por perdida a estas alturas?
Efectivamente, las actitudes del Gobierno y su partido durante estos últimos años, favorables al entendimiento político no ya con unos nacionalistas montaraces, sino incluso con los terroristas, dejan abandonados a su suerte a todos aquellos que llevan décadas arriesgando su vida por unos principios y una fidelidad al Estado sancionado en nuestra Constitución que hoy se han puesto en almoneda.
Los nacionalistas no pierden ninguna oportunidad de dejar claro que su objetivo irrenunciable consiste, ni más ni menos, que en la desintegración del Estado español. Por otra parte, los partidos políticos mayoritarios, no sólo el PSOE, sino también, en menor medida, el PP, especialmente el que salió remozado de su último Congreso de Valencia, están empeñados en entenderse con esos nacionalistas; incluso en “caerles bien”. Sería una inconsecuencia intelectual no sacar la ineludible conclusión que se deduce de esas dos premisas previas: si la ciudadanía española no lo remedia, vamos camino de la destrucción, o al menos degradación, del legado que nos han transmitido muchos siglos de historia: la nación española. En este contexto, tan favorable a los nacionalistas, ¿no pasa a ser inútil seguir arriesgando la vida desde, por ejemplo, una Concejalía de Deportes, como era el caso de Miguel Ángel Blanco, por un estado y una nación que se baten en retirada? Aquella gallarda actitud de nuestro paisano, José Antonio Ortega Lara, que al ser liberado por la Guardia Civil agradeció al entonces Ministro del Interior, Jaime Mayor, no haber cedido a las condiciones que ETA ponía para su liberación (el acercamiento de sus presos al País Vasco), ¿no quedaría puesto hoy en evidencia como un síntoma de inadaptación a una situación en la que el mismo Gobierno ha dejado demostrada su disposición a la negociación (no sólo hablo del pasado)?
¿Vale, pues, la pena seguir dando la batalla y arriesgando la vida si la guerra, tal como la entienden los que aún resisten, es posible que haya que darla por perdida?
Miguel de Unamuno, vasco de pro, hablando del esfuerzo que dedicaba a una lucha por unos ideales que sabía inasequibles, por una vez no tenía dudas: “Yo quiero pelear sin cuidarme de la victoria –decía–. ¿No hay ejércitos y aun pueblos que van a una derrota segura? ¿No elogiamos a los que se dejaron matar antes que rendirse? Pues ésta es mi religión”. Y aún más: “Me he acostumbrado a sacar esperanza de la desesperación misma (…) Sólo espero (…) de los que luchan sin descanso por la verdad y ponen su vida en la lucha misma más que en la victoria”.
La calidad moral de una persona no la deciden sus éxitos sociales sino su actitud, su manera de estar en el mundo, el tipo de luchas y de esfuerzos escogidos para dar contenido a su vida. No, por tanto, las victorias o los frutos obtenidos, pues éstos dependen en última instancia de que el azar, la fortuna o el mundo externo estén de su parte. Poner el éxito como objetivo prioritario significa que el propio catálogo de valoraciones morales es una instancia subordinada que hay que adaptar a aquel objetivo. Así que lo que ha de decidir por dónde han de orientarse las opciones vitales no puede estar fundamentado en el éxito o la victoria eventuales, sino en lo que en conciencia uno considera que debe hacer. Y todavía más: si en las cosas importantes uno escoge mal, arrastra toda su personalidad hasta el degradado nivel de esa mala opción. Vale esto también para los colectivos sociales: si, por ejemplo, una sociedad considera aceptable negociar sus destinos políticos o históricos con una banda criminal, o incluso con partidos políticos que tratan de destruirla como tal sociedad, ha de recomponer todo su esquema valorativo hasta adaptarlo al nivel de extravío moral en que tales opciones se vuelven permisibles, hasta llegar al punto en el que los receptores encargados de avisar del correspondiente dolor moral han quedado anestesiados.
Por eso es tan importante contar con aquellos héroes que aún resisten, sobretodo en el País Vasco. Ellos están marcando la altura moral a la que un pueblo no puede renunciar sin que su alma enferme y sin verse abocado al extravío. Hablaba Chesterton de esa paradoja de la Historia que hace que “cada generación sea convertida por el santo que más la contradice”. Si esto es así, se hace preciso que en el actual reino de lo posible y de las rentabilidades a corto plazo exista esa clase de heraldos que vienen a contradecir lo establecido y a anunciar la alternativa de ese otro reino de lo necesario y moralmente ineludible a cuya verdad estamos llamados a convertirnos si no queremos ser una generación cuya irresponsabilidad grave irremisiblemente en sus consecuencias a las que han de venir después.
Javier Martínez Gracia, miembro de UPyD de Burgos
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