En plena sintonía con esa Iglesia reaccionaria, y mientras
en Europa se abría paso la ciencia experimental, en la España que había
empezado a regir la dinastía de los Austrias
–ellos fueron quienes nos pusieron a la cabeza de la Contrarreforma–,
los referentes culturales, podríamos decir que alternativos, eran los místicos.
Y aunque, ciertamente, la Inquisición no fue en España más cruel que en otros
sitios, su impronta marcó, sin embargo, los límites del ambiente intelectual al
que estuvimos sometidos los españoles durante varios siglos, hasta la tardía
desaparición de aquella lamentable institución en 1834.
Llegamos al tiempo del siguiente gran impulso histórico, la
Ilustración, plenamente condicionados por el poder omnímodo de la Iglesia, que,
a través de su absoluto control sobre la educación, siguió suponiendo un lastre
a la hora de permitir que en España penetraran las nuevas actitudes
intelectuales que encaminaban hacia la revolución científica. Por otro lado, la
Iglesia contaba con un enorme poder económico en bienes inmuebles, que en sus
manos se convirtió en gran medida en improductivo. Tal era su influencia sobre
la marcha de las cosas, que cuando nuestros liberales llevaron a cabo la
revolución que supuso la proclamación de la Constitución de 1812, no se
atrevieron a cuestionar aquel poder eclesiástico, de modo que en esta ley
fundamental no quedó consagrado el principio de libertad religiosa. Las
conciencias iban a seguir seguido siendo vigiladas y tuteladas por la
institución eclesiástica y por la Inquisición. La vuelta de Fernando VII en
1814 significó incluso un mayor reforzamiento de su poder.
(A partir de aquí, me
apoyaré, sobre todo, en datos extraídos del libro “El traje del emperador”, de
César Vidal, Premio Stella Maris de Ensayo de 2015)
Murió el rey felón en 1833, y el clero se apuntó masivamente
al bando del carlismo absolutista, que entró en guerra contra los liberales,
postura que se reforzó cuando en 1834 la Iglesia quedó privada de la perla de
su poder al ser abolida la Inquisición. El Estado liberal nunca fue suficientemente
fuerte a lo largo del siglo XIX, y sus medidas para acabar con el poder de las
castas hasta entonces dominantes, como la misma Iglesia, fueron frágiles e
insuficientes. Una de las tareas que era preciso abordar era la de la
desamortización, que había de consistir en el hecho de poner
en el mercado, previa expropiación forzosa y mediante una subasta pública, las
tierras y bienes que hasta entonces no se podían enajenar (vender, hipotecar o
ceder) y que se encontraban en poder de las llamadas “manos muertas”
(improductivas), es decir, fundamentalmente, la Iglesia Católica y las órdenes
religiosas; también la nobleza y las tierras de propiedad comunal de los
pueblos quedaban afectadas por esta medida. Los propietarios hasta entonces de
todas estas tierras tampoco tributaban por ellas al fisco. La desamortización
ya se había llevado a cabo en la Europa del Norte en la que triunfó la Reforma
durante el siglo XVI y en Francia durante la revolución del siglo XVIII.
Mendizábal, ministro de la regente María Cristina no hizo bien la
desamortización en 1836-37, pues consiguió que fueran los grandes propietarios
los únicos capaces de entrar en la puja por las tierras liberadas, con lo que
se aumentó el poder de los latifundistas, especialmente en el sur de España,
sin llevar a cabo la necesaria reforma agraria que debía de haber convertido en
propietarios a los pequeños y medianos campesinos, objetivo que tampoco logró
Madoz en 1855, cuando llevó a cabo una nueva desamortización. Además, aunque se
hacía preciso desamortizar el excesivo número de conventos y monasterios
existentes, el patrimonio cultural quedó muchas veces devastado, y asimismo, la
deforestación que llevaron a cabo los nuevos propietarios supuso una catástrofe
ecológica. Por su parte, la Iglesia a lo que se dedicó fue a excomulgar tanto a
los expropiadores como a los compradores de las tierras: ni buena ni mala, era
partidaria de ninguna desamortización.
En 1834, los liberales moderados procedieron a la
elaboración de un Estatuto Real, una especie de sucedáneo de la Constitución,
de cuya redacción se encargó Martínez de la Rosa. Partía de la base de que la
soberanía no residía en la nación sino en el rey, y dejaba sin reconocer la
libertad religiosa. Tras un pronunciamiento de sargentos de la Granja en 1836,
se promulgó una nueva Constitución en 1837, pretendiendo corregir ambas
insuficiencias. En tal ocasión, el general Espartero, liberal progresista,
desplazó de la regencia a María Cristina de Borbón, que asumió él mismo con la
pretensión de asentar un verdadero orden constitucional liberal. Las
oligarquías catalanas (afectadas por la pretensión del nuevo gobierno de
suprimir el proteccionismo arancelario) y la eclesiástica conspiraron hasta
lograr la expulsión de Espartero de la vida política. Fue sustituido por el
general Narváez, el cual trabajó para conseguir una nueva Constitución
intermedia entre el Estatuto Real de Martínez de la Rosa y las constituciones
liberales, en la cual se consideraba que la soberanía era esta vez compartida
por el rey y la nación; asimismo se suscribió un Concordato que regulaba las
relaciones entre el Estado y la Iglesia, y que consagraba numerosos privilegios
favorables a esta: de nuevo se negaba la libertad religiosa en favor del
catolicismo, se dejaba la educación en manos de la Iglesia y el estado asumía
la obligación de mantener al clero diocesano.
En 1854 Espartero regresó al poder con la pretensión de que
el liberalismo recuperara la iniciativa, y cuando en 1856 una nueva
constitución iba a devolver la soberanía a la nación, el general O’Donnell se
hizo con el poder y consiguió que no llegara a aplicarse nunca. Los privilegios
que la Iglesia había recuperado con Narváez se mantuvieron e incluso se
ampliaron.
En 1868 se derrocó a Isabel II y se dio por terminado un
régimen entonces exhausto. Aunque el nuevo régimen que empezaba, el del Sexenio
Revolucionario, tenía una vocación profundamente democrática y pretendía
limitar privilegios como aquellos de los que disfrutaba la Iglesia, la
disgregación política entonces existente hizo finalmente inviable primero la
nueva monarquía que iba a encarnar en Amadeo de Saboya, y después, desde 1873,
la República que entonces se instauró. El clero católico no dudó entonces en
azuzar a los carlistas para que se levantaran de nuevo contra el régimen
constituido. Del fracaso final del Sexenio Revolucionario nació el régimen de
la Restauración, con Alfonso XII convertido en nuevo rey.
La Constitución de la Restauración, promulgada en 1876,
significó en general un claro retroceso: la soberanía volvía a dejar de residir
en la nación para pasar a ser compartida por el rey y las Cortes; el Poder
Legislativo también estaba mediatizado por el rey, y el Ejecutivo recaía
asimismo sobre este. Y aunque el conservador Cánovas entendió como indispensable
la proclamación de la libertad religiosa y que el Estado conservara su
autoridad sobre las escuelas y universidades, dictó medidas para apoyar a las
finanzas eclesiales con dinero público. La reacción de la Iglesia fue, pese a
todo, de una extrema hostilidad, que se intensificó cuando en 1881 Sagasta y
los liberales llegaron al poder.
Dios los cría y ellos se juntan: los nacionalismos vinieron
a heredar, tanto en su ideología absolutista y feudalizante como en las zonas
geográficas en las que predominaron, a los carlistas. Y allí estuvo también la
Iglesia, a fines del siglo XIX, articulando el nacionalismo vasco y el catalán.
Cuando en 1903 murió Sabino Arana, el PNV sobrevivió gracias al respaldo
explícito de la Iglesia católica. En conjunto, detrás de la mayoría de los
numerosos infortunios que aquejaron nuestro atormentado siglo XIX, estuvo la
Iglesia como deplorable promotora o participante.
El conde de Romanones, a la sazón ministro liberal de
Instrucción Pública, anunció en 1901 que se respetaría la libertad de cátedra
de los profesores universitarios y suprimió la religión como asignatura
obligatoria en las escuelas públicas de enseñanza secundaria. En 1906, el nuevo
gobierno liberal presidido por Segismundo Moret presentó un programa de reformas
que de nuevo incluía la libertad religiosa y otras medidas indispensables para
cualquier estado en que el poder civil y el eclesiástico estén delimitados y
sean independientes. La reacción de la Iglesia, para variar, fue de una
virulencia extrema. Tras un gobierno del conservador Maura, cuando Canalejas
retomó el poder para los liberales retrocedió ante las presiones eclesiales. La
dictadura de Primo de Rivera fue bien acogida en 1923 por la Iglesia católica,
aunque esa buena sintonía se rompió por el enfrentamiento del dictador con los
separatistas catalanes, aliados de la Iglesia.
El año en que llegó la República, en 1931, se volvió a
proclamar la libertad religiosa, la voluntariedad de la educación religiosa en
las escuelas públicas, el matrimonio civil, un poco más adelante el divorcio,
además de otras medidas secularizadoras igualmente sensatas y tendentes a la
separación de la Iglesia y el Estado que fueron, todas ellas, recibidas por
aquella no ya como una ofensa, sino con beligerancia. Lo cual no ayudó a
calmar, precisamente, el clima de creciente crispación que estaba encaminando
hacia la guerra civil. Cuando en 1933 la CEDA pudo condicionar, después de
ganar las elecciones, al gobierno del republicano Lerroux, se permitió el
regreso de la enseñanza confesional. Cuando en 1934, el PSOE, los nacionalistas
catalanes y otros grupos dieron un golpe de estado revolucionario y, después de
fracasar, llegó la hora de la represión, resultó significativo el hecho de que
las solicitudes de clemencia de los obispos favorecieran únicamente al
nacionalismo catalán, no a los demás condenados de ideología izquierdista.
El colectivo más beneficiado por el triunfo de Franco en la
Guerra Civil fue, sin duda, la Iglesia católica: no solo logró que se derogara
toda la normativa republicana que había estado encaminada a separar Iglesia y
Estado, sino que la enseñanza quedó en sus manos, de modo que la asignatura de
religión se declaró obligatoria en la enseñanza primaria y secundaria; se
eliminaron de las bibliotecas todos los libros que pudieran considerarse
“contrarios a la moral cristiana”; se purgó del estamento del profesorado no
solo a aquellos que hubieran apoyado al Frente Popular, sino incluso a los que
no hubieran asistido a misa con regularidad. Durante décadas, la esencia del
régimen de Franco no estaría decidida por la Falange, el Ejército u otras
facciones del llamado Movimiento Nacional, sino por la Iglesia católica. No
deja de ser significativo que España quedara en 1948 fuera de la ayuda del Plan
Marshall porque la condición que exigían los Estados Unidos, esto es, que
hubiera libertad religiosa para los protestantes españoles, no fuera aceptada
por los obispos. Toda esta situación quedó consolidada con el Concordato que
suscribió el régimen de Franco con la Santa Sede en 1953, en el que además se
estableció que los clérigos disfrutaran de inmunidad judicial (lo que
significaba que solo podrían ser procesados con permiso del obispo y cumplir
condenas en cárceles especiales), que las instituciones eclesiásticas y los
emolumentos del clero estuvieran exentos de impuestos, y que los programas de
televisión y radio tuvieran espacios para defender “la verdad religiosa”, según
la entendía la Iglesia, que asumía también las tareas de prohibición y censura
de publicaciones y de libros.
Desde el comienzo de la década de los sesenta, la Iglesia
iba a realizar un giro radical que le permitiría situarse como una de las
fuerzas sociales más decisivas de cara al futuro, junto a otras fuerzas que
irían emergiendo paulatinamente hasta la llegada de la Transición. El nuevo
camino escogido por la Iglesia no iba a alterar excesivamente, sin embargo, su
posición reaccionaria y de rémora histórica. El punto de inflexión lo marcó el
Concilio Vaticano II, que fue anunciado por Juan XXIII en enero de 1959,
comenzó en 1962 y terminó en 1965. En España, el cambio de rumbo de la Iglesia
respecto del régimen franquista se suele situar en el papel activo que
desempeñó en el nacimiento de ETA, organización que surgió en el colegio de san
Ignacio de San Sebastián, en 1959. No solo los nacionalistas vascos en general,
vinculados ya a la Iglesia desde sus orígenes, iban a ser los beneficiarios de
esa Iglesia renovada: en abril de ese mismo año estallaron en Asturias huelgas
relacionadas con la minería, en las que se implicaron activamente algunos
sacerdotes y obispos. En 1963, asimismo, el abad de Montserrat, Aurelio María
Escarré, defendía el nacionalismo catalán en unas declaraciones a Le Monde.
En diciembre de 1970 tuvo lugar el Juicio de Burgos contra
dieciséis miembros de ETA acusados, entre otras cosas, del asesinato de tres
personas. En el contexto de aquel juicio, la organización terrorista secuestró
al cónsul honorario de la República Federal Alemana en San Sebastián, para lo
cual contó con el apoyo directo e indispensable de varios sacerdotes. Asimismo,
la Iglesia católica cedió locales para reuniones y encierros en favor de ETA y
difundió distintas pastorales en apoyo de los terroristas juzgados. En
paralelo, en Cataluña, la abadía de Monserrat se abría para servir de sede para
un encierro en solidaridad con los terroristas. Por otro lado, cuando en 1972
la policía detuvo a los principales dirigentes de la organización comunista
entonces ilegal, Comisiones Obreras, fue significativo el hecho de que la
detención tuviera lugar en el convento de Oblatos de Pozuelo de Alarcón.
Ninguna de estas tomas de postura de la Iglesia fue circunstancial ni aislada,
sino parte de una línea de actuación sistemática y consecuente. Si no otras, o no en demasía, sí fueron lacerantes las actuaciones de la Iglesia catalana y vasca a favor del
nacionalismo, e incluso la implicación de esta última en las acciones
terroristas, bien colaborando muchos de sus sacerdotes directamente en ellas o
bien prestando sus locales a los terroristas y negando, por el contrario, sus
iglesias a las víctimas para sus funerales o, en fin, expresando más o menos sutilmente
en sus pastorales y declaraciones su proximidad o comprensión con el
terrorismo. El resto de la Iglesia española, como casi siempre, se dedicó en
gran parte al sofisticado arte de lavarse las manos, buscar simetrías o hacer
mutis por el foro. El nuevo régimen de “coexistencia” con el terrorismo (es
decir, a fin de cuentas, de rendición a las exigencias de este) que siguió a
los acuerdos de la banda terrorista con Zapatero, y que Rajoy mantuvo vigentes, nació
significativamente en la casa de los jesuitas de Loyola, donde se firmaron los
acuerdos. Incluso el papa Benedicto XVI bendijo el denominado “proceso de paz”,
que coadyuvó decisivamente para colocar el porvenir de nuestra nación sobre un
plano descendente que estamos recorriendo y que a nada bueno puede conducir.
Y a lo que íbamos: la Iglesia católica, principal
beneficiaria de la dictadura de Franco, se situó decididamente, a partir de la
década de los sesenta, en contra del régimen, e incluso acabaría jugando un muy
importante papel, a través sobre todo de la figura del cardenal Tarancón, en el
modo en que se fue diseñando la Transición. A la vez, como se ve, iban
emergiendo nuevas castas políticas que, con ayuda de la Iglesia, fueron también
posicionándose en puestos hegemónicos de cara a esa futura Transición.
En enero de 1979 se procedió a la firma del acuerdo entre
España y la Santa Sede, en donde la Iglesia, entre otras ventajas, adquiría una
dotación económica que no suponía merma alguna respecto de la que disfrutó bajo
la dictadura de Franco. A lo cual se sumaba un extraordinario abanico de
exenciones fiscales, especialmente la de los impuestos reales o de producto
sobre la renta y sobre el patrimonio, así como de sucesiones y donaciones (en
1987, con Felipe González en la Jefatura del Gobierno, estos privilegios
fiscales se ampliarían con la posibilidad que se permitió a las grandes
fortunas de constituir SICAVs, que estaban exentas de numerosos impuestos).
También se garantizaba en aquel acuerdo la enseñanza obligatoria de la
asignatura de religión salvo en COU y estudios universitarios, impartida por
docentes autorizados por la diócesis respectiva (en 1990 pasó a ser asignatura
optativa). En 1993, Felipe González equiparó a efectos salariales y de
seguridad social a los profesores de religión católica (unos 13.000) con el
resto de los profesores, que habían accedido a su puesto mediante oposición
(aquellos quedaron incorporados como interinos). Los privilegios de la Iglesia
quedaron significativamente ampliados cuando en 1996 Aznar, de manera
anticonstitucional, le entregó la posibilidad de inmatricular bienes inmuebles
sin necesidad de justificar, mediante procedimiento judicial, escrituras
públicas o actas notariales, que la propiedad que se registraba a nombre de la
Iglesia era realmente suya; todo ello, claro está, siempre y cuando esas
propiedades carecieran de escrituras previas. El número de fincas
inmatriculadas por la Iglesia por este método fue de varios millares. Zapatero,
en septiembre de 2006, suscribió asimismo unos acuerdos con la Iglesia católica
en materia económica por los cuales adquiría esta un status económico aún más
privilegiado que en las décadas anteriores.
De todo lo expuesto, se decanta la conclusión de que la
Iglesia, apoyada en su papel de reconocida administradora de las formas de acceso a un más
allá que dé sentido a la existencia en la tierra, ha sido la institución más
poderosa de la historia de España, y muy pocas veces para bien. Aunque tuvo una
función civilizadora en sus primeros siglos de existencia, especialmente a
partir del Renacimiento ha jugado, sin embargo, un papel estrictamente
reaccionario, coartando la libertad de pensamiento bien por la fuerza bruta o
por la derivada de su control de las instituciones de enseñanza, y, a partir de
la Ilustración, luchando abiertamente contra los impulsos del liberalismo de ir
generando unas instituciones democráticas y una sociedad abierta. Asimismo, su
papel como gran propietaria de inmuebles ha sido propio de un sistema feudal,
lastrando gravemente la producción de riqueza; y los privilegios fiscales y
tratos de favor acumulados en cuestiones de economía han resultado ser atentatorios
contra el principio de equidad. Y respecto de su papel con los nacionalismos y
el terrorismo, es de esperar que cuando los actores eclesiásticos implicados
tengan su entrevista post mortem con San Pedro, este les diga que se han
equivocado de destino y que a donde tienen que ir a parar es al puñetero
infierno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario