(publicado en el Diario de Burgos, 28 de julio de 2008)
Los antiguos griegos decían que el ser de las cosas, lo que auténticamente eran, más allá de las apariencias, residía en su naturaleza. Y, de forma dominante, entendieron que la naturaleza de las cosas consistía en aquello que fueron en el principio, en el momento en que se originaron. Hubo que esperar a Aristóteles para que, a través de su concepto de la “causa final”, las mentes se abrieran a la idea de que el ser de las cosas esperaba al final, que el tiempo trabajaba a favor de que lo que una cosa era en potencia fuese actualizándose hasta lograr realizarse, hasta alcanzar su forma, lo que el fundador del Liceo ateniense denominó “entelequia”.
Recuerdo los tiempos de la Transición, en los que la ideología marxista nos salía por las orejas a todos los que, en mayor o menor medida, participábamos del movimiento estudiantil. Recuerdo cómo, impregnados asimismo de la perspectiva naturalista, justificábamos a Marx diciendo que, en su origen, en su estado puro, el marxismo era una buena teoría, que no podíamos juzgar tales ideas a la luz de sus resultados, porque el traidor Lenin, y el requetetraidor Stalin, habían pervertido una teoría que, como hubiera dicho Rousseau, “era buena por naturaleza”. El pensamiento habitualmente llamado “progresista”, paradójicamente, ha solido adolecer de la falta de conceptos como aquellos que en la antigua Grecia proporcionó Aristóteles, destinados a valorar una cosa no por lo que pretenda haber sido originalmente, sino por lo que demuestre ser después de progresar hasta el final.
El Estado de las Autonomías, tal y como se presentó en el momento de nacer (en su momento “natural”), pretendía resolver los lastres que como nación arrastrábamos desde, sobretodo, el siglo XIX, en que las pugnas entre el carlismo absolutista y el liberalismo no concluyeron en el definitivo carpetazo a los diversos fueros y privilegios regionales que habían sido característicos de la organización territorial de todo el Occidente en la Edad Media. Aquí, en España, se acabaron entendiendo esas “diferencias” entre regiones de forma esencialista, como caracteres definitorios irrenunciables, y no como lo que realmente eran: el producto de un retraso histórico que las demás naciones de nuestro entorno fueron resolviendo a lo largo del período de la Ilustración.
El Estado de las Autonomías nacido en 1978 rebosaba de buenas intenciones. Podríamos decir que “era bueno por naturaleza”. Pero quedarse anclado en una perspectiva que sólo permite valorar las cosas en función de lo que eran en el origen es claramente insuficiente. Una mirada progresista debe de valorar las cosas no por lo que eran al nacer, sino por lo que son observadas desde el futuro, es decir, a la luz de sus resultados. Y treinta años después, el resultado de la organización territorial decidida en el 78 es el deshilachamiento del Estado, la pérdida de buena parte de la cultura común y de los vínculos afectivos entre los españoles (especialmente en aquellas regiones en que dominan los nacionalistas), la dispersión legislativa que debía de haberse superado ya definitivamente con la Ilustración, la profundización en la mentalidad foralista, esto es, reaccionaria, propia de los tiempos feudales, demostrada con los nuevos Estatutos de Autonomía… Y para remate, el ataque inclemente en amplias zonas del país al medio de comunicación básico de los españoles, y, consiguientemente, nuestro principal instrumento de cohesión: la lengua española.
Los nacionalistas tienen claro su objetivo final: regresar a la fragmentación medieval del territorio nacional. Y saben cuál es el instrumento clave: arrinconar la lengua común, con la intención de verla desaparecer de sus ámbitos de influencia en un plazo más o menos largo. Hablamos, de nuevo, de resultados: en España, en un tercio del territorio nacional, no es posible escolarizar, o no lo será de forma inminente, a niños y jóvenes teniendo como lengua vehicular al español.
Ya son claramente visibles los resultados hacia los que, consciente o inconscientemente, apuntaba aquel bienintencionado Estado de las Autonomías: una confederación de miniestados o, incluso, la disgregación plena de algunos territorios. En suma: desandar los pasos que la historia ha ido dando desde la Edad Media hacia la formación de las naciones modernas. Quienes tengan una visión reaccionaria de las cosas (por ejemplo, nuestros actuales gobernantes), pueden sentirse satisfechos. Pero desde una visión progresista se hace hoy ineludible la corrección del Estado de las Autonomías, articulada a través de la reforma de la Constitución, para conseguir ponernos de una vez a la altura de los tiempos.
Javier Martínez Gracia, miembro de UPyD de Burgos
No hay comentarios:
Publicar un comentario