Hace un par de artículos situábamos el fundamento de las
enfermedades en general en el hecho de que una parte del organismo se separara
del todo e intentara hacer la vida por su cuenta. Como, según argumentamos allí,
el todo no es en el organismo una mera suma de partes, sino que está incluido
en cada una de ellas, esa evasión del destino común resultaba perjudicial, y en
última instancia fatal, para el organismo. Sigmund Freud sustentaba este
argumento sobre su teoría de la existencia de dos instintos básicos, Eros y
Tánatos, instinto de vida e instinto de muerte; y así, afirmaba: “El
fin del Eros consiste en establecer unidades cada vez mayores, y por
consiguiente conservar; es la ligazón. El fin de la otra pulsión (Tánatos) es,
por el contrario, romper las relaciones, y por consiguiente destruir las cosas”.
Miguel de Unamuno ratificó este modo de ver el problema de la enfermedad de
esta otra manera: “Una enfermedad es, en cierto respecto, una disociación orgánica; es un
órgano o un elemento cualquiera del cuerpo vivo que se rebela, rompe la
sinergia vital y conspira a un fin distinto del que conspiran los demás
elementos con él coordinados (…). Todo lo que en mí conspire a romper la unidad
y la continuidad de mi vida, conspira a destruirme y, por lo tanto, a
destruirse”.
ILUSTRACIÓN: SAMUEL MARTÍNEZ ORTIZ
Pues bien, a la hora de analizar la salud de una sociedad,
siguen siendo válidas estas claves que nos servían para comprender cómo se
originan las enfermedades de los organismos en general. Si sustituimos instinto
de vida por civilización e instinto de muerte por barbarie, esta manera en que
Ortega y Gasset formula la cuestión viene en este otro ámbito a ser equivalente
a aquella en que lo hizo Freud y, por extensión, Unamuno cuando se referían a
las enfermedades orgánicas: “Civilización
es –dice, pues, Ortega–, antes que nada, voluntad de convivencia.
Se es incivil y bárbaro en la medida en que no se cuente con los demás. La
barbarie es tendencia a la disociación. Y así todas las épocas bárbaras han
sido tiempos de desparramamiento humano, pululación de mínimos grupos separados
y hostiles”. Y conocida es la idea del mismo Ortega a propósito de
considerar el particularismo, la tendencia a la disociación, como el principal
problema que tenemos los españoles. León Felipe era de la misma opinión, como dejó
expresado en estos versos suyos:
“Aquí el hacha es la ley
y la unidad el átomo,
el átomo amarillo y rencoroso.
Y el
hacha es la que triunfa”
La falta de conciencia entre nosotros de lo que significa
esta propensión nuestra a la enfermedad colectiva, el tratar de convertir en
signos de normalidad lo que no son sino claros síntomas de nuestros
padecimientos básicos, el intentar convivir a la par con los agentes de nuestra
enfermedad nacional, con los particularismos que lo que buscan es la
destrucción del conjunto, llevó a los gestores de nuestra Transición a la
democracia a inocular de una manera fatal, unas veces de manera explícita y
otras subrepticiamente, el germen de nuestra enfermedad colectiva en la
Constitución y en las leyes que la desarrollaron, de modo que ese germen no ha
hecho más que crecer y extenderse, llegando a amenazar gravemente la existencia
de nuestro organismo nacional. Me refiero ante todo, claro está, y para
empezar, a la carta blanca que se les otorgó a nuestros nacionalismos y
protonacionalismos para que pudieran extender entre nosotros la idea de que no
había una nación común en la que todos pudiéramos cobijarnos, o, si la había,
era prácticamente irrelevante, idea que rápidamente se materializó en el
esperpento de que incluso la palabra “España” se convirtiera en políticamente
incorrecta. Desde la Transición, las tendencias centrífugas se han desarrollado
entre nosotros hasta el punto de que, por ejemplo, nuestros escolares no puedan
estudiar en el idioma común en muchas partes de nuestro territorio (fenómeno inédito
en el mundo), o incluso de que en grandes áreas de la administración pública
hayan tomado el poder los que durante muchos años practicaron el terrorismo
como método para llegar, precisamente, a donde hoy están.
Pero no solo los nacionalismos son el síntoma de nuestra
enfermedad colectiva, aunque es evidentemente el más grave. También las
ideologías extremistas, propensas al totalitarismo, que verían realizarse sus aspiraciones
solo si excluyen de la participación en la democracia a buena parte de la
sociedad, son otro grave síntoma de particularismo, de tumor canceroso. Y en
los últimos tiempos, la aparición de contingentes humanos atraídos por la
inmigración, que no solo no aceptan incorporarse a nuestra modo de vida
colectivo y a nuestros valores comunes, sino que son abiertamente hostiles a
ellos, vienen a agudizar los males de nuestro organismo nacional. Sin olvidar
ese otro factor añadido, en buena medida resultado de los anteriores, que es el
hecho de que tantos individuos se sientan desvinculados de la marcha de la
sociedad y atiendan solo a los que son sus más inmediatos intereses. De nuevo
Ortega amplía la idea de enfermedad, de crisis colectiva que sufrimos a través
de una reflexión que esta vez incluye a Occidente en general, pero en la que
claramente se vislumbra que España está, lamentablemente, en la vanguardia de
los males que diagnostica: “Os invito a que imaginéis (el) caso de un
hombre que se encuentra sin saber lo que tiene que hacer, lo que tiene que ser;
que no lleva dentro de sí ningún horizonte de vida sinceramente suyo que se le
imponga con plenitud y sin reserva (…)
Pues bien: yo creo que esto es lo que acontece a los hombres de
Occidente: no saben de verdad qué hacer, qué ser, ni individual ni
colectivamente”. Lo cual se traduce en una serie de comportamientos
característicos: “En todas partes se advierte una protesta, una urgencia por reformar
todo y por reformarlo hasta la raíz, que contrasta ostensiblemente con la falta
de ideas claras sobre la sociedad, sobre el individuo”.
Que ya desde los inicios de la Transición la trayectoria
escogida por nuestros legisladores y gobernantes fue equivocada y que optó por seguir derroteros
que en buena medida eran las que propugnaban nuestros instintos de muerte, se
puede comprobar analizando la evolución de diferentes indicadores de salud
social.
Ha de resultar especialmente significativo analizar el
índice de fracasos matrimoniales, puesto que es en los ámbitos familiares
desestructurados donde se incuban muchos de los problemas indicativos de falta
de salud social que después habrán de aparecer: suicidios, drogadicciones,
fracaso escolar, comportamientos delictivos… Pues bien, España está a la cabeza
del mundo en número de divorcios y rupturas matrimoniales, partiendo de la
situación contraria cuando se legalizó el divorcio, en 1981. En este año, 1981,
el número de rupturas fue de 16.362. En el año 2000, habían pasado a ser 102.403. En 2014, el número total de
rupturas, según datos del Instituto Nacional de Estadística, fue de 105.893. La
tasa de rupturas matrimoniales por cada 1.000 habitantes en España fue de 2,3
en este año 2014. Lo cual quiere decir que en España un 61% de las uniones acaban
en ruptura. En Europa estamos solo por detrás de Bélgica (70%), Portugal (68%),
Hungría (67%) y la República Checa (66%). Y el hecho es que nueve de los diez
países con más altas tasas de ruptura matrimonial en el mundo son europeos. Al
tiempo, aumentan también en España los nacidos fuera del matrimonio y
disminuyen constantemente los casamientos. Asimismo, los españoles se casan
cada vez más mayores, con una media de 34,1 años en mujeres y de 37,2 años en
hombres. Estos datos han de estar relacionados, sin duda, con el hecho de que
la infidelidad sea también una conducta en la que los españoles estamos de
nuevo a la cabeza de Europa, según los
datos de la red social para infieles Ashley Madison, la más importante de las
redes que proporcionan “infidelidad sin riesgo” a sus usuarios.
Inmediatamente relacionados con los datos anteriores están
los referidos a la evolución de la demografía en España: en 1975, los
nacimientos fueron 669.000. En 2015, fueron 426.000. Defunciones en 1975:
298.000. En 2015: 396.000. En suma, nos hemos adentrado en un auténtico
invierno demográfico. A 1 de enero de 2015, los nacimientos habían superado a
las defunciones en solo 29.974 personas, cuando en 1975 fueron de 371.000
personas la diferencia. El índice de fecundidad (número medio de hijos por
mujer) es en 2014 de 1,32, cuando se necesita que sea de 2,1 para que la
población se mantenga estable. Somos el país número 184 en tasa de natalidad y
el 182 en índice de fecundidad de los 192 países publicados por DatosMacro.com.
En 1978, en los inicios de nuestra Transición, la tasa de natalidad era, sin
embargo, en España de 2,55. Esa tasa fue decreciendo todos los años hasta que
en el 2000 llegó a ser de 1,23. De entonces hasta ahora hemos subido a 1,32.
Estamos a la cola del mundo. Recordemos de pasada, para ambientarnos, que uno
de los principales síntomas que anunciaron la decadencia en la Grecia de las
Guerras del Peloponeso y en la Roma de los siglos III y IV fue precisamente la bajísima
tasa de natalidad.
En cuanto a fracaso escolar, España se ha situado en 2011,
2012, 2013 y 2014 a la cabeza de Europa en abandono escolar temprano, que hace
referencia a los jóvenes de 18 a 24 años que dejaron sus estudios tras
completar la educación obligatoria o antes de graduarse. Según los datos
publicados por la oficina de estadística comunitaria Eurostat, en 2014 la tasa
de abandono fue de 21,6%, el doble de la media comunitaria, que fue del 11,1%. En
2006 la tasa había sido de 30,3%. La paradoja es que el de 2014 fue nuestro
mejor dato histórico. Lo que ocurre es que, en el mismo tiempo, los demás
países han hecho mejor los deberes.
Repasemos ahora el índice de suicidios (en lo que España
nunca ha destacado). En 1975, fueron 1.366 las personas que se suicidaron. En
1980, fueron 1.652, lo que suponía una tasa de 4,39 suicidios por cada 100.000
habitantes, tasa que fue creciendo hasta alcanzar un máximo de 8,51 en 1997. Llegamos
al año 2012, año en que se registran 3.539 casos de suicidio, de los cuales
2.724 corresponden a hombres y 815 a mujeres, un 7,57 por cada cien mil. Y en
2014 fueron 3.870. En el resto del mundo, la media es mayor, de 10 suicidios
por cada cien mil habitantes, pero la progresión registrada en nuestro país
desde la Transición resulta significativa independientemente de esos otros
datos comparativos.
Respecto de los datos sobre criminalidad suministrados por
el Ministerio del Interior, solo son accesibles los referidos a los años que
van desde el año 2000 al 2010. En las regiones controladas por la Guardia Civil
y la Policía Nacional, la tasa de delitos y faltas por cien mil habitantes
(denunciados, claro está) ha disminuido ligeramente, de 45,9 a 45,1. Sin
embargo, esta cifra afecta sobre todo a los delitos contra el patrimonio, pues
los delitos contra la vida, libertad e integridad de las personas han aumentado
en este período de 60.209 a 103.155 (de 1,61 a 2,66 por cada 1.000 habitantes).
De entre ellos, los que más han aumentado son los malos tratos en el ámbito
familiar: de 6,6 por cada 10.000 habitantes en el año 2000 a 16,4 en el 2010. El
mayor índice de muertes violentas en el ámbito familiar se produce
proporcionalmente entre los inmigrantes. Todo lo cual abunda en la idea de que
la familia no es en nuestro ámbito una institución precisamente estable y
estructurada, y es aquí donde deberían apuntar las medidas contra la violencia
doméstica, y no tanto a la promulgación de leyes sexistas y a la organización
de manifestaciones. También los delitos por posesión y consumo de drogas han
crecido de 16.543 hasta 55.827 en este período.
Que, en conjunto, los delitos disminuyan es un dato que hay
que poner en relación con los de los demás países. Steven Pinker, destacado
psicólogo canadiense que se ha hecho famoso por sus investigaciones históricas
sobre el desarrollo de la criminalidad en el mundo ha declarado en una reciente
entrevista que en Estados Unidos el crimen ha disminuido un 50 por ciento en
los últimos 20 años. Igual que en Bogotá o Río de Janeiro. Una de las razones
por las que el crimen ha disminuido en las ciudades norteamericanas es que la
Policía puede monitorear los barrios donde se producen más crímenes. En su
último libro, “Los ángeles que llevamos dentro”, Pinker lleva a cabo una
minuciosa investigación que le ha permitido concluir que los porcentajes de
homicidios en Europa se han dividido al menos por 30 desde la Edad Media: de
aproximadamente 40 personas por cada cien mil al año en el siglo XIV a 1,3 al
final del XX. No parece, pues, que la disminución de la criminalidad en nuestro
país sea un dato comparativo como para tirar cohetes.
En España, los cuerpos policiales han aumentado
sensiblemente a lo largo de nuestra trayectoria democrática, lo cual también tendrá
que haber influido en la evolución de nuestra criminalidad (además del
desarrollo tecnológico de sistemas de videovigilancia y otros). El número de
efectivos conjuntos de Guardia Civil y Policía Nacional ha ido creciendo a lo
largo del tiempo desde los inicios de la democracia. Desde 2003, en que eran
118.666, fueron creciendo hasta 155.810 en 2011. En 2014 han pasado a ser
152.302, a los que hay que sumar 8.000 agentes de la Ertzaintza, 16.973 Mozos
de Escuadra, 1.000 agentes de la Policía Foral Navarra y decenas de miles de
policías locales, policías privados y guardias de seguridad. Según los datos
del Boletín Estadístico del Personal al Servicio de las Administraciones
Públicas de enero de 2014, en España había un total de 233.336 miembros de
fuerzas de seguridad. Según Eurostat, en 2012, eran 534 policías por cada
100.000 habitantes, el cuarto país de Europa con un mayor despliegue policial
en proporción a su población, sólo por detrás de Chipre, Italia y Croacia.
Respecto de los datos sobre población penal, en 1975, el número de internos en
las cárceles españolas, tanto hombres como mujeres, era de 8.440. Y a
principios de 2015 era de 65.000 personas, casi ocho veces más.
Y analicemos, en fin, un último dato, la evolución del consumo
de drogas en nuestro país. El Instituto Nacional de Estadística proporciona
datos sobre el consumo de drogas en la población entre 15 y 64 años en el
período comprendido entre 1995 y 2009, tomando como medida el hecho de haber
consumido la sustancia alguna vez en la vida. El consumo de cannabis ha ido aumentando
desde un 14,5 por cada cien habitantes en 1995 hasta el 27,4 en 2011 (32,1 en
2009). En ese mismo período, el consumo de éxtasis ha aumentado desde el 2% al
3,6% (4,9% en 2009). Los alucinógenos, del 2,1 al 3,7%. Anfetaminas, del 2,3 al
2,9% (3,7% en 2009). La cocaína base del 0,3 al 0,9%; respecto de la cocaína en
general solo hay datos referidos al 2007 (8,3%), a 2009 (10,2%) y a 2011 (8,8%);
la heroína, por el contrario, ha disminuido del 0,8 al 0,6% entre 1995 y 2011.
Respecto del consumo de tranquilizantes, solo hay datos sobre la evolución de
su consumo entre 2005 (7% de la población) y 2011 (17,1%). Somos, junto a Reino
Unido y Francia, los líderes en el consumo de cannabis y cocaína entre los
jóvenes.
Habíamos titulado este artículo: “España: ¿una sociedad enferma?”.
A estas alturas del mismo podemos perder el miedo y atrevernos definitivamente
a quitar del título los signos de interrogación. Pero puestos a anudar nuestras
conclusiones con los puntos de partida, resaltemos que hacia donde aquí se
apunta como causa estructural de la evolución expuesta es al virus de
particularismo que se inoculó en la sin duda bienintencionada Constitución de
1978. Como de costumbre, el camino del infierno está sembrado de buenas
intenciones.
Yo, que siento hostil el aire (el que no lleva natura) que las marcas de los hombres han trazado, creo que no tendrá solución. Todos los tiempos bárbaros, como bien has resaltado, han supuesto ese desparrame que siempre resultará mermante. Aún me considero tributario de la unificación que los romanos nos legaron, amén del derecho, la cultura, la arquitectura, ingeniería... Mas hoy son aquellos sus bárbaros los que nos gobiernan (y que tan duramente practican el liberalismo a ultranza -el económico-): por un lado los anglosajones y sus descendientes del Nuevo Mundo, y, por otro, los teutones hiperrígidos.
ResponderEliminarMas la cuestión es la territorial, o la enfermedad del cuerpo ciudadano que la compone. Aquí puede haber una clave: la consideración de ciudadanos, garante de un mayor trato en los derechos civiles, frente al concepto de pueblo -el volk- alemán (otra vez ellos) que tanto descarrío sangrante ha llegado a suponer en la historia reciente. Ese mismo concepto de pueblo, que se arroga unos supuestos derechos inalienables, secciona cualquier trato entre los de "aquí" y los demás. El poder dominante, que, como siempre, se dota de todos los medios disponibles para trazar su proyección, consigue casi plenamente que sus dictados penetren. Esa superioridad moral, que no ética, pues lo moral siempre será concerniente a un credo, con que se dotan es transmitida de generación en generación -y cueste lo que cueste- para perpetuar La causa.
Entiendo que siempre entidades superiores habrán de dotar de más y mejores medios para una comunión-conjunción de espíritus. Pero sabemos que nunca España ha funcionado desde una posición concéntrica. Así que... La vanidad por creerse distinto (¿superior?) no cejará en su empeño de alterar las moléculas del ser a formar. Creo.
Casi de lo que se trata, Vicente, creo yo, es de cómo sobrevivir a nuestro propio pesimismo, porque la vida, para ir para adelante con un mínimo de fortaleza necesita estímulos, tener horizontes, y que estos no estén demasiado cubiertos por los nubarrones. Y la verdad, yo llevo ya muchos años que en este ámbito social y político no alimento mi energía con casi ninguna noticia buena. Así que intento aplicar el remedio que Kierkegaard proponía: no estar pendiente de los resultados, o no al menos tanto como de los principios. Que sean estos los que empujen y ayuden a vertebrar la vida, más que la expectativa de los resultados. El aprendizaje casi ha de consistir en cómo sobreponerse a la realidad… y dejar un rinconcito del alma abierta a la posibilidad de que los resultados alguna vez acompañen. Que, hoy por hoy, no tiene la pinta de eso, la verdad.
EliminarNo existe una verdadera mentalidad natalista,CON DINERO O SIN ÉL.Las niñas modernas crecen pensando que una maternidad temprana y abundante será su ruina existencial,añadiendo que los hombres modernos españoles tampoco están para grandes sacrificios ni gestas y que muchos padres no quieren que su hija sea "una coneja como sus bisabuelas" .Los españoles modernos han decidido suicidarse demográficamente e ir paulatinamente desapareciendo para poco a poco entregar el país a los africanos.Y eso es ser progre y liberal.
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