viernes, 12 de mayo de 2017

Por qué escriben los escritores

Texto de la charla que di el otro día en la librería Todo Libro de Aranda de Duero.
Resumen - Los ingredientes de la charla fueron: acertijos que extraer de algún desvarío, secretos que ha de desvelarte un monstruo que se nos parece, pecados que es imprescindible confesar, a ser posible a alguien más que a nosotros mismos, sombras que aparecen en cuanto apagamos la luz, sueños que buscamos prolongar o traducir durante el tiempo de vigilia, verdades que viven dentro de nosotros, pero que desconocemos, y de las que las musas solo nos dan fugaces atisbos… Todo ello, menos el monstruo, que no cabe, embutido en nuestra mochila de redivivos Doctores Livingstone (supongo), dispuestos a recorrer la travesía en busca de las fuentes, no del Nilo esta vez, sino de la literatura. Y es a nuestro lado donde discurre, precisamente, ese monstruo que se nos parece, y que si no salimos airosos de nuestra expedición, sin ninguna consideración, acabará comiéndonos vivos.
 
     Diré antes de nada que no pretendo solamente hacer una exposición objetiva de los motivos que llevan a los escritores en general a emplearse en su oficio de escribir, aunque, efectivamente, esa será la materia prima de mi exposición. Pero aspiro también a que la comprensión de esos motivos objetivos u objetivados sea algo así como la desembocadura o la respuesta, seguramente insuficiente, que uno se ha de encontrar partiendo de la inquietud personal, de los motivos que subjetivamente uno detecta también que habitan en el interior de sí mismo y que empujan hacia el hecho de escribir. O sea, que no solo pretendo encontrar las razones de por qué otros, los escritores más o menos consagrados, sienten la necesidad de escribir, sino escarbar en la propia intimidad, la mía y también, eventualmente, la de ustedes, con la intención de hallar la fuente universal de la que mana esa peculiar necesidad, lleguemos a desarrollarla o no.
     Y ello me obliga, de alguna forma, a empezar partiendo de mi propia experiencia personal (personal, pero que pretendo que sea compartible, generalizable). Y he escogido, de entre las posibles experiencias propias de las que puedo echar mano la siguiente: yo soy licenciado en psicología; me especialicé en psicología clínica. Sin embargo, apenas he ejercido profesionalmente la psicología, excepto una temporada, en la que atendí diversos casos de personas con problemas psíquicos. Desde la perspectiva del psicólogo, al menos desde la perspectiva que yo tenía a partir de mi preparación y de mis lecturas (más que de la carrera incluso), uno percibe el problema psíquico que la persona que acude a tu consulta trae bajo el formato, podríamos decir, de un acertijo. Esa persona te va aportando datos sobre su vida, su sufrimiento, su manera de estar en el mundo que son como pistas que se van acumulando para acabar dando con la solución de ese acertijo que consiste en organizar los datos de la experiencia vital del paciente que se van acumulando de forma que eventualmente acaben apuntando hacia una solución. Un acertijo este para el que no tenemos solución dentro de las claves o del contexto hasta entonces habituales, y que, y aquí viene lo decisivo, en ese ámbito psicoterapéutico, ha de conseguir formularse en clave verbal, en forma de palabras. La respuesta al acertijo que plantea un problema psíquico, late, está esperando, antes de traducirse en cambios de comportamiento, en forma verbal. Solo se puede cambiar y resolver este tipo de problemas psíquicos a partir de que se hayan comprendido, y ese acto de comprensión se produce en un formato verbal. Por eso, suelo decir que la tarea de la psicoterapia es una tarea literaria.
     Y cuesta llegar a esa fórmula verbal, literaria, que supone la solución del acertijo. La palabra hablada no suele ser suficiente, porque tiende a ser inconsistente, improvisada, escasa… Por eso, yo tenía, en aquellas ocasiones que ejercí como psicólogo, un consejo casi previo que proponer a las personas que iban a mi consulta: les decía que escribieran. Que escribieran sobre su mundo interior, sobre los modos en que las experiencias en el mundo exterior repercutían sobre ellos, sobre sus emociones, y viceversa, sobre las maneras en que su mundo interior se trasladaba al mundo externo. En fin, les proponía hacerse escritores. Y desde esa necesidad que yo detectaba y que empujaba, a partir de un problema psíquico, en la dirección de la escritura, es desde donde pretendo ir enlazando con los motivos que he ido comprobando que llevan a los escritores a desarrollar su vocación de tales.
     Propongo retener esa idea que nos ha salido al paso al concluir que la tarea psicoterapéutica venía a ser algo así como resolver un acertijo, y que esa resolución la convertía en una especie de tarea literaria. Porque conceptos como estos o que vienen a confluir con ellos nos los encontraremos cuando demos nuevas vueltas de tuerca alrededor de los motivos que encuentra el escritor para desarrollar su vocación de tal. Para dar la siguiente vuelta de tuerca al asunto, me apoyaré en claves que pude extraer viendo la película y leyendo el libro que en ambos casos tienen por título “Un monstruo viene a verme”. La película la dirigió Juan Antonio Bayona basándose en la novela homónima de Patrick Ness. En ellas asistimos al desvelamiento del secreto que su protagonista, Conor, un adolescente de trece años, guardaba en su interior, el que, una vez descubierto, habría de permitirle pasar desde la pequeña verdad de un niño invisible para los que le rodean, aferrado a su pasivo papel de ser integrado en un entorno maternal, hasta la gran verdad de un adolescente madurado y capaz de aceptar la nueva realidad que estaba apareciendo ante él; una realidad que habría de surgir de la apocalíptica destrucción de su pequeño mundo de antaño. El monstruo que vive en él, igual que el arquetipo de la Sombra de Jung, es tan destructivo como creador, absurdo para la mente de un niño, luminoso para la del adolescente que emerge. Ese monstruo se le aparecerá entre sueños a Conor, el protagonista, para ayudarle a desvelar su secreto tal y como es debido: contando historias, haciendo aflorar en él el lenguaje literario con el que ha de construir la nueva verdad, la del adolescente que sustituye al niño. De modo que aquello que antes habíamos llamado “acertijo” pasa en este nuevo contexto a ser denominado “secreto”, y también promovería una clase de tareas literarias no muy diferentes de las que tenían lugar en el contexto de la psicoterapia, en la que al fin y al cabo el paciente se dedica también a contar historias, a contar la historia de su vida. Dando pruebas de esta similitud, en un determinado momento de la novela de la que hablamos se lee:
     “ ‘Historias’, pensó Conor con un escalofrío mientras caminaba hacia su casa (…) ‘Vuestras historias –había dicho la señorita Marl–. No penséis que no habéis vivido lo bastante como para no tener una historia que contar’. ‘Escribir la vida’, lo había llamado; un trabajo sobre ellos mismos. Su árbol genealógico, dónde habían vivido, los viajes en vacaciones y los recuerdos felices. Cosas importantes que hubieran pasado”. Así empezó Conor a pensar en esa clase de lenguaje que da acceso al secreto interior. La noche de aquel día en que a Conor le habían puesto aquella tarea escolar de escribir historias, y cuando dieron las 00:07 h., la hora de empezar a soñar, el monstruo se presentó ante la ventana de la habitación de Conor:
“–¿Qué quieres de mí?
–No es lo que yo quiera de ti, Conor O’Malley. –El monstruo pegó la cara a la ventana–. Es lo que tú quieres de mí.
–Yo no quiero nada de ti –replicó Conor.
–Todavía no –dijo el monstruo–. Pero ya lo querrás.
‘Es solo un sueño’, se dijo Conor.
–Pero ¿qué es un sueño, Conor O’Malley –El monstruo bajó la cabeza hasta la cara de Conor–. ¿Quién dice que no es todo lo demás lo que es un sueño?
(…)
–Esto es lo que pasará, Conor O’Malley –continuó el monstruo–: vendré a ti de nuevo otras noches y… –Conor sintió que se le encogía el estómago, como si se estuviera preparando para recibir un golpe– te contaré tres historias”.
(…)
–Bueno… –Conor miró a un lado y a otro sin dar crédito–. ¿Y qué clase de pesadilla es esa?
–Las historias son lo más salvaje de todo –retumbó la voz del monstruo–. Las historias persiguen y muerden y cazan  (…) Y cuando yo haya contado mis tres historias (…) tú me contarás a mí una cuarta (…) y será la verdad (…) Tu verdad.
–Vale –dijo Conor–, pero dijiste que antes del final pasaría miedo, y eso no da nada de miedo.
–Sabes que no es cierto –dijo el monstruo–. Sabes que tu verdad, esa verdad que escondes, Conor O’Malley, es lo que más miedo te da en el mundo.
(…)    
–Y si no te la cuento, ¿qué? –dijo Conor.
El monstruo volvió a esbozar su sonrisa diabólica.
–Entonces te comeré vivo.”
     En otro momento de la narración, ante el escepticismo de Conor, el monstruo insistió: “Las historias son importantes. Pueden ser más importantes que cualquier otra cosa. Si portan la verdad”. Retendremos este nuevo concepto que nos sale al paso, el de “verdad”, que añadiremos a los que ya tenemos acumulados, el de “acertijo” y el de “secreto” en esa exploración en la que estamos en busca del manantial de la literatura, de la fuente de las motivaciones que llevan a escribir.
     Una de las aportaciones del psicoanálisis al acervo de las ideas con las que tratamos los hombres de comprendernos a nosotros mismos consiste en la constatación de que ese secreto que encerramos en el fondo del alma y que, entre otras cosas, nos empuja a escribir para intentar expresarlo y conocerlo, permanece muchas veces en la zona oscura del alma, en el inconsciente (en lo que Carl Gustav Jung denominaba la Sombra), en forma de pecado (“pecado”: otro concepto que meter en nuestro zurrón o mochila de exploradores). Por eso es también impronunciable, por eso la conciencia, en tales casos, lo rechaza: porque es un pecado que no queremos reconocer. En el caso de Conor, se trataba de una verdad desestructuradora, inaceptable desde los valores morales en los que estaba instalado. Tuvo que cambiar su sentido moral, hacerlo más amplio y tolerante, para que cupieran en él sus ineludibles sentimientos. Pero si no se llega a confesar ese pecado que mantenemos en la sombra, acaba devorándonos. Recordemos que el monstruo le había dicho a Conor que si no le contaba su historia (su secreto, su verdad, su pecado), entonces le comería vivo. “Aceptando el propio pecado –decía Jung desde su puesto de psicoterapeuta– se puede vivir con él, mientras que su rechazo trae consigo incalculables consecuencias”. Y Nietzsche decía también: “Toda verdad silenciada se vuelve venenosa”
     Cuando Emil Michel Cioran escribió su primer libro, “En las cimas de la desesperación”, se justificó diciendo: “Es evidente  que, de no haberme puesto a escribir este libro a los veintiún años, me hubiese suicidado”. “¿Por qué no podemos permanecer encerrados en nosotros mismos? ¿Por qué buscamos la expresión y la forma intentando vaciarnos de todo contenido, aspirando a organizar un proceso caótico y rebelde? (...) Siempre es peligroso refrenar una energía explosiva, pues puede llegar el momento en que deje de poseerse la fuerza necesaria para dominarla (...) Existen estados y obsesiones con los que no se puede vivir. La salvación ¿no podría consistir en confesarlos? (...) El lirismo representa una fuerza de dispersión de la subjetividad, pues indica en el individuo una efervescencia incoercible que aspira sin cesar a la expresión”. Añadamos a nuestras indagaciones este perturbador motivo que puede llevar a convertir a alguien en escritor: Cioran escribió… ¡para no suicidarse! Y si lo consiguió, parece que fue porque la escritura significó para él una especie de “confesión”; por tanto, le sirvió para liberarse de algo así como un pecado.
     Efectivamente, Jung sabía que la Sombra, el guardián de nuestros secretos (de nuestros pecados), ha de salir a la luz, ha de ser confesado, porque si no se convierte en un ser maligno y destructor. Y entonces, aunque no te lleve a disyuntivas tan dramáticas como la que cuenta Cioran, puede que, al menos, te acabe abocando a la neurosis: “La enfermedad (neurótica) –dice Jung– no es ninguna carga superflua y por lo tanto carente de sentido, sino que es la persona misma como ‘otro’ al que siempre se ha tratado de excluir, por infantil comodidad, por ejemplo, o por miedo, o por cualquier otro motivo”. La vida le estaba, precisamente, exigiendo a Conor (como, sin duda, también a Cioran) crecer, ser “otro”, exigencia que su parte todavía infantil estaba tratando de evitar. “Ser otro”: un concepto más para meter en nuestra mochila de exploradores. En la literatura, uno aprende a ser otro fabulando, contando historias, acompañando a los personajes para los cuales inventamos vidas que sirvan de contraste a la que vivimos en nuestra pequeña realidad. El secreto, la historia que hay que desvelar es la de la vida misma, absurda a menudo, como en aquel momento crucial de la vida de Conor, donde lo bueno no tiene por qué prevalecer y lo malo puede triunfar, donde, como en su pesadilla, “los bordes del mundo se desmoronan”. Sobre eso hay que contar historias que le ayuden a uno a convertirse en recipiente de lo que la vida trae consigo, a desvelar el secreto, a confesarse a sí mismo “la verdad”. Rosa Montero lo dice de esta otra forma: “No se escribe para enseñar nada, se escribe para aprender. Si no tienes la sensación de haber puesto un poco de luz en tus sombras, es que lo que has hecho no es lo suficientemente bueno”. Y dice también: “Escribimos siempre sobre nuestras obsesiones” (metamos también en nuestra mochila este concepto de “sombras” al que se refiere Montero).
     Cuando Cioran se confiesa escribiendo su primer libro, cuando Conor, después del proceso catalizador de dejar que su monstruo le contara historias externas a él, acaba contándose su propia historia, incluso cuando Rosa Montero escribe para poner luz en sus sombras, están descubriendo la verdad, están resolviendo su acertijo, y es así como consiguen evitar ser devorados por su secreto, su pecado, su monstruo, su sombra. Desde entonces tuvieron que aprender a “ser otro”. Se escribe, pues, para no ser devorado por el monstruo que nos habita. Se escribe para, a través de las historias que uno se cuenta, aprender a “ser otro”, aprender a vivir otras realidades que amplíen la pequeña realidad en la que, para empezar, estamos viviendo. Se escribe para dar expresión a los secretos de nuestra alma, esa parte de nosotros que desconocemos. Y se escribe, en fin, por la misma razón por la que por la noche soñamos: porque el ser que somos en nuestra vida de vigilia es insuficiente para dar expresión a todo lo que potencialmente somos. Necesitamos poner luz en ese ser que vive dentro de nosotros, en nuestra zona sombría. Soñar es como fabular, y fabular es como soñar: en ambos casos damos vida a personajes que representan algo de nosotros mismos, conseguimos ser otros yoes distintos del que habitualmente somos, porque este yo cotidiano, reconocible y constatable resulta ser insuficiente. Explica Nicholas Humphrey, profesor de Psicología de la Universidad de Nueva York: “Los sueños nos llevan a situaciones extremas para entrenarnos a reaccionar y sentir. Los niños aprenden en ellos lo que significa tener miedo, esperanza, dolor, ansiedad o peligro. El mundo onírico es como un teatro. Cuando vemos Hamlet, aprendemos lo que es la traición, la venganza, el odio. Estas narraciones son las que se representan en nuestra mente por la noche. Al mismo tiempo nos dan una percepción del mundo que no podríamos tener de otra manera. Por ejemplo, muchas comadronas suelen soñar que dan a luz, aunque no tengan hijos. Eso les ayuda a entender las emociones de las mujeres a las que atienden”. Esta misma función que tienen los sueños la tendrían las fabulaciones que inventan los escritores. Los sueños, igual que la literatura, tendrían, pues, la función de enseñarnos a generar respuestas a situaciones para las cuales no estamos entrenados. Y en general, tanto los sueños como la literatura servirían para, a través de la imaginación, dar un cauce a nuestras emociones, las cuales, sin ese cauce, podrían llegar a ser desestructuradoras. El cuento de Caperucita Roja, por ejemplo, puede conducir el sentimiento de angustia del niño ante la oscuridad hacia una elaboración simbólica que lleve esa emoción hacia un buen destino. Y es que, como decía Truman Capote: “El que no imagina es como el que no suda; almacena veneno”.
      Vamos, pues, vislumbrando el manantial de la literatura que, como redivivos Doctores Livingstone en busca de las fuentes del Nilo, tratamos de descubrir. De momento, al menos, vamos descubriendo torrentes intermedios no menos caudalosos o poderosos que las cataratas Victoria que Livingstone descubrió en el corazón de África, esos que hemos denominado “acertijo”, “secreto”, “pecado”, “verdad”, “sombras”, “sueño”, “ser otro”…       
 
     Volvamos ahora, más en concreto, hacia ese concepto, hacia esa parte del río que estamos remontando en busca del manantial de la literatura que hemos denominado “verdad”. San Agustín afirmaba que “la verdad habita en nuestro interior”. Yo creo que eso es así, pero hay algo más que decir al respecto. Lo que habita en nuestro interior es una parte de la verdad, o la verdad en su grado incipiente, en su modo latente. La verdad que habita en nuestro interior lo hace sobre todo en forma de preguntas, intuiciones, interpelaciones, inquietud o inspiración. Y asimismo –esta es la otra parte de la verdad– llega a nosotros en forma de respuestas procedentes del exterior; o al menos como atisbos de algo que las musas envían, pero que hay que convertir en material externo, que hay que conseguir entrelazar con el campo de nuestras experiencias posibles en el mundo. Podríamos decir que somos el alambicado recipiente que toma la forma de signo de interrogación, de enigma por resolver, que viene a llenar el mundo externo con sus respuestas, reales o fabuladas. Cuanto más abramos nuestro interior para que emita preguntas, intuiciones, inquietudes, más verdad seremos capaces de contener. Esa verdad interior aparece como foco de luz que ilumina un trozo de realidad exterior, lo recompone, nos lleva a descubrir latencias o realidades implícitas que están ahí afuera, pero que no son evidentes, que hasta entonces estaban escondidas en ese mundo externo. Es eso precisamente lo que hacen las musas. Pondré un ejemplo para entender de qué hablamos, y recurriré no a lo que haya dicho, salvo indirectamente, ningún escritor, sino a lo que sentía un personaje de ficción, la protagonista de uno de los libros más leídos de los últimos tiempos, “Ofrenda a la tormenta”, de Dolores Redondo. Allí se cuenta cómo la inspectora Salazar, encargada de investigar unos crímenes que han tenido lugar en el valle del Baztán, tiene también ese tipo de inspiración, que llama “el rayo”, y que es tan frágil e inconsistente como un sueño, a partir del cual se le representan claves fundamentales destinadas a aclarar sus pesquisas, pero que apenas puede retener la memoria, igual que ocurre con los sueños, porque su código expresivo es, para empezar, muy diferente del que empleamos en la comunicación verbal y racional. Se trata, pues, de una intuición, de un foco de luz (de una verdad interior) que hay que trasladar al mundo real, al mundo externo, y allí darlo forma. Ernest Renan, escritor y filósofo francés del siglo XIX, planteaba esa pregunta a la que llega todo aquel que aspira a encontrar el sentido oculto de las cosas (y que también se hacía la inspectora Salazar para encontrar al autor de los crímenes que investigaba) -“¿Qué objeto os habéis propuesto?”, preguntaba Renan; y él mismo se contestaba: “-¡Eh! ¡Por Dios! el mismo que todos se proponen al escribir un libro: encontrar la verdad”.
     Para eso se inventó, efectivamente, la literatura: para desvelar la verdad, para poner cerco al secreto, como los israelitas hicieron con Jericó, atronando el aire, ellos con sus trompetas, los narradores con sus historias, los ensayistas con sus indagaciones, hasta conseguir que las murallas que protegen Jericó, el secreto, acaben derribándose. Cuentan historias los narradores, buscamos respuestas los que nos dedicamos más al ensayo, para ampliar los márgenes de la verdad, para descubrir el secreto que nos habita y habita en el mundo, para poder ir respondiendo a los acertijos que la Esfinge nos plantea por el mero hecho de haber venido a parar a la vida.
     A estas alturas ya hemos podido constatar que el escritor no escribe por capricho o por entretenerse, sino por necesidad. Decía Carl Gustav Jung al explicar los motivos que le impulsaron a escribir su autobiografía: “Un libro mío es siempre obra del destino. Existe en ello siempre algo difícil de prever, y yo no puedo prescribirme o proponerme nada. Así también la autobiografía toma ya ahora un camino distinto al que en un principio supuse. El que yo redacte mis antiguos recuerdos es una necesidad. Si lo abandono un solo día, se manifiestan inmediatamente desagradables síntomas físicos. Tan pronto como vuelvo a trabajar en ello, desaparecen, y recupero mi claridad mental”. Y Mario Vargas Llosa en su discurso de aceptación del Premio Nobel, que tituló “Elogio de la lectura y la ficción” hablaba de los efectos taumatúrgicos de la escritura: “En todas las circunstancias en que me he sentido abatido o golpeado, a orillas de la desesperación, entregarme en cuerpo y alma a mi trabajo de fabulador ha sido la luz que señala la salida del túnel, la tabla de salvación que lleva al náufrago a la playa”. De esa salida del túnel hablaba también María Zambrano cuando decía: “Todo libro es un hecho dramático, cuando menos polémico; sin conflicto de qué escapar, no se realizaría la acción dolorosa, angustiosa, que es dar nacimiento a un libro”.
     En conclusión, podemos decir, pues, que los motivos que llevan a escribir a los escritores son, en última instancia, los que empujan a poner luz en una zona oscura del alma, a dar solución a un acertijo, desvelar un secreto, incluso confesar un pecado que habita en nuestro interior, pero del cual apenas tenemos conciencia. Creo que la idea cristiana de que nacemos con un Pecado Original a las espaldas tiene que ver con esta necesidad de dar expresión a esa zona oscura del alma. Y quien no se atreve a fabular escribiendo, al menos fabula soñando; los sueños son literatura en su modo incipiente, y uno y otro modo de fabular cumplen la misma función: la de dar expresión a ese otro ser que somos en la sombra. Los escritores escriben por necesidad, de la misma forma que soñamos por necesidad; pasamos soñando tres años de nuestra vida, lo que evidentemente demuestra su importante función vital. Por otro lado, las áreas del cerebro que se activan cuando soñamos son las mismas que cuando imaginamos, por ejemplo, cuando leemos. A través de su tarea, los escritores, igual que los soñantes, asisten al desvelamiento de eso que les falta, y dan sentido a su vida a través de su búsqueda de otras realidades o de otras respuestas que amplíen o remedien la insuficiencia de la pequeña realidad en la que viven. Esas otras realidades, aun cuando sean fabuladas, ayudan a desvelar el secreto que nos habita. Un secreto que también es un monstruo (la “sombra” lo llamaba Jung) que si no lo sacamos a la luz, como en el cuento aquel en el que Conor era el protagonista, “nos comerá vivos”. Esas motivaciones que llevan al escritor a ejercer como tal están latentes en todos los hombres. La vida adquiere sentido cuando hacemos de ella una tarea que consiste en buscar eso que nos falta. Todos tenemos un secreto que desvelar, unas respuestas que dar al acertijo de la vida, incluso algo de lo que nos sentimos responsables y que la tarea de vivir ayuda a redimirnos de ello. Todos tenemos dentro un monstruo que hemos de domesticar para que no acabe comiéndonos vivos.

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