sábado, 20 de marzo de 2010

CÓMO NACE, CRECE Y… ¿MUERE? UN ESTADO MODERNO

(Publicado en El Correo de Burgos el 3-III-2009)

El objeto de la Historia no se agota en una simple mirada retrospectiva a los acontecimientos del pasado, sino que consiste, ante todo, en la persecución del hilo conductor que guía a ese pasado en pos de lo que hoy son las cosas, y aún más, de la aspiración futura que, siguiendo las huellas de esa trayectoria que desde el pasado llega hasta el presente, se propone como meta y realización de esta que podríamos llamar intencionalidad implícita en los acontecimientos, la cual, lejos de dejar que el azar señoree sobre ellos, los conduce hacia lo que Aristóteles llamaba su entelequia, es decir, su actualización, la realización de sus potencialidades. Como Henri Bergson decía al explicar su concepto de evolución creadora y del tiempo o duración como cauce a través del cual ésta se manifiesta, “la duración es el continuo progreso del pasado que va comiéndose al futuro y va hinchándose al progresar”. La Historia, en suma, es el campo en el que una posibilidad va al encuentro de su realidad.
Es posible rastrear el Estado moderno que hoy es España desde sus orígenes, en la República y el Imperio romanos. Sobre el magma de tribus y modos de vida social más o menos aislados y endogámicos que encontró en la Península, Roma vino a superponer un modo de vida urbanizado. La urbe, y dentro de ella el foro, fue el nuevo ámbito al que afluían las gentes a intercambiar todo lo que hasta entonces, con la relativa excepción de las regiones costeras del Sur y el Levante, permanecía enclaustrado en el autárquico modo de vida tribal. Comercio e intercambio en general; y para que pudiera llevarse a cabo, construcción de vías de comunicación (cerca de 30.000 kms. entre vías principales y secundarias a lo largo de la Península); y para regular la nueva convivencia, el Derecho; y para que fueran instrumentalmente posibles las nuevas relaciones, un idioma común, el latín. Y en fin, una religión y un modo de entender la vida que servirán también de fuente original de la que irá manando eso que un día habría de ser Occidente.

Cae en el siglo V el Imperio romano. El Estado llega casi a desaparecer. Los pueblos bárbaros (vándalos, suevos, alanos) y partidas de bandoleros (los bagaudas) arrasan la superficie peninsular. Y como efecto del vacío de poder, algunos pueblos (vascones, cántabros) regresan al modo de vida tribal. Los visigodos pactan con los últimos restos del Imperio y entran en la Península con la intención de restablecer la autoridad estatal. San Isidoro de Sevilla (560-636) da testimonio de que, en lo fundamental, lo consiguieron, pues habla de “patria” de “los pueblos de toda Hispania”. Efectivamente, los visigodos consiguieron hacer de España la entidad política más extensa y unificada y, junto a Italia, la más culta, de la Europa de aquel momento.

Pero entonces sobrevino nuestro gran parón histórico: la invasión musulmana del 711, lo que se llamó la “primera pérdida de España”. A partir del reino de Asturias y de los condados pirenaicos dio comienzo aquello que la intención histórica de la que antes hablábamos –la que nos permite ser por encima de lo que el azar decida– exigía recomponer. Desde Alfonso III, en el siglo IX, la idea de la Reconquista se hizo expresa. Fue también este rey el primero en llamarse Imperator (otros lo hicieron después); rey lo era de Asturias, “Imperator”, de toda España, la España de los visigodos, que entonces ya era sólo un recuerdo… y un proyecto. Todas las élites medievales se refirieron con frecuencia a sus respectivos reinos considerándolos integrantes de España, una España que aspiraban a restablecer en algún tiempo futuro.

Con Alfonso X (rey entre el 1252 y el 1284), la organización estatal del reino de Castilla y León, el más poderoso de la Península, sufrió transformaciones decisivas (o cuando menos, apuntó hacia ellas). Entre otras muchas cosas, llevó a cabo una recopilación legislativa, las Partidas, que habrían de servir de base a futuras elaboraciones legales que aspiraban a reunir la legislación, dispersa entonces en una infinidad de fueros. Asimismo, escogió el castellano, que era la lengua más hablada, como lengua oficial del reino. Pedro IV (1336-1387), al articular el modo de gobernar la Corona de Aragón bajo su cetro (en la que estaban incluidos el reino de Aragón, el de Valencia y el de Mallorca, el condado de Barcelona, el ducado de Atenas y Neopatria, Sicilia y Cerdeña) dio la pauta para hacerlo después con la Corona de España, al entender que había dos planos de acción política, uno superior, el que afectaba a todas esas partes de la Corona, y otro inferior, más apegado a lo inmediato y particular de cada una de ellas.

Esta división de estratos de acción política se trasladó al gobierno de la unión de Castilla y Aragón, que tuvo lugar bajo los Reyes Católicos, y que ellos mismos pretendían que fuera un primer paso hacia una futura unificación total. Pero lo que debía de haber sido una etapa transitoria de ese proceso, la dinastía de los Austrias, más atenta a los problemas que les generaban sus posesiones europeas que a reforzar la unión del Estado en España, lo convirtieron en algo crónico. Con ellos, el Estado en España sufrió, incluso, una regresión a una etapa anterior a la que supusieron los Reyes Católicos. El Conde-Duque de Olivares, valido de Felipe IV (1621-1665), consciente de la asimetría en las cargas, tanto fiscales como de hombres, con las que se afrontaban las innumerables guerras en Europa, y que asumía en exclusiva Castilla, quiso remediar tal situación dando el paso histórico que el momento demandaba, dictando medidas que reforzaran la unidad del Estado. Su decreto de Unión de Armas, sin embargo, cayó en terreno poco abonado, a causa de la en este sentido persistente incuria de los Austrias. Cataluña y Portugal, poco dispuestas a participar en las ruinosas empresas imperiales, se rebelaron, hasta el punto de que esta última se separó definitivamente, y Cataluña no estuvo lejos de hacerlo.
El primer rey Borbón, Felipe V (1700-1746), después de la guerra dinástica previa, retomó la tarea de reforzar la unidad estatal, en la que ya íbamos con retraso respecto de algunos de los principales países de Europa. A esta tarea se orientaron sus Decretos de Nueva Planta, que liberaron de trabas interiores al comercio, unificaron textos legislativos, así como la Administración, que pasó a ser común en buena parte. Pese a la visión reaccionaria que sobre estos hechos tiene el nacionalismo catalán, fue precisamente la economía de Cataluña la más beneficiada por la nueva situación.

Pero ese proceso unificador en el que decididamente se embarcó el despotismo ilustrado a lo largo de nuestro fecundo siglo XVIII, se interrumpió con las reacciones amedrentadas que, como efecto rebote, produjeron aquí las brutalidades de la Revolución Francesa, y con los subsiguientes deseos de volver al Antiguo Régimen que, a raíz de la invasión napoleónica, manifestaron amplios sectores de la población, liderados por un clero trabucaire y manifiestamente antiliberal. Esos deseos de regresar a tiempos ya sobrepasados alimentaron en el siglo XIX la reacción de los carlistas, los cuales provocaron tres guerras civiles sucesivas. El caos de la Primera República (1873-74) y su alocado cantonalismo (hasta pueblos como Camuñas o Jumilla se declararon repúblicas independientes) fue el legado que junto al del carlismo foralista, es decir, partidario de mantener los privilegios locales en materia fiscal y la dispersión legislativa propia del Antiguo Régimen –y que desgraciadamente se mantuvieron, como fórmula conciliadora tras las guerras carlistas–, recogieron los emergentes nacionalismos catalán, vasco y gallego, que tomaron carta de naturaleza a raíz del desastre de 1898.
Y en estas estamos, pues son precisamente esos nacionalismos los que hoy amenazan gravemente la viabilidad de nuestro Estado, pretendiendo echar hacia atrás la marcha de la Historia, reivindicando la vuelta a identidades tribales o a las formas de fragmentación territorial propias del medievo, con la consiguiente y renovada dispersión legislativa y las trabas al intercambio de personas y bienes, especialmente la que significa el intento de arrinconar el idioma común en sus ámbitos de influencia.

Pero si este milenario esfuerzo de construcción de un Estado moderno acaba frustrándose, la responsabilidad no recaerá en primera instancia en los partidos nacionalistas, minorías reaccionarias cuya combatividad nunca habría sido condición suficiente, sino en los partidos de ámbito nacional, singularmente el PSOE, que con su cortoplacismo, su ignorancia del sentido de la Historia y su ambivalencia a la hora de combatir el terrorismo han legitimado un proceso de desintegración de la nación y del Estado que está haciéndonos regresar a modos de identidad colectiva más propios del pasado feudal.

Javier Martínez Gracia, miembro de UPyD de Burgos


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