(Publicado en El Correo de Burgos el 14-IV-2009)
Decía Ortega que el hombre es un ser futurizo, volcado hacia el futuro, un ente dinámico que transcurre entre lo que es en el inmediato presente y lo que su imaginación ha previsto que sea en el futuro. “La vida –decía más en concreto– es una operación que se hace hacia delante. Vivimos originariamente hacia el futuro, disparados hacia él”. “La vida –le ratificaba su discípula, María Zambrano– viene del futuro (…) es futuro abriéndose paso”. Dejemos esto apuntado como primera premisa del silogismo que tratamos de exponer.
Para dar enunciado a la segunda premisa, adentrémonos, haciendo una especie de reducción fenomenológica a lo más esencial, en el cogollo de lo que podemos entender que son las causas de la crisis que estamos sufriendo: el mundo, singularmente el mundo occidental, ha vivido por encima de sus posibilidades. Se ha endeudado, ha hipotecado su futuro para poder vivir el presente con más intensidad; hemos disfrutado de casas, coches, viajes y bienes de consumo en general para los que, si hubiéramos tenido la perspectiva adecuada, habríamos tenido que esperar, que desplazar hacia el futuro la posibilidad de su disfrute. Nos hemos dicho: “vivamos el momento”, y el que venga detrás (nosotros mismos el día de mañana), que arree.
Nuestra cultura posmoderna se relaciona mal con el futuro. Peor aún: tendemos a actuar como si el futuro no existiera. Nuestro proyecto de vida, colectivamente hablando, no es, en realidad, tal proyecto: estamos atrapados por el sensualismo y el corto plazo, sólo creemos en lo que vemos y tocamos, actuamos motivados por estímulos más o menos inmediatos. Dicho de otra forma: habitamos en esa zona superficial de la realidad que constituye el aquí y el ahora. Nuestro paisaje vital carece de horizontes, vivimos sólo en el presente, así que hemos atraído hacia él todo lo que hubiéramos debido reservar para el futuro. Nos hemos trasegado de una vez el menú de toda la semana; ahora viene el camarero y no tenemos con qué pagar (ni con qué encargar más menús).
Si la conclusión a la que habría de llevarnos el silogismo que estábamos construyendo la expresáramos en términos médicos, estaríamos ya en condiciones de señalar cuál es el principal síntoma de la enfermedad: sobrepeso. Y apuntar el diagnóstico: incapacidad para ejercitar las funciones vitales que nos relacionan con el futuro, con las metas, con algún tipo de finalidad; en suma, no hemos sabido esperar, no hemos tenido la sensatez de aceptar nuestras limitaciones a la hora de conducir nuestra vida. Pero atención: no estamos hablando de funciones prescindibles, porque afirmaba también Zambrano que “el hombre es el ser que se constituye en vista de una finalidad”, esto es, que, como decíamos al principio, prolonga su presente en pos de unas metas futuras, de modo que a través del trayecto entre aquél y éstas vaya creciendo, acercándose a su ideal. ¿Qué ocurre cuando faltan esas metas, de qué insidioso modo avanza la enfermedad? Nietzsche lo enunció hace más de un siglo: “La desilusión sobre una supuesta finalidad del devenir es la causa del nihilismo”. Ya tenemos, pues, determinado el nombre de la enfermedad: nihilismo, también conocida como ausencia de valores. Ahora toca prescribir el tratamiento, cosa que también dejamos para Nietzsche: “Es preciso conocer tu fin, tu horizonte, tus impulsos, tus errores, y principalmente el ideal y los fantasmas de tu alma, para determinar lo que la palabra salud significaría hasta para tu mismo cuerpo”. No hay más remedio: una dosis elevada de ideales todos los días nada más levantarse o el colesterol que produce la ingestión desmedida de tanto “aquí y ahora” acabará con nosotros.
Pero, ¿qué hacen, mientras tanto, nuestros gobernantes, qué medidas están proponiendo para enfrentarse con la crisis? Pues lo que, en síntesis, vienen a proponer es aumentar el gasto público, o cuando menos mantenerlo por encima de los ingresos y, por tanto, endeudar más a la sociedad. Lo cual significará subir los impuestos no ya a las generaciones presentes, sino también a las futuras. Es decir, proponen apagar el fuego echándole gasolina, seguir devorando futuro para mantener apuntalado un presente que se derrumba. De esta forma, nuestros gobernantes están actuando como lo que son: expresión del problema, no parte de la solución. La casta política que hoy nos rige es una última floración del viejo mundo que ha entrado en su crisis probablemente terminal, un mundo –¡tan vulnerable a la corrupción!– en el que todo está regido por la rentabilidad inmediata, y en donde los proyectos a largo plazo han dejado de tener consistencia. Son esa clase de políticos los que han dirigido este proceso que ha llevado a la sociedad a quedarse sin futuro. La tarea que han dejado a los políticos encargados de la necesaria regeneración del oficio será, precisamente, despejar la niebla que nos está velando la visión de los paisajes lejanos (“el hombre es un ser de lejanías”, decía Sartre). La inmediata tarea para el futuro será, curiosamente, la de reconstruir el futuro.
Javier Martínez Gracia, miembro de UPyD de Burgos
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