Resumen: En algún sentido, vivir es añadir capas
concéntricas de enmascaramiento al ser vulnerable y frágil que una vez fuimos y
que, allá al fondo, aún seguimos siendo. Muchos filósofos y gente brillante en
general vienen a servir de ejemplo de esa ley psicológica según la cual hay que
tocar fondo para coger impulso y convertirte en un personaje destacado
Vayamos al fondo del asunto, a lo que incluso está por debajo
de la filosofía, sirviéndole de sustrato y fundamento: en la superficie se
mantiene y se muestra el personaje más o menos homologable que hemos logrado
ser; pero al fondo, en ese fondo al que ahora pretendemos llegar, acurrucados,
temblorosos, amedrentados, frágiles, seguimos siendo quienes fuimos antes de
acumular el conjunto de méritos más o menos consistentes que hacen que cursemos
por la vida como seres aceptables. Si nos quitáramos la máscara, si
desvistiéramos al personaje, ¿seguirían tomándonos en consideración desde
nuestro entorno social, incluso desde la parte más inmediata de ese entorno:
nuestros amigos, nuestra familia, nuestra pareja? ¿No redunda en un poderoso
sentimiento de soledad la sospecha de que no somos aceptados por ser quienes
somos, sino por la validación que nos presta el personaje que hemos generado,
el personaje que, en algún sentido, representamos? Blaise Pascal, sobresaliente
filósofo y matemático del siglo XVII, gran escrutador de las profundidades del
alma, se preguntaba yendo a esta raíz de la cuestión de qué es lo que nos hace
aceptables: “Si alguien me ama por mi buen juicio o por mi memoria ¿me ama a mí? ¿A
mí, a mí mismo?” Y respondía desengañado: “No, pues la pérdida de estas
cualidades no supondría la pérdida de mí mismo”. Ese “mí mismo”, pues,
es el que desde siempre somos, el que ya éramos antes de que llegáramos a
cubrir nuestra desnudez con el manto, casi diríamos que con el camuflaje, de
nuestro personaje. Ludwig Wittgenstein, otro singular filósofo, del siglo XX
ya, mantenía una sospecha parecida: la de que era amado por su dinero (su padre
fue uno de los hombres más ricos de Austria y del mundo) y por su filosofía,
pero no por sí mismo.
“Sí mismo”… ¿quién es ese “si mismo” tan necesitado, tan
menesteroso y virtualmente desatendido, que necesita presentarse a través de su
rol social para conseguir hacerse un sitio, para alcanzar a tener un currículum
vitae con el que admitan contratarlo en un trabajo, una forma de ser agradable
para que los amigos le inviten a cenar, un atractivo físico y moral para que
alguien quiera ser su pareja, unas virtudes lo suficientemente relevantes como
para que sus hijos le reconozcan como un padre o una madre aceptables, e
incluso estén orgullosos de él o ella…? Nos justificamos gracias a lo que hemos
llegado a ser, pero por debajo sigue latiendo el niño indefenso, débil, sin
nada propio aún que aportar, y que solo puede recibir cariño si este es
incondicional, y ser aceptado si a cambio no se le exige nada, porque nada
puede aportar.
Resulta llamativo observar cómo detrás de los filósofos más
sabios y de los hombres más brillantes que ha dado la historia suele haber biografías
en muchos sentidos deficitarias, en las que hubo infancias perturbadas por
significativas carencias afectivas, anomalías del carácter que se hacen sitio
junto a los rasgos de genialidad, crisis o trastornos psíquicos recurrentes, o
tendencia a la enfermedad o a padecer dolores de los que cabría sospechar que
son de carácter psicógeno. Según la perspectiva desde la que aquí estamos
proponiendo observar todo esto, tales personalidades, al adquirir su meritoria
singularidad, lo que ante todo estarían haciendo es intentar sobreponerse de
esa manera a sus insuficiencias de partida, y habría sido la especial
intensidad de aquellas privaciones, reales o sentidas como tales, las que les
habrían obligado a un sobreesfuerzo para llegar a alcanzar el estatus, el
ropaje de personalidad con el que sentir que uno merece ya ser aceptado, o incluso,
de una u otra forma, querido. Sin embargo, aquellos déficits originales seguirían
siendo una herida abierta que no solo se llegaría a intentar cerrar con esa
acumulación de méritos que invisten al personaje que se logra ser, sino que
también se trataría de obturar a través de aquellas diversas anomalías
caracteriales a las que nos referíamos.
En este sentido, es bastante común entre los pensadores más
destacados el hecho de que se procuraran seguidores atraídos por la genialidad
de sus ideas, a los que, sin embargo no consentían después ninguna clase de
discrepancia o aportación de opiniones que en algún sentido pudieran divergir
de las de sus maestros. Parecería así que estos exigen una incondicionalidad en
su adhesión que vendría a ser una especie de compensación por la inseguridad en
la recepción de afectos que quedó afincada en su alma en edades tempranas. Es
el caso, por ejemplo, de Descartes, que llegó a tratar a su discípulo Henricus
Regius como “hermano”, y que era correspondido por este con un devoto afecto.
Sin embargo, Descartes acabó tensando las relaciones de modo extremo al exigir
a su discípulo que todo lo que escribiese fuese primeramente aprobado por él.
Al final, como era de prever, esas relaciones se rompieron. En esta un tanto apresurada
búsqueda de paralelismos que aquí estamos llevando a cabo, podríamos encontrar
que la herida afectiva que quedó abierta en la infancia de Descartes, y por la
que se coló esta anomalía de su carácter, fue la que tuvo su origen en la
prematura muerte de su madre, cuando tenía trece meses de edad, y en la también
temprana separación de su padre, que se ausentaba del hogar durante cuatro o
seis meses al año, y a veces el año entero.
No todos los casos son tan evidentes: Immanuel Kant fue muy
querido por sus padres, y les correspondió de la misma manera. Sin embargo ello
no impidió que pensara de esta forma sobre las primeras etapas de su vida: “Muchas
personas imaginan que los años de su juventud son los más agradables y mejores
de sus vidas; pero en realidad no es así. Son los que producen más
perturbaciones”. Los déficits que de una u otra manera quedarían como
restos de aquellas vivencias infantiles y juveniles habrían de servir de
semilla a, por ejemplo, la acusada hipocondría que le persiguió durante toda su
vida, y también estarían implicados aquellos déficits en este peculiar síndrome
que hace a tantos seres sobresalientes sospechar de la fidelidad de sus allegados.
Y así, cuando los discípulos más brillantes de Kant empezaron a tener ideas
propias, sin dejar nunca por ello de ejercer adoración hacia su maestro, se
sintió traicionado por ellos. Respecto de Fichte, el más brillante de todos,
llegó incluso a negarse a oír hablar de él, y en una carta abierta sobre su
filosofía, citaba el proverbio: “Líbrenos Dios de nuestros amigos, pues de
nuestros enemigos ya nos cuidaremos nosotros”. Otro caso que evidencia
estas peculiares carencias que conducen a la inseguridad de ser aceptado es el
de Edmund Husserl, el fundador de la fenomenología. Ello explica que cuando sus
discípulos fundaron un anuario de fenomenología para dar mayor publicidad a las
ideas de su maestro, él llegó al extremo de declarar que lo que pretendían era
aniquilar el significado fundamental del trabajo de toda su vida. Algo muy
semejante ocurrió con Sigmund Freud, el cual, rodeado de brillantes seguidores,
vivió siempre acosado por la sensación de que le traicionaban cuando pretendían
tener también ideas propias, y exigía a sus discípulos una incondicional
fidelidad que estos a menudo no eran capaces de respetar, lo que les llevó a
dramáticas rupturas con su maestro.
Todos estos pensadores se aferraban al parecer a su cuerpo
de ideas como algo que garantizaba su propia identidad, aquello por lo cual
quedaba asegurada su valía personal, la robustez del personaje que habían
alcanzado a ser, y todo ello quedaba amenazado no por ataques virulentos de sus
más inmediatos seguidores, sino por divergencias intelectuales que no llegaban
a poner en cuestión lo más esencial de sus enseñanzas. Todos ellos parece como
si estuvieran afectados por el síndrome que podríamos titular de inseguridad
afectiva, aquella que a Blaise Pascal le hacía sentir que el cariño que los
demás eventualmente le dedicaban, no era propiamente él su receptor, sino que
se le tributaba a su personaje. Y buscaban de forma compensatoria aquella
seguridad de ser queridos que en el fondo no sentían exigiendo extrema
fidelidad a sus seguidores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario