RESUMEN
Verdad y realidad discurren por caminos contrapuestos. Los
filósofos, y la gente creativa en general, necesitan ir en busca de la verdad
para redimir con ella ese otro campo de insuficiencias que es la realidad. Pero
salirse de la realidad es un ejercicio lleno de peligros, porque allí afuera no
solo espera la creatividad, sino también la locura. La verdad es necesaria para
poner orden y claridad en una realidad que, para empezar, se nos aparece como
caótica e insustancial. Pero solo el loco se siente en posesión de esa verdad,
solo el loco puede creerse Dios. Mejor es que nos digamos, como ese gran
indagador de la verdad que fue Sócrates: “solo sé que no sé nada”.
Filósofo es el que busca la verdad. Esa clase de ocupación
no es exclusiva del filósofo, claro está: los poetas, los novelistas, los
artistas, los científicos, cada uno a su manera, también la buscan, quizás
llamándola de otra forma. Todos ellos comienzan su búsqueda partiendo de una
zona oscura, turbulenta, caótica, informe… en la que por el hecho de vivir se
encuentran y que necesitan configurar, ordenar, aclarar. A eso que necesitan,
los filósofos lo llaman verdad. Para llegar hasta ella se dispone de un
instrumento imprescindible: la creatividad. Una persona creativa es la que no
está satisfecha con lo que tiene a su alcance y va en busca de algo más; busca,
efectivamente, la verdad. El mundo que ve es insuficiente y, por ello,
insustancial. Lo real resulta que no es verdad; y lo verdadero está fuera de la
realidad, o al menos más allá o por encima o por debajo de lo aparente. El
narrador o el artista imaginan otras realidades que vengan a ampliar o a dar
nuevas perspectivas a la realidad inmediata e insuficiente. El científico
indaga en el sustrato de los sucesos aparentemente contingentes, en busca de
leyes que permitan encontrar causas unificadoras que aporten una razón de ser,
una identidad compartida, a aquellas particularidades, no, pues, tan
contingentes. Y el filósofo, en vez de buscar la verdad partiendo de los
sucesos, como el científico, empieza por buscarla primero en su interior (en su
voluntad o en sus categorías) y después la superpone sobre lo que se encuentra
afuera o la proyecta sobre lo que se encontrará en el futuro. Nietzsche dice,
en este sentido, que “las necesidades (del hombre) como creador
inventan el mundo sobre el que trabaja, lo anticipa; esta anticipación (esta
‘creencia’ en la verdad) es su apoyo”.
Sobre las relaciones entre la creatividad y la angustia,
incluso sobre la cercanía o vecindad de los trayectos que alternativamente
discurren hacia la genialidad y hacia la locura, se ha escrito en abundancia. Abriendo
el capítulo de las interrogantes a este respecto, Aristóteles enunciaba así la
suya: “¿Por qué razón todos aquellos que han sido hombres excepcionales, en
lo que respecta a la filosofía, la ciencia del Estado, la poesía o las artes,
son manifiestamente melancólicos, algunos incluso hasta el extremo de padecer
males como la bilis negra…?”. Si el filósofo se interesa por conducir
sus reflexiones hacia estratos cuya profundidad resulta perfectamente ajena al
nivel de inquietudes del que participa el común de los mortales es, al fin y al
cabo, porque tiene un plus de curiosidad o de sensibilidad que lo lleva a
confrontarse con dilemas o problemas existenciales de mayor calado que los que
afectan a esa mayoría. Y esta peculiaridad hunde sus raíces, de una u otra
forma, en los sinuosas vicisitudes acumuladas en su particular biografía, que a
menudo transcurren hacia esos dominios que rondan lo que Aristóteles llamaba
bilis negra. De manera semejante a como el enfermo es el tipo de persona que
más perentoriamente persigue la salud, o como el neurótico atormentado añora
más que los demás los estados de apaciguamiento mental, el filósofo aspira con
especial intensidad a ubicarse en ese ámbito de claridad intelectual que llama
verdad y que le colocaría por encima del caos que forman las sensaciones
inmediatas, los sucesos cotidianos, el campo de azares, imprevistos y pérdidas
por el que discurre la existencia, la realidad. Es eso mismo lo que pretendía
conseguir Platón, cuando lo que más quería era alcanzar la catarsis, la cual “consiste
en separar tanto como sea posible el alma del cuerpo…y, en la medida de lo
posible, en permitir que, tanto aquí abajo como después, el alma viva sola, libre
de las cadenas del cuerpo”; alma y cuerpo, claridad y oscuridad, sentido
y absurdo, razón y caos, verdad y falsedad vendrían a ser conceptos binarios coincidentes
en lo fundamental. Spinoza apuntaba al lado del dilema que está encargado de
resolver nuestra sustancial desazón cuando afirmaba: “La paz interior puede nacer de
la razón, y esta paz que nace de la razón es la mayor que puede alcanzarse”.
Un loco y un filósofo se parecen en que ambos necesitan
resolver su profunda inquietud vital, contrarrestar el caos que se les echa
encima en cuanto miran a la realidad. La diferencia estriba en que mientras que
el loco necesita aferrarse a una verdad que cree haber alcanzado ya, el
filósofo se sabe solo en tránsito, se permite dudar (a menudo, hasta la
obsesión), proyectar hacia el futuro su aspiración. De partida, tenía razón el
que fue eminente psiquiatra Carlos Castilla del Pino cuando decía: “El
error de creerse en la verdad es una necesidad de todos como forma de eludir la
angustia que suscita la incapacidad para tolerar la incertidumbre. ¿Cómo
soportar no saber qué es el bien y el mal, lo bello y lo feo, lo honesto y lo
deshonesto, el sinsentido de nuestra propia presencia en el mundo, el
sinsentido de preguntas sobre a dónde vamos y de dónde venimos?”. El
mismo tipo de reflexión que llevaba a Hegel a decir: “Una cosa tan vacía como el bien
por el bien no tiene lugar en la realidad viva. Cuando se quiere obrar, no solo
hay que querer el bien, sino que se necesita saber si el bien es esto o
aquello”. Sin embargo, la verdad es un arma peligrosa: cuanto más cerca
estés de creerte poseedor de ella, más próximo estarás también a la locura. Y
si, sin ceder un ápice en esa necesidad de alcanzar la verdad, solo llegas a
sentirte en inacabable tránsito hacia ella (conquistando, eso sí, acumulativamente,
algunas de sus parcelas), ello será la señal de que te has quedado en el menos atribulado
escalón de los filósofos. De estos, pues, sería modelo el Sócrates que, con no
poca pasión por la verdad, afirmaba: “solo sé que no sé nada”. O también
Hegel, que aplazaba el acceso a esa verdad hasta el final de la historia, y
decía: “Es necesario llevar a la historia la fe y el pensamiento de que el
mundo de la voluntad no está entregado al acaso (…) La demostración de esta
verdad es el tratado de la historia universal misma, imagen y acto de la razón
(…) Esta se revela en la historia universal”.
Obedeciendo a esa ley no escrita que vincula creatividad y
angustia o crisis personal, recordaremos a Descartes, que tuvo una especie de
revelación de aspectos muy importantes de su filosofía después de una noche
especialmente agitada a causa de tres sueños: en el primero aparecían unos
fantasmas terroríficos. Los otros dos tenían contenidos menos amedrentadores, pero de todos ellos Descartes dedujo que se hallaba ante un genio maligno y
ante el mismo Dios, y, cuenta Ben-Ami Scharfstein en su libro “Los filósofos y sus vidas”, “se
volvió hacia Dios, rogando que le fuera revelada su voluntad y que se dignase
iluminarle y guiarle en su búsqueda de la verdad. Luego se dirigió a la
Santísima Virgen, a la que encomendó este asunto, que él consideraba como el
más importante de su vida”. Descartes se tomó aquellos sueños
angustiosos como una revelación.
Spinoza habla también en su “Tratado sobre la reforma del entendimiento” de una intensa crisis
personal, que explica así: “Me vi en medio de un gran peligro y forzado
a buscar un remedio con todas mis energías; lo mismo que
un enfermo al borde de una muerte segura si no encuentra un remedio, por más incierto
que este sea, poniendo en ello toda la esperanza que le queda, pues no hay otra
salida”. El remedio descubierto por Spinoza consistió, precisamente, en
un cambio cualitativo de los temas de su pensamiento, que dirigió desde
entonces hacia “lo eterno e infinito” (¿qué otra cosa es la verdad?), pues es
ello lo que “libera al espíritu de todo dolor y solo le produce placer, de modo que
ha de desearse y buscarse con todas nuestras fuerzas”.
Un ejemplo más lo encontramos en Nietzsche, que tuvo una
intensa experiencia a la hora de confrontarse con el libro más importante de
Schopenhauer, “El mundo como voluntad y
representación”. Por entonces, según su propia descripción, Nietzsche se
encontraba solo, como suspendido en el aire, sin principios, ni esperanzas, ni
gratos recuerdos. Entonces encontró por casualidad en una librería de ocasión
el libro de Schopenhauer y, dice, “allí vi un espejo en el que contemplé el
mundo, la vida y mi propia naturaleza terriblemente agrandados. Allí vi la
clarificadora mirada del arte, completamente indiferente, allí vi la enfermedad
y la salud, el exilio y el refugio, el cielo y el infierno”. Allí,
pues, vislumbró la verdad.
La búsqueda de la verdad por parte de otro filósofo, William
James, alcanzó su momento crítico al final de un período de enfermedad
psicológica y física que, en su opinión, le había llevado al borde de la
locura. Decidió alcanzar la libertad creyendo en su propia realidad personal y
en su poder de creación. “Centraré la vida (lo real, el bien) –escribe
en su Diario– en el yo que gobierna la resistencia del ego ante el mundo”. Y
encontró para esa verdad que perseguía
como alternativa terapéutica una formulación humilde y asequible, diciendo: “Lo
verdadero, para plantearlo brevemente, no es sino lo oportuno en el rumbo de
nuestro pensamiento, del mismo modo que ‘lo correcto’ no es más que lo oportuno
en el camino de nuestra conducta”. En suma, rebajó el perímetro de la
verdad hasta llegar a identificarla con lo que demostrase ser útil.
La búsqueda de la verdad exige discurrir por un trayecto que,
de forma correlativa, aleja de la realidad, lo cual no deja de ser una
operación arriesgada. Vemos que en muchos casos llevar a cabo esa tarea supone
realizar una indagación que estimula y sirve de sustrato a la creatividad, pero
andar en ella significa situarse en el filo de la navaja cuya ladera alternativa
da a ese otro modo de alejamiento de la realidad que es el trastorno mental. El
poeta romántico Hölderlin, por ejemplo, habría recorrido alternativamente esos
dos lados del filo de la navaja, primero realizando su creativa labor poética
durante las primeras décadas de su vida (aunque en ella alternaran también
serios procesos depresivos) y, a partir sobretodo de los treinta y tres años,
abismándose en una enfermedad mental hasta su muerte, a los setenta y tres, en la que la expresión lograda por sus poemas fue dramáticamente
sustituida por una incontrolable e ininteligible verborrea. De manera
significativa, cuando ya su enfermedad mental se estaba asentando, y después de
un episodio de gran violencia, esta pareció remitir, y entonces escribió El
único y Patmos, dos de sus obras maestras, para acto
seguido hundirse en su enfermedad. De esa manera vendría a demostrar esa
disyuntiva que empuja alternativamente, y solo en algún sentido de manera
excluyente, hacia la creatividad y hacia la locura. “La muerte de Empédocles” es
una obra dramática en la que Hölderlin trata la leyenda del suicidio del
filósofo presocrático Empédocles, quien se habría arrojado al Etna para
volver a las entrañas de la Naturaleza. Sería esa una perfecta alegoría de lo
que él hizo para alcanzar esa utopía (es decir, ámbito imaginado versus
delirado) natural que él persiguió durante toda su vida y que finalmente le
llevó a arrojarse en ese otro abismo que es el de la enfermedad mental.
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