(Publicado en El Correo de Burgos el 11-II-2010)
Entramos en la vida sin amortiguadores. Hasta que éstos llegan, desplegamos en toda su intensidad nuestra tendencia a la exageración (“En el comienzo fue la exageración”, decía Ortega). La primera de ellas llegará a convertirse en el núcleo duro desde el que arrancan todas las psicopatologías y que, resumiendo, viene a querer decir que el mundo es peligroso y malo; la poco reconfortante contrapartida de esta exageración inaugural es que por entonces nos sentimos totalmente vulnerables e incapaces de contrarrestar esos peligros que sentimos que nos amenazan. La cálida acogida maternal es el primer e imprescindible amortiguador que deja en suspenso el desasosiego que nos produce la multiforme amenaza ambiental. Pero aún permanecerán en estado de latencia, prestas a aparecer de nuevo en cuanto fallen los amortiguadores (tal vez ya en la edad adulta), las respuestas que quedaron preparadas para responder a esas eventuales amenazas: para empezar, un estado de hiperalerta que puede llegar a hacerse crónico, con la correspondiente carga de tensión, de ansiedad y de prevención en las relaciones con los demás. Si, además, la sensación de impotencia ante aquellos peligros sobrepasa cierto umbral, se acabará desembocando en la depresión.
Esa exagerada expectativa de peligro, desproporcionada respecto de la amenaza real, tiene nombre más o menos técnico: catastrofismo. El miedo, pues, sería en estos casos previo a aquello que supuestamente lo causa, un estado de ánimo que buscaría proyectarse en el exterior inventando objetos tan temibles como los fantasmas interiores de los que proceden. El estoico Séneca decía a este respecto que “los males quiméricos alarman más, tal vez porque los verdaderos tienen medida; todo cuanto proviene de lo incierto queda a merced de conjeturas y fantasías del alma atemorizada”. Existen ya en el ámbito de la psicopatología escalas de evaluación que miden los índices de catastrofismo de las personas y que los relacionan, por ejemplo, con una mayor proclividad hacia la depresión, con la probabilidad de aparición de la fibromialgia (dolor difuso crónico) o incluso con tendencias suicidas.
A partir del Renacimiento y la Edad Moderna, el hombre aumentó dramáticamente sus niveles de desasosiego interior. Hasta entonces disponía de respuestas a lo que le inquietaba que le procuraban la providencia o el todo social. Otro estoico, Marco Aurelio, ya había dejado dicho bastantes siglos antes: “La providencia: todo fluye de allí”. Y asimismo, predisponiendo a la adaptación a lo inquietante: “Todo lo que acontece, acontece justamente, (…) y como por obra de alguien que distribuyese conforme al mérito”. También para los cristianos, la Palabra de Dios revelada era respuesta suficiente y tranquilizadora. Pero con los nuevos tiempos el hombre tuvo que aprender a dar aquellas respuestas a lo inquietante por sí mismo. Pico Della Mirandola, un humanista y pensador italiano de finales del siglo XV, en su “Discurso sobre la dignidad del hombre”, considerado como el manifiesto del Renacimiento, formulaba esa nueva manera de entender la vida a través de esta imaginaria exhortación que Dios dirigía al hombre: “No te he dado un puesto fijo, ni una imagen peculiar, ni un empleo determinado –le decía–. Tendrás y poseerás por tu decisión y elección propia aquel puesto, aquella imagen y aquellas tareas que tú quieras”. Los hombres empezaron a aprender que no había nada preestablecido, que disponían de libertad para hacer que las cosas fueran de una manera o de otra. La libertad, ya que no sobre el inamovible pasado, se proyectaba vertiginosamente sobre un futuro incierto y por construir. Ese futuro abierto es precisamente el ámbito que todos los angustiados y catastrofistas prefieren para volcar sobre él sus temores. “Miedo a la libertad” lo llamó Erich Fromm.
En los últimos tiempos, esos temores catastrofistas han escogido el camuflaje de la ecología y de un supuesto progresismo para buscar justificación. En los años 80 del siglo pasado se difundieron teorías catastrofistas que afirmaban que la humanidad se encaminaba hacia una era glacial, con una bajada generalizada de las temperaturas. En los 90, la catástrofe que cogió el relevo fue la supuesta desertización progresiva del planeta. A finales de esa década, de lo que los catastrofistas empezaron a hablar fue del agujero de la capa de ozono producido por los aerosoles, que parecía que iba a elevar a niveles de epidemia los cánceres de piel. Aunque se acabó demostrando que se trataba de otro invento de los catastrofistas, una agencia de la ONU llegó a falsificar datos sobre el tamaño del agujero de la capa de ozono para que no se relajara el estado de alerta.
Han llegado a intercalarse otras alarmas generalizadas y desorbitadas como la de la Gripe Aviar o incluso ésta de la Gripe A. Pero la estrella de todas las catástrofes pareció que iba a ser la del calentamiento global producido por la emisión de CO2. Sin embargo, al estabilizarse la temperatura global en los últimos años, la teoría ha pasado a denominarse del “cambio climático”, mucho más ambigua y abarcadora, pues caben en ella tanto las subidas como las bajadas de temperatura, o las inundaciones, las sequías y los huracanes. Por supuesto, el cambio climático es algo permanente a lo largo de la historia del planeta. Ha habido épocas de más calor y otras de más frío. Lo que resulta temerario es achacarlo a la influencia humana sin datos ni escala temporal suficiente como para poder hacer una inferencia así (lo cual, ¡por supuesto!, no nos lleva a defender la degradación ambiental. Ni siquiera a estar seguros de que no estemos amenazados por alguna otra catástrofe digamos que moral… Dejemos para otro artículo el profundizar en ello).
Hace poco, un pirata informático logró introducirse en los servidores de correo electrónico de uno del los principales centros de investigación británicos en el campo del cambio climático. El pirata informático hizo públicos los mensajes intercambiados por los científicos de ese centro con otros también defensores de la teoría del cambio climático, difusores todos ellos de amenazas catastrofistas a este respecto. De tales mensajes de correo se desprende que esos científicos habían falseado datos de temperaturas para adecuarlos a sus fraudulentos modelos de clima, y habían ocultado otros datos que cuestionaban sus teorías. Asimismo, habían presionado a revistas científicas para tratar de silenciar a los investigadores que cuestionaban el calentamiento global y obtenido grandes sumas de dinero con sus fraudulentas posiciones anticientíficas (también la oscarizada película de Al Gore ha sido puesta en evidencia al confesar la responsable de efectos especiales los diversos montajes que hizo o al prohibir su exhibición en los colegios públicos un juez inglés por las manipulaciones y mentiras que detectó en ella).
De este escándalo, conocido ya como el Climategate, por asociación con el Watergate, incluso los medios han ocultado en gran medida su existencia. Seguramente que para prevenir aquello que también decía Séneca: “la mayoría de los mortales, cuando no padecen desgracia alguna ni ninguna ceguera les amenaza, se atormentan y se agitan”. Parece que una época como ésta, en la que tantos temores genera la libertad, necesita sentir que el futuro tiene forma de amenaza, para tratar de escapar hacia algún ilusorio refugio del pasado.
Javier Martínez Gracia, miembro de UPyD de Burgos
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