Cuenta Ortega y Gasset que un amigo suyo visitó una vez a la hermana de Nietzsche, una vez muerto éste, y le preguntó la opinión que el filósofo alemán tenía de los españoles. Ella recordó que una vez le oyó decir a su hermano: “¡Los españoles! ¡He ahí hombres que han querido ser demasiado!”. Sobretodo, seguramente, tendría en mente el filósofo aquellos siglos XVI y XVII de nuestra historia en que nuestros antepasados se embarcaron en empresas que muy a menudo excedían no sólo los límites de la prudencia sino también los de sus posibilidades (tres bancarrotas del Estado con Felipe II y otra más con Felipe III serían suficiente demostración). El hugonote francés y enemigo de España Duplessis-Mornay decía expresivamente a fines del siglo XVI: “La ambición de los españoles, que les ha hecho acumular tantas tierras y mares, les hace pensar que nada les es inaccesible”. Y el Conde-Duque de Olivares, después de la toma de Breda en 1625 e inmediatamente antes de entrar el Imperio español en una situación económica y militar desesperada, sentenció: “Dios es español y está de parte de la nación estos días”. En fin, Don Quijote y su inflamado deseo de llevar a cabo “grandes hazañas”, incluso dentro de aquel contexto manchego que sólo daba de sí por entonces para la administración de asuntos más bien prosaicos y cotidianos, será para siempre el arquetipo de esa tendencia hacia lo excesivo que habita en el alma hispana.
Y sin embargo, María Zambrano sostenía que el sustrato básico, el elemento más auténtico del ser de los españoles, era el realismo, el apego a lo concreto, inmediato y tangible, que sirve de cauce a una vitalidad desbordante, pero rayana en la impulsividad, porque nada de ella se guarda para ser transformado ni en experiencia ni en memoria. El prototipo de este ser apegado a lo real sería esta vez Don Juan Tenorio, para el cual el disfrute de la vida no admite mediaciones ni cortapisas, ni siquiera la del riesgo que puede conllevar el perseguirlo impremeditadamente. También Lázaro de Tormes o la Celestina serían modelos ejemplares de esta manera de estar en el mundo que permite sortear las dificultades del vivir sin que la moral venga a interponer excesivos impedimentos.
La compleja interpretación que Zambrano hacía del realismo le permitía sostener que hasta la mística española era representativa de esta vinculación a las cosas inmediatas tan propia, según ella, de nuestro carácter. Sin embargo, su maestro Ortega le reprochó (sin referirse explícitamente a ella) esa visión esencialista que venía a “decretar que los españoles hemos de ser realistas, así, a la fuerza”. Y es que, a la vista de los resultados, más bien habría que resaltar que, como siempre que buscamos definir algo en profundidad, el alma española (quizás el alma de cualquier pueblo) viene a ser una entidad paradójica, la consecuencia de una mala síntesis de tendencias contrapuestas: la que le lleva a perseguir lo que nunca podrá alcanzar y la que le hace encoger su deseo hasta los márgenes mínimos que permiten abordar sólo lo que está al inmediato alcance de la mano. Un alma ciclotímica, pues, la misma de la que Unamuno dejaba constancia en estos versos:
“El Cid, Loyola, Pizarro,
Santa Teresa, la Armada,
oro, sudor, sangre, barro,
cielo, sueño, polvo… nada”
Santa Teresa, la Armada,
oro, sudor, sangre, barro,
cielo, sueño, polvo… nada”
Que no son sólo caracteres definitorios del alma hispana (tal vez entre nosotros hayan sido, sí, siempre más extremos), sino propios de todo lo que hace el hombre, lo mostrarían estos otros versos de Machado:
“El hombre es por natura la bestia paradójica,
un animal absurdo que necesita lógica.
Creó de nada un mundo y, su obra terminada,
‘Ya estoy en el secreto –se dijo–, todo es nada’.”
un animal absurdo que necesita lógica.
Creó de nada un mundo y, su obra terminada,
‘Ya estoy en el secreto –se dijo–, todo es nada’.”
Cuando siguiendo las pautas que determina la fase contractiva de esa ciclotimia, vamos descendiendo hacia la nada, la última estación que precede a la definitiva caída en el vacío es la trivialidad. Al instalarse los hombres en ella, aceptan confrontarse sólo con la capa más superficial de las cosas, dejando que cualquier tontería o frivolidad usurpe su lugar a las actitudes, no ya emprendedoras, sino simplemente responsables. Es entonces cuando sólo va quedando sitio para el hedonismo, el corto plazo, la incuria y, eventualmente, la televisión basura. Mala cosa si toca reinar a la trivialidad en momentos históricos más bien dramáticos en los que la profundidad de los problemas exigiría sacar de nosotros nuestra parte más noble y comprometida. Sería una desgracia, por ejemplo, que coincidieran en el tiempo un gobierno mendaz, inepto, desorientado y que asumiese la dirección de un proceso de desestructuración de la nación y del estado, junto a un pueblo indolente, anclado en prejuicios enfundados en apariencia de ideología que le impiden reaccionar contra la injusticia y el abuso de poder o que protege su narcosis moral tildando de catastrofistas a quienes simplemente pretenden estar a la altura que exige la envergadura de aquellos problemas. En el extremo, un pueblo así sería capaz, incluso, de sustituir inmediatamente por otro en la partida de tute al jugador que acaba de morir unos metros más allá, asesinado por una banda terrorista, para poder así seguir jugando la partida cotidiana como si nada hubiera pasado. Un pueblo así, tan disminuido en sus pretensiones, sería el exacto contrapunto (tan desmedido como aquel otro) de aquellos españoles que Nietzsche proclamó que se habían excedido en sus aspiraciones.
Javier Martínez Gracia, miembro de UPyD de Burgos
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