Nuestra supuestamente modélica Transición de la dictadura a
la democracia fue, en gran medida, una operación de ingeniería política
destinada a perpetuar en el poder a determinadas castas privilegiadas desde
mucho tiempo atrás y a hacer sitio a otras nuevas, apenas perceptibles hasta aquel
momento, y que por entonces emergieron con fuerza. La Constitución de 1978 vino
a ser el reflejo jurídico de esa operación, y las castas que tomaron el poder
fueron la Iglesia, la monarquía, las oligarquías catalana y vasca, los partidos
políticos, los sindicatos y las patronales. En el nuevo sistema, a falta de una
verdadera separación de poderes y de algún tipo de control suficiente sobre
ellas, las castas privilegiadas que tenían poder para hacerlo multiplicaron los
estratos políticos y administrativos en los que colocar a sus respectivas
clientelas, generando un estado mastodóntico, intervencionista y, como se
acabaría viendo, tremendamente costoso, en el que ahora estamos atrapados y sin
fácil salida ordenada. La guinda del pastel la constituye esa ubicua corrupción
que, a falta también de controles, ha penetrado en todos los intersticios de la
Administración.
Los desajustes que se generaron en aquella manipulada
Transición han llegado a estas alturas a un punto crítico, y en la desencantada
opinión pública se ha instalado la zozobra y la confusión propia de las
situaciones de crisis, cuando se tiene claro que las cosas tienen que cambiar,
pero no se sabe bien hacia dónde. Ortega dice de estas situaciones de crisis
que en ellas “el hombre (se siente) perdido, azorado, sin orientación. Se mueve de
acá para allá sin orden ni concierto; ensaya por un lado y por otro, pero sin
pleno convencimiento, se finge a sí mismo estar convencido de esto o lo otro”.
Si saliéramos con bien de esta, habríamos dado un gran paso adelante, porque
ello supondría que habríamos corregido los desajustes que han desembocado en el
actual atasco político, social y económico, y el porvenir se habría vuelto
prometedor. Afirma Julián Marías, sin embargo, que a lo largo de la historia, y
por esta circunstancia que hace que todo esté bañado de incertidumbre y
confusión, cuando se han dado las condiciones adecuadas para dar un paso
adelante, muchas veces han venido los extremismos a estropearlo todo y dar un
paso atrás. Pone el ejemplo de la Revolución Francesa que, dice, con su
violencia y su extremismo, desbarató el trayecto y el impulso que había
promovido la Ilustración, y retrasó varias décadas el acceso a la libertad, la
democracia y la ciudadanía incluso en la misma Francia (eso sin contar las
innumerables e irreparables víctimas del Terror revolucionario). No digamos
nada de los catastróficos efectos involucionistas (del mejor de los reinados,
el de Carlos III, pasamos sin solución de continuidad a los calamitosos de
Carlos IV y, sobre todo, de Fernando VII), además de la terrible Guerra de la
Independencia, que aquellas convulsiones acontecidas en el país vecino
produjeron en nuestro país.
El caso es que también en un momento como el actual, en que
procedería dar un paso adelante, ha aparecido en España esa cuota de
extremismos parece que irremediablemente adscrita a toda situación de crisis. Y
como siempre en estos casos, las propuestas políticas que, como las de Podemos,
han tomado auge en los últimos tiempos, solo significarían, de llevarse a la
práctica, una agudización de nuestros problemas. Esta vez, porque nuestros
extremismos no solo no pretenden desmontar este dinosaurio estatal que ha
crecido a base de clientelas e intervencionismo, y que está en la base de
nuestros males, sino que aspiran a engordarlo aún más.
Ilustración:
Samuel Martínez Ortiz
Según el Instituto Nacional de Estadística, el número de
empleados públicos en 1976 era de 1.385.100. En 1987, época ya de madurez del
sistema, había ascendido ya a 1.869.200. Al final de 2013, ese número alcanzaba
la cifra de 2.909.400. Se estima que unos 2 millones son funcionarios y el
resto, un millón, personal laboral y eventual. El máximo número de empleados
públicos se alcanzó en 2011, el año del fin de gobierno de Zapatero, y fue de
3.306.600 en el tercer trimestre de dicho año. Ese ha sido el crecimiento en
funcionariado y empleo público en general necesario, no para mejorar las
prestaciones públicas, que no ha sido el caso (ninguna persona sensata diría
que hemos casi triplicado las prestaciones estatales desde 1976), sino para
mantener las clientelas y el intervencionismo estatal.
España sufre el
déficit público más alto de la Zona Euro, excluyendo a la rescatada
Chipre. Traducido a cifras: el estado está gastando ahora mismo al año 60.000
millones de euros por encima de lo que ingresa. Dicho de otra forma: por cada español,
incluidos los recién nacidos, gasta al año 1.300 euros más de lo que ingresa. Y
así un año tras otro desde 2009. La deuda pública total es casi del 100% del
PIB, la más alta desde principios del siglo XX. Los privilegios fiscales,
económicos y políticos de los que disfrutan los partidos, los sindicatos, la
Iglesia…, y el gasto público que generan los múltiples ramales de la
Administración estatal, extremado en el caso de los nacionalismos, han
originado una presión fiscal que ahoga nuestro sistema productivo e hipoteca el
de las próximas generaciones. Por si fuera poco, la corrupción se ha extendido
como una mancha de aceite por todo el sistema. Y he aquí la original propuesta
de solución de los extremistas de Podemos: gastar mucho más y montar un estado
aún más intervencionista, con muchos más empleados públicos. Pero ¿y si esta
dinámica alocada no se pudiera mantener indefinidamente? ¿Y si hacia lo que
estamos yendo por este camino es hacia el colapso y la bancarrota, igual que
Grecia, que es, entre otros aún más catastróficos, el país que sirve de
referencia a nuestros podemitas?
Habrá que buscar alguna salida a todo esto, especialmente si
Podemos llega, efectivamente, al poder, pero, por favor, que no tenga que ser
por tierra, mar o aire.
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