(Publicado en El Correo de Burgos el 2-VII-2009)
Cuando Emile Michel Cioran escribió en 1933 su primer libro, “En las cimas de la desesperación”, afirmó en él: “Es evidente que, de no haberme puesto a escribir este libro a los veintiún años, me hubiese suicidado”. Más adelante explica cómo llegó a redimirse a través de la escritura: “Existen estados y obsesiones con los que no se puede vivir. La salvación ¿no podría consistir en confesarlos?”.
Sigmund Freud escribió mucho a propósito de esta parte de nuestra intimidad que no nos podemos confesar ni a nosotros mismos y con cuyo caudal alimentamos ese gran depósito que en nuestra mente forma el inconsciente. Nos es imprescindible tener un relato sobre quiénes somos, una narración en la que encajar lo que va siendo nuestra vida; pero para tener un criterio a partir del cual saber lo que debemos hacer o interpretar lo que nos pasa, tan imprescindible como disponer de tal relato es que además tenga sentido. Así que nos convertimos en implacables cancerberos del acervo de nuestras experiencias y, de todas ellas, dejamos pasar para incorporarlas a nuestro relato vital sólo a aquéllas que tienen sentido o que, al menos, no lo distorsionan gravemente. De todas las demás, una gran parte va a parar al limbo de lo insignificante, y es aquélla restante que entra en seria contradicción o que de alguna forma atenta contra la credibilidad y congruencia de nuestro relato vital la que va configurándose como secreto inconfesable, incluso para nosotros mismos, que, en el límite, acaba por ser excluida de la conciencia y de la memoria.
Pero ya decía Nietzsche que “todas las verdades silenciadas se vuelven venenosas”, y si encuentran en nuestra mente algún resquicio por donde colarse, amenazarán con anegarnos en el mismo absurdo que a Cioran le llevó al borde del suicidio y a otros, en un postrero y patético intento de defender un relato, aunque sea ficticio, a través del cual sentirse a salvo, les empuja a esa forma extrema de negación de la realidad que es la locura. Esto último es lo que le pasó a Tetro, el protagonista de la última película de Francis Ford Coppola, en los tiempos en que aún era Ángelo, y que sólo salió de la institución psiquiátrica cuando, enterrando en lo más profundo de su mente sus inconfesables secretos, no tuvo que hacer frente a un relato de sí que no le era posible aceptar, sino que simplemente cambió de relato, mató a su personaje anterior y construyó ex novo otro diferente: Tetro, precisamente. “Tetro”: una gran película ésta de Coppola (me deja ojiplático alguna crítica negativa de esos que “entienden” de cine, como la de Carlos Boyero en El País). No esperábamos menos del director de “El Padrino” y “Apocalypse Now”. Lástima que cuando este artículo salga a la luz, ya estará seguramente fuera de cartel y no servirá de mucho recomendarla a quienes no la hayan ido a ver.
Ángelo, el anterior e insoportable alter ego de Tetro, llegó a hacer, sin embargo, un hermético relato de sí mismo, una novela autobiográfica, escrita en clave, que en el hospital psiquiátrico siempre llevaba consigo, pero de la que a nadie llegaba a decir nada. Había conseguido, pese a todo, hablar en ella de su vida pasada, era su confesión, pero una confesión interrumpida e improductiva, porque no lograba ponerle un final, es decir, que tuviera sentido. Por ello acabó relegando ese relato al trastero de lo definitivamente inconfesable, repudiando una novela que llegó a demostrarse que, con un buen final, hubiera sido capaz de conducirle al éxito. Prefirió vivir en la falsedad de un nuevo personaje que, para existir, tenía que negar todos sus vínculos con el pasado, amputar los rastros de su historia personal. Ángelo, mientras perdurase lo inconfesable, tenía que morir para que Tetro viviese. Por eso, en un crucial momento de la película, le dice a Miranda, su maternal pareja y ex psiquiatra: “No quiero que nadie me salve”. (Miranda es interpretada por Maribel Verdú, que quizás –no la conozco tanto como para estar seguro– haya alcanzado aquí la cota más alta de su carrera).
Decía Ortega (todos lo sabemos a estas alturas): “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella, no me salvo yo”. Son enunciados filosóficos que no sólo tienen aplicación a la hora de entender la vida de los individuos, sino también la de los pueblos. No me cuesta mucho imaginar que los españoles presentamos hoy una imagen asimilable a la del Ángelo de Coppola, abrazado en aquel psiquiátrico a su novela escrita en grafías incomprensibles (inconfesables), porque no hemos llegado aún a construir un relato de lo que somos que tenga sentido para todos, y, extraviados, tratamos de negar lo que somos y construirnos de la nada o de la falsificación una nueva identidad. Como Tetro, hemos querido incluso amputar de nosotros el mismo nombre, España, así como los símbolos que la representan, levantando ante su mera presencia un sinfín de suspicacias. La lengua común en la que nos entendemos la hemos arrinconado, camino de excluirla, en varias regiones, y en las demás lo seguimos consintiendo cuando votamos a los partidos que lo propugnan; la malquerencia entre unas regiones y otras sigue avanzando. Tratamos asimismo de ignorar o deformar nuestro pasado y nos empeñamos, como Tetro, en sustituirlo por el que los nacionalismos han ido delirando. Como Tetro, los españoles, en buena parte, nos estamos convirtiendo en un ser incomprensible, imprevisible, que, embarcado hoy en este periplo zapateril, no quiere recordar de dónde viene ni aspira a saber a dónde va y no soporta las preguntas sobre quién es. Corremos un grave peligro de vivir al margen de nuestra circunstancia, de nuestro pasado, de nuestra realidad. Y como Tetro, para que sobreviva ese personaje que hemos ido inventando, parece también que “no queremos que nadie nos salve”.
Pero esa circunstancia que tantos, en España, quieren ignorar, lo admitamos o no, forma parte de nuestro ser colectivo. Y aún más: si no la salvamos a ella, no nos salvaremos nosotros.
Un genio este Coppola.
Javier Martínez Gracia, miembro de UPyD de Burgos
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