Resumen: la
creatividad solo exige poner mentalmente en comunicación dos cosas hasta entonces
separadas. Pero esa vinculación puede ser meramente extravagante o incluso
patológica. La inteligencia es la facultad de relacionar unas cosas con otras,
pero esta vez de manera integradora, armoniosa y, en algún sentido, bella.
Ocurre que en ocasiones se dan en una misma persona, alternativamente, las dos
clases de creatividad: alcanza esa persona incluso la genialidad, pero a veces
su mente se desliza hacia lo patológico. Kant, John Forbes Nash y Freud nos sirven de ejemplos.
El hombre
medio se conforma con ver las cosas tal y como son. El creativo es el que está
predispuesto a encontrar con su mente puentes no evidentes que comuniquen unas con otras.
Cuando las asociaciones encontradas por la persona creativa resultan ser
azarosas, la creatividad se inclina hacia la extravagancia y, en el extremo,
hacia la locura. Pero si esas asociaciones descubren caminos de orden, belleza
y armonía la creatividad se corona como inteligencia. El arte de vanguardia
vino a legitimar aquel primer tipo de asociacionismo en el que no se llega a exigir
más requisito a la creatividad que el de ser original y no repetir nada que se
hubiera hecho anteriormente. Confundiendo creatividad y belleza, o contaminando
la esencia de lo que esta pueda suponer con elementos extraídos de la mera
creatividad, André Breton proclamaba en nombre del surrealismo: “Digámoslo
claramente: lo maravilloso es siempre bello, todo lo maravilloso, sea lo que
fuere, es bello, e incluso debemos decir que solamente lo maravilloso es bello”,
siendo para él “maravilloso” un término equivalente a “original”. Idea que
corroboraba al afirmar: “No voy a ocultar que para mí, la imagen más
fuerte es aquella que contiene el más alto grado de arbitrariedad”. Los
surrealistas encontraron en el Conde de Lautréamont un ejemplo perfecto del
tipo de azarosa creatividad que sustentaba su labor cuando hablaba de estas
maneras de manifestarse la belleza: “Tan bello como el encuentro casual, sobre
una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas”. Y siendo
consecuente con tales premisas, Breton llegaba a esta conclusión: “No
será el miedo a la locura lo que nos obligue a bajar la bandera de la
imaginación”.
Todo eso de
lo que hablan estos artistas de vanguardia es creatividad, generación de
puentes de comunicación inéditos entre unas cosas y otras. Pero no es
inteligencia, porque esta exige que esos enlaces entre cosas diferentes
discurran por caminos armoniosos e integradores, no solo sorprendentes; una
máquina de coser y un paraguas difícilmente encontrarán por sí solos un marco
común, un razonamiento o un ideal estético que los unifique. Esto es lo que
exige la inteligencia, palabra que procede del latín “intelligentia”, que se
construye con el prefijo “inter” (entre) y el verbo “legere”, que significa leer;
es decir, “leer lo que hay entre”, lo que hay entre las cosas, lo que las hace
participar de una identidad común. La persona inteligente relaciona unas cosas
con otras de manera integradora.
Sin embargo,
no está garantizado que las personas inteligentes no lleguen a extraviarse también
algunas veces en modos de creatividad erráticos y que empujen algunas de las
parcelas de su intelecto hacia la extravagancia y el caos. Inmanuel Kant, por
ejemplo, y a pesar de ser una de las más altas inteligencias que haya dado la humanidad,
ofuscado por su incorregible hipocondría, llegaba también a excesos asociativos
como el de considerar que la presión que decía sentir en su cerebro era
atribuible a un tipo especial de electricidad que había en el aire, la misma
que había causado una epidemia entre los gatos en Viena, Copenhague y otras
partes, y que él intentaba detectar en la cambiante configuración de las nubes.
Su creatividad, pues, también discurría a veces por terrenos más propios de la
patología.
Conocido es
el caso de John Forber Nash, Premio Nobel de Economía en 1994 por sus
aportaciones a la teoría de los juegos y los procesos de negociación, cuyo caso
trascendió a la opinión pública a raíz de la película “Una mente maravillosa”, que fue dirigida por Ron Howard y
protagonizada por Russell Crowe, basada a su vez en una novela de Sylvia Nasar.
Las contribuciones de Nash fueron posibles gracias a que en las relaciones
humanas descubrió “juegos” ocultos, que discurrían por debajo de la realidad
aparente, considerando los cuales esta venía a ser solo la parte manifiesta de aquellos
juegos subterráneos. Esa forma de mirar tampoco se diferencia tanto de la que
es propia del paranoico, que, de igual manera, está atento a los significados
ocultos tras los comportamientos aparentes de las personas. Pues bien, Nash
acabó precisamente siendo diagnosticado como esquizofrénico paranoide: se creía
perseguido por agentes comunistas, y estaba convencido de que todos los hombres
que usaban corbatas rojas formaban parte de un grupo de comunistas que
específicamente conspiraban contra él. Descubrir una asociación entre “corbata
roja” y “agente comunista” no hacía que su creatividad estuviese entonces más
cualificada que aquella que vinculaba las máquinas de coser con los paraguas.
Por otro lado, resulta evidente que en un científico del nivel de Nash la idea
de estar cumpliendo una tarea importante es normal y previsible; pero esa misma
idea filtrada por su patología se convertía en el hecho de verse a sí mismo
como un enviado de la divinidad encargado de transmitir mensajes revelados, y rodeado
tanto de partidarios como opositores y agentes secretos que le perseguían. Sus
creativas asociaciones excedían entonces del marco que consiente lo real. Sin
embargo, el mismo Nash, que llegó a tener conciencia de su enfermedad (algo
inhabitual en un psicótico), comprobó las similitudes entre la manera de pensar
que le llevó hasta el premio Nobel y la que le abismó en la enfermedad mental,
como se puede deducir de estas palabras suyas: “Yo no habría tenido ideas tan
buenas científicamente si hubiera tenido una forma más normal de pensar”.
Pasemos
a otro ejemplo: Sigmund Freud fue un hombre de acreditada inteligencia. Su
principal aportación fue la de descubrir las conexiones existentes entre las
perturbaciones que pueden sufrir los niños en su desarrollo y los trastornos
psíquicos que esos niños sufrirán cuando lleguen a la edad adulta. Esa
capacidad de crear puentes entre la psique del niño y la del adulto demuestra
una gran creatividad. Sin embargo, incluso Freud manifestaba vertientes de esa
capacidad asociativa que probablemente iban más allá de la mera extravagancia: era
un gran supersticioso, estaba obsesionado con los números 23 y 28, y tenía un
temor inexplicable al número 62; nunca,
por ejemplo, se hospedaba en un hotel con más de 62 habitaciones. También
tenía fobia a los helechos y no le gustaba comprar ropa: solo se permitía tener
tres trajes, tres mudas de ropa interior y tres pares de zapatos.
De todos
estos casos se puede extraer una inferencia un tanto perturbadora: las personas
creativas, trastornadas o inteligentes, son, en su conjunto, aquellas que
observan la realidad aparente con suspicacia. Dicho de otra forma, son unos
seres inadaptados: en algún momento crítico, la realidad les ha hecho sufrir y
eso les ha empujado a alejarse de ella (de lo que es evidente), a sustituirla por, o enriquecerla con,
ensueños o construcciones imaginarias, o a escrutar a través de las rendijas
abiertas en sus formas aparentes, a analizar obsesivamente sus partes ocultas y
quizás anticipar por dónde puedan llegar sus ataques más lacerantes. Esa
suspicacia, esa manera inadaptada de observar la realidad que empuja a detectar
en ella partes ocultas, conexiones no evidentes entre unas cosas y otras, sirve,
pues, de sustrato tanto para la creatividad caótica y desintegradora del
extravagante y del loco como de la creatividad ordenada e integradora de la
persona inteligente. Sin embargo, ambas fuentes de creatividad, puesto que
comparten la raíz, pueden entremezclarse, y el inteligente, confiado en la
productividad habitual de sus descubrimientos, llega en ocasiones a autoafirmarse
excesivamente y mostrar una seguridad improcedente porque algunas veces su
inteligencia pasa a conducirse por caminos disparatados.
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