domingo, 30 de noviembre de 2014

El papel de la espontaneidad (de la libertad) en la historia de Occidente

     En la conformación de la personalidad intervienen dos componentes contrapuestos: uno afluye aportando aquellos ingredientes que proceden del ámbito de lo general, ingredientes que representan a todo lo que compartimos con los demás, los que nos llevan a ser aquello que las circunstancias, lo que nos es externo, nos demandan ser. El otro componente está hecho con ingredientes que brotan de nuestra intimidad, nos empuja a ser lo que espontáneamente seríamos si desecháramos las influencias o exigencias que nos impone el mundo externo, y nos sitúa en la estela de lo que directamente brota de nuestro apetito personal antes de que hayamos pensado en cómo justificar lo que ello nos lleve a hacer.

 
     Venimos, procedemos del primero de esos ámbitos, del ámbito de lo general. Allí, en nuestros orígenes, no existía lo particular, lo único o excepcional, y tampoco existíamos los individuos, que estábamos disueltos en lo que el antropólogo Lucien Lévy-Bruhl denominaba “participación mística”, envueltos por la colectividad, por un “nosotros” omnipresente que anulaba cualquier atisbo de particularidad o espontaneidad. De este modo, dice el eminente psicólogo y psiquiatra Carl Gustav Jung, “cuanto más pequeña sea la personalidad, tanto más indefinida e inconsciente se torna, hasta confundirse con la sociedad, perdiendo su propio carácter, que se disuelve dentro de la totalidad del grupo. La voz interior es reemplazada entonces por la voz de la sociedad y de sus conveniencias y el destino es sustituido por las necesidades colectivas”. Dice también Carl Gustav Jung que “cuanto más retrocedemos en el tiempo, con tanta mayor frecuencia vemos a la personalidad desvanecerse oculta bajo el manto de la colectividad. Y si descendemos tan lejos como para llegar a la psicología primitiva, nos encontraremos con que allí ni tan siquiera tiene sentido hablar de la idea de individuo (…)  Lo que nosotros entendemos por la idea de ‘individuo’ constituye una conquista relativamente reciente en la historia del espíritu y la civilización humanas”.

     Ese absolutismo de lo general, es decir, de lo que está sujeto a norma, a repetición, y resulta, por tanto, previsible, acotaba estrictamente la manera de mirar el mundo que tenía el hombre primitivo. Así, decía Jung en este otro sentido: “La seguridad del mundo consiste para el primitivo en la regularidad de los acontecimientos acostumbrados. Toda excepción se le antoja un peligroso acto arbitrario que debe ser reparado, pues no se trata sólo de una momentánea interrupción de lo habitual, sino que es a la vez presagio de nuevos sucesos improcedentes”. Cualquier irrupción de lo extraordinario, de lo imprevisto o anormal, era percibida por el hombre primitivo como un mal augurio. Y por las mismas razones, cualquier forma de conciencia individual, de distanciamiento de la norma colectiva era inconcebible o intolerable. “La consciencia individual o del yo es un logro tardío de la evolución –dice asimismo Jung, que prosigue: –. Su forma primigenia es una mera consciencia grupal (…) La consciencia grupal, en la que los individuos resultan totalmente intercambiables, no es sin embargo el escalón más bajo de la consciencia, supone ya una cierta diferenciación. El primitivismo más profundo posee seguramente una especie de consciencia cósmica, con completa inconsciencia del sujeto que produce la representación. A este nivel hay sólo acontecimientos, no personas actuantes”. Podríamos decir también que estas personas primitivas son un mero instrumento al servicio de los acontecimientos que les preceden y se les imponen. “Nuestra consciencia actual –concluye, en fin, Jung– no es más que un niño que acaba de empezar a decir ‘yo’ ”.

     Para el hombre arcaico, pues, el destino está escrito, prefijado antes de que él, como individuo y propietario de un “yo”, pueda tener opiniones propias al respecto. Todo fenómeno es, para él, expresión de una ley general que le trasciende y se le impone. Todo lo particular es mero desprendimiento de lo arquetípico, de lo genérico, copia más o menos imperfecta, cuando no desviación, de lo ejemplar y modélico. Y este punto de vista no quedó interrumpido cuando aparecieron los filósofos: también Platón consideraba que lo particular o aparente era una copia o sucedáneo de la idea, de lo esencial, de lo general. Con los filósofos, eso sí, el pensamiento mítico, basado en símbolos o alegorías, quedó sustituido a la hora de dar expresión a lo general por el pensamiento abstracto, basado en conceptos. Así, la mente mítica buscaba la referencia de un acontecimiento original y modélico al que vincular el acontecimiento particular; la caza, por ejemplo, de un animal concreto simbolizaba la caza original que hizo el dios cazador en el principio de los tiempos, y los ritos que se suscitaban a raíz de una caza concreta rememoraban aquel acontecimiento original y buscaban la inclusión en el marco general que para el hecho de cazar fijó y acotó el acontecimiento original. Según un adagio hindú, “debemos hacer lo que los dioses hicieron al principio”. Porque, como aclara el gran historiador de las religiones que fue Mircea Eliade, “lo que los hombres hacen por su propia iniciativa, lo que hacen sin modelo mítico, pertenece a la esfera de lo profano: por tanto, es una actividad vana e ilusoria; a fin de cuentas, irreal. Cuanto más religioso es el hombre, mayor es el acervo de modelos ejemplares de que dispone para sus modos de conducta y sus acciones. O mejor dicho, cuanto más religioso es, tanto más se inserta en lo real y menor es el riesgo de perderse en acciones no ejemplares, ‘subjetivas’ y, en suma, aberrantes”. Mientras tanto, una vez que el hombre dio el paso que le hizo capaz del pensamiento abstracto y de la filosofía, ese marco de lo general y ejemplar quedaba acotado ya no por el mito sino por el concepto: lo particular pasó desde entonces a ser un caso, un fleco que emitía o se desprendía de lo general y modélico, y que estaba encerrado en el concepto previo.

     Sin embargo, Occidente asumió la tarea de descubrir lo particular, lo espontáneo, lo contingente, lo individual… como algo con consistencia propia, aquello que, por no someterse a las previsiones de la ley general, quedaría encuadrado en el epígrafe de lo excepcional, lo irregular, incluso lo absurdo. Resulta chocante enunciarlo así, pero me parece sugerente decir que el gran descubrimiento, hasta ahora, de Occidente ha sido, efectivamente, el del absurdo. También podríamos decir, desde luego, que ese gran descubrimiento es el de la libertad. Un descubrimiento enormemente fructífero, pero tremendamente peligroso, como iremos viendo. Ese descubrimiento comenzó también en Grecia, donde ya Heráclito, echando a un lado todo aquello que señalaban los conceptos, lo regular, lo que no cambiaba, dijo preferir, por el contrario, “las cosas cuyo aprendizaje es vista y oído”, iniciando por primera vez el cambio del péndulo filosófico desde lo general que expresa el concepto hacia lo individual y concreto que detectan los sentidos y la experiencia. Demócrito prosiguió por este camino y dijo que no existía lo general como algo esencial e inmutable, puesto que resultaba del mero convencionalismo: “Por convención, el color –decía–; por convención, lo dulce; por convención, lo amargo; pero en realidad átomos y vacío”. Y Protágoras, el sofista, dio la puntilla a esa pretendida verdad que habían descubierto sus colegas filósofos, los que, como Platón, diferenciaban aquella verdad general de las meras apariencias de las que son portadoras las cosas individuales; decía Protágoras: “El hombre es la medida de todas las cosas: de las que existen, como existentes; de las que no existen, como no existentes”. Es decir, que cada hombre, cada individuo era portador de una pequeña verdad, su verdad particular; cada hombre era el que decidía en qué consistía cada cosa, si, como sugería Demócrito, algo era dulce o amargo, sabroso o repugnante, hermoso o feo. Y en fin, Antístenes, el fundador del cinismo, reprochaba a Platón su predilección por lo general, por lo que no existía, pues le decía: “¡Oh, Platón!, el caballo, sí lo veo; pero la equinidad no la veo” (la “equinidad”, es decir, el género “caballo”, el caballo “en general”). Cuenta también Diógenes Laercio en su “Vida de los más ilustres filósofos griegos” cómo preguntado Antístenes sobre qué había sacado de la filosofía respondió: “Poder comunicar conmigo mismo”. Entre sus dogmas estaba también el de que “el sabio se basta a sí mismo”. La verdad general quedaba así reducida a pequeña verdad particular, a la autárquica verdad de cada cual.

     Sin duda necesarios, pero también peligrosos, insistamos en ello, estos descubrimientos que estaba haciendo el hombre de la mano de aquellos filósofos: Heráclito, Demócrito, los sofistas, los cínicos, también los escépticos y los epicúreos… En tiempos como esos en los que lo individual, lo particular pasa a primer plano, dice Hegel, “los individuos se retraen en sí mismos y aspiran a sus propios fines (…) Esto es la ruina del pueblo; cada cual se propone sus propios fines según sus pasiones”. Asimismo,  Ortega, oponiéndose a esa autarquía del sabio a la que aspiraba Antístenes, decía que “librada a sí misma, cada vida se queda sin sí misma, vacía, sin tener que hacer”. Efectivamente, una profunda crisis afectó a la sociedad griega como conjunto y también a las concretas personas que en ella vivían, crisis que discurrió en paralelo con la misma historia de la Grecia clásica, tan fecunda por otro lado, sin embargo. Las cumbres de la filosofía que supusieron Sócrates, Platón y Aristóteles no fueron, para empezar, sino intentos de sobreponerse a ese otro descubrimiento de lo absurdo que estaban realizando los filósofos que traían lo individual al primer plano de la historia.

     Bajo la influencia del cristianismo original, la Edad Media sometió a los hombres al predominio absoluto de lo general. Erich Fromm afirmaba que entonces “la vida personal, económica y social se hallaba dominada por reglas y obligaciones a las que prácticamente no escapaba esfera alguna de actividad”. Ortega y Gasset abundaba en esa misma idea, referida ya a la baja Edad Media: “En el siglo XIV el hombre desaparece bajo su función social. Todo es sindicatos o gremios, corporaciones, estados. Todo el mundo lleva hasta en la indumentaria el uniforme de su oficio. Todo es forma convencional, estatuida, fija; todo es ritual infinitamente complicado”. Y en fin, también Jacob Burckhardt, un clásico en el estudio del Renacimiento, confirmaba la misma idea, cuando afirmó que en la Edad Media “el hombre se reconocía a sí mismo solo como raza, pueblo, partido, corporación, familia u otra forma cualquiera de lo general”.

     La gran revolución, el gran punto de inflexión que vendría a separar definitivamente a la civilización occidental de todas las demás, y que fue el por entonces soterrado punto de arranque del Renacimiento, quedaría señalado en el siglo XIV por la obra de Guillermo de Ockham. Ockham llegó como si fuera un Antístenes redivivo, afirmando que los géneros no existían, solo existían los individuos. No, pues, la “equinidad”, sino los caballos; no el bosque, sino los árboles concretos. “Equinidad”, “bosque” eran meros “flatus vocis”, soplos de voz, inventos de la mente, no realidades. Amparado en estas emergentes ideas de la escolástica más revolucionaria, el Renacimiento irrumpió para dar cumplimiento a la nueva verdad, la que traía al individuo, a lo excepcional, a lo irregular, a lo único... a la libertad al primer plano de la historia. “El llamado Renacimiento –dice Ortega– es, pues, por lo pronto, el esfuerzo por desprenderse de la cultura tradicional que, formada durante la Edad Media, había llegado a anquilosarse y ahogar la espontaneidad del hombre”. Y en otro lugar dice también Ortega: “El Renacimiento descubre en toda su vasta amplitud el mundo interno, el me ipsum, la conciencia, lo subjetivo”. A lo largo de este proceso humanizador, individualizador, la pintura descubrió, por ejemplo, el retrato, la representación no idealizada (no generalizada) de individuos concretos, de carne y hueso.

     No solo el individuo irrumpió en el Renacimiento con especial protagonismo; también lo hizo todo lo nuevo, imprevisto, sorprendente, excepcional o irregular. “El hombre moderno –dice Ortega refiriéndose al hombre que emergió en el Renacimiento– vive asomado al mañana para ver llegar la novedad”. Y Mircea Eliade abundaba en la misma idea: “La diferencia capital entre el hombre de las civilizaciones arcaicas y el hombre moderno, ‘histórico’, está en el valor creciente que este concede a los acontecimientos históricos, es decir, a esas ‘novedades’ que, para el hombre tradicional constituían hallazgos carentes de significación, o infracciones a las normas (por consiguiente, ‘faltas’, ‘pecados’, etc.), y que por esa razón necesitaban ser ‘expulsados’ (abolidos) periódicamente”. Del interés que despertaron los objetos y fenómenos singulares, auténtico desencadenante de la Revolución Científica y, en general, de la modernidad, dan testimonio los que se conocieron como gabinetes de curiosidades, precedentes de los que con el tiempo llegaron a ser los museos de historia natural. Quien tenía recursos y afición, se dedicó al coleccionismo, a atesorar ejemplares curiosos que procedían de los campos más heterogéneos: piezas arqueológicas, reliquias, ingenios mecánicos, animales raros, esqueletos, minerales, fósiles, hierbas, artefactos de interés etnográfico… Resultado, en fin, todo ello, de aquel cambio de perspectiva que había llevado desde el interés por los principios generales y el curso ordinario de la naturaleza por el que se había regido la antigua escolástica, hasta el interés contrapuesto, según el cual lo que merecía atención eran los fenómenos singulares, lo extraordinario y su observación empírica. La curiosidad, la atracción por lo extraño dejó de ser, como pensara San Agustín, una inclinación pecaminosa. Y el telescopio, el microscopio y la bomba del vacío (inventada en 1650) fueron los instrumentos más característicos de la Revolución Científica, los que mejor cumplieron con la función de ayudar a la observación y satisfacer la curiosidad de los hombres de aquel tiempo.

     Paradigmático en este sentido sería el descubrimiento que en 1572 realizó el astrónomo danés Tycho Brahe de una nova, una estrella que nacía, es decir, un hecho particular que venía a destruir la idea de que el cielo era algo previo, inmutable, fijo, un fenómeno preestablecido que no podían contradecir hechos particulares como el de la aparición de esa nueva estrella. La emergente forma de mirar que había llegado con el Renacimiento sustituyó la idea de verdad preestablecida, desde la cual se llegaba a los conocimientos particulares por la vía deductiva, por el nuevo método de la observación empírica de los fenómenos particulares, para desde ahí ascender por vía inductiva hacia verdades más generales. Esa fue la base del método científico, que, sin embargo, se fundamentaba en una previa enunciación de hipótesis que orientaban la posterior observación empírica, la cual era la auténtica piedra angular de la nueva manera de conocer.

     Habrá que ir quemando etapas, porque esto no aspira a ser un tratado, sino apenas un artículo, y ya es más extenso de lo debido. Vayamos dando forma a alguna clase de conclusión: la irrupción de lo individual, de lo único, de lo imprevisto, de lo que rompe las reglas preestablecidas, la observación de los hechos desprovista del prejuicio de considerarlos como emanaciones de algo general que les precede, ha constituido el núcleo de la modernidad, vale decir, de la civilización occidental en su etapa más productiva y creadora. El hombre moderno, en suma, y para empezar, ha descubierto la soledad. Como decía Jung, “el hombre ‘moderno’ es solitario todo el tiempo, pues cada paso hacia una consciencia más elevada y amplia le aleja de la originaria participation mystique, puramente animal, del rebaño, ese estado de inmersión en una inconsciencia común”. Ortega y Gasset ve con perspicacia y sutileza hacia dónde lleva esta conciencia del moderno solitario y amante de la espontaneidad (de la libertad) mientras analiza algo que, como siempre en este gran filósofo, parece alejado de los profundos problemas filosóficos, en este caso, la obra de su amigo, el novelista Pío Baroja. Dice de él que ve la realidad como una farsa, y que es un cínico en el más filosófico sentido de la palabra. Como Diógenes el Perro, se rebela contra todas las convenciones. Solo lo que sale sinceramente de uno mismo, de su más estricta intimidad es válido para él, porque es lo único sincero. Es, el que vive Baroja, un buen momento para el cinismo, como lo fue aquel otro del que originalmente emergió tal filosofía, durante la gran crisis social que asoló el mundo helénico, y que esta de ahora viene a emular y a superar. “La sinceridad es la nueva tabla –continúa Ortega–. ¿Qué queda? Una isla desierta en torno de un Robinsón. El individuo señero: Yo (…) Estos son los primeros principios de Baroja el can. Retorno a la naturaleza, vuelta al balbuceo, agresión a la decadente sociedad en torno”. La psicología de Baroja es “la de un hombre temeroso de que le arrebaten su ‘yo’”. Y su método de defensa: “Primero que se haga el desierto y luego se levanta el ‘yo’ en medio como una torre”. Como para los anarquistas, con los que Baroja simpatiza, “los individuos son fuente y surtidor de toda energía”.

     Pero cuando solo somos individuos y no hay nada que nos permita trascender de nosotros mismos, cuando dejamos de tener la referencia de una verdad que dé sentido a las cosas particulares, de una globalidad en la que incluir las realidades individuales, cuando, como decía Protágoras, “la verdad es una relación”, es decir, cuando todo se ha vuelto relativo, comprobamos que el lugar al que vamos a desembocar es el absurdo. La expresión filosófica de este descubrimiento es el nihilismo. Y de los resultados que el nihilismo, el absurdo (la búsqueda de lo irrepetible) ha producido, por ejemplo, en el arte, hay a estas alturas un catálogo de locuras y estupideces inagotable, que nos acerca hacia otra constatación que hay que contrastar con aquella primera de que acercándonos a lo particular hemos dado un gran paso adelante; esa nueva constatación es la que nos permite comprobar que los hombres no somos capaces de vivir una vida absurda; nuestros recursos personales y emocionales no dan para tanto. Los hombres no toleramos vivir en un mundo en el que todo sea contingente, impredecible, irregular, resultado del azar, en donde solo podamos vincularnos a nosotros mismos y al momento presente y único, y a lo que de él podamos extraer. Sea o no una quimera lo que perseguimos, los hombres, como decía Viktor Frankl, somos seres en busca de sentido, en busca de un ideal al que referir lo que hacemos y lo que nos pasa, en busca de algo que nos permita trascender de nosotros mismos, de nuestra exigua individualidad. Traigamos también aquí, a esta hora de las conclusiones, esto que Jung decía: “Cuando reina una confusión total, como actualmente en Europa, (…) se necesita una visión global (…), si no (…) podemos ser barridos inconscientemente por los acontecimientos”. O, cuando menos, quedémonos con esta descarnada reflexión de Cioran: “Todo el secreto de la vida se reduce a esto: no tiene sentido; pero todos y cada uno de nosotros le encontramos uno”. Y situemos aquí, por tanto, el punto de partida de la trayectoria que en Occidente nos queda por recorrer: la que ha de llevarnos a superponer al absurdo y al nihilismo al que hemos arribado, el sentido que estamos obligados a encontrar.

7 comentarios:

  1. Hola, Javier: muy buena presentación de la entrada, que quiere, precisamente, serlo para la búsqueda del sentido. Asunto recurrente ya que suele notarse el desvío de él.

    Terminas, como no, muy bien el artículo, y me quedo con ello. Ahora bien, si como, por coherencia, nos conminas al inicio del recorrido por hallar el sentido, que Ciorán reconoce como el secreto de la carencia de el mismo, estaríamos tratando de un no-concepto. Algo así como sucede en tus no queridas u-topías -no-lugares-. (Si el sentido previo no existe sino como propósito de crearlo, será un no-concepto, insisto).

    Y me quedo con el final de la exposición, decía. Si he de subir al completo análisis, trotaría por la existencia rozando con la compañía de la idea despegada de Baroja y su querencia, o tendencia -desaborida o ácida- por el anarquismo (para mí la acracia). Con el nihilismo como descubrimiento de lo que, más que nada, velado nos está, o, más bien, escépticamente reconociendo que no más que el afán pondremos en nuestro poder estar. Con la parcialización ockhamniana, y, sobre todo, pululando entre el vacío de los átomos de Demócrito (y Epicuro) para confluir, utópicamente, con la vida como un perro de Diógenes el cínico o Antístenes.

    Digo, supongo, ya que como individuo no sé si podré valerme haciendo ruta creyendo que sé lo que quiero: "¿No vemos que cada cual desconoce lo que quiere?, Lucrecio. Si me pongo a desmontar, o desandar, todo el trayecto arriba dispuesto, puedo poner por ejemplo a Bertrand Russell: "El interés por uno mismo (...) no lleva a ninguna actividad de tipo progresista. Puede llevar a escribir un diario, a psicoanalizarse o quizás a hacerse monje. Pero el monje no será feliz hasta que la rutina del monasterio le haya hecho olvidarse de su propia alma".

    Y ahora iré, brevemente, con el ser (y el estar). Mi madre nos solía recordar las palabras de su padre de cara al desenvolvimiento entre el individuo y la colectividad. "No sirváis nunca debajo de nadie, aunque tengáis que sacar el fruto de debajo de las piedras". El pensamiento lo condensa Étienne de la Boétie en el Discurso de la servidumbre voluntaria: "Tomad la resolución de no servir y seréis libres".

    Entiendo que cada uno ha de llevar su propia creación, tal parece el yo, de una no aparcada manera, o sea, incesantemente, restableciéndose de la necesidad de contactar con nuestra sumisión a la especie, que lo es social. Mientras tanto, lo dicho: ser -intentarlo- en sí:

    "Ser, nada más. Y basta,
    Es la absoluta dicha".

    Jorge Guillén

    Demasiado distante de ese sentido que aplicas. Un saludo (de un confuso; en fin).

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    1. Buenos días Vicente. Has percibido en mi exposición, efectivamente, un punto débil. Alguien como yo, a quien no le gustan nada las utopías, va y plantea que nos debemos de dedicar a buscar algo que tampoco existe: el sentido. Alguna vez he considerado también que hay que buscar a Dios, aunque no exista, o precisamente porque no existe; esta última fórmula sé que te gusta menos, pero todas ellas, la del utópico, la de la búsqueda del sentido, la de quien busca a Dios, son maneras de dar expresión a un mismo impulso; cambia el formato, pero no el contenido último. Así que he de concluir que no es que no comprenda al utópico en cuanto que aspira a lo inexistente. Lo que no me gusta del utópico es que se convierta en delirante: una cosa es que Don Quijote quiera realizar “grandes hazañas” y otra que aterrice ese sano impulso poniéndose a pelear con molinos de viento o con rebaños de carneros. Es decir, que, mientras aspira a lo que no hay, pierda contacto con la realidad. De la misma forma, hay una manera fraudulenta de encontrar sentido al mundo: ignorando el absurdo, evadiéndote de la realidad pensando que las cosas tienen sentido porque sí, porque necesitas que lo tengan, no porque seas tú mismo el que sirve de instrumento a la búsqueda de ese sentido. Tampoco el “hágase su voluntad” es la manera de relacionarse con esa forma de inexistencia que llamamos Dios. Cada cual, poniendo en práctica su propia voluntad: ese es el medio de acceder a Él.

      ¿Desconocemos lo que queremos, como recuerdas que decía Lucrecio? Claro: ¿cómo conocer lo que no existe? Lo cual no nos disculpa de seguir queriéndolo: en eso consiste la vida. Y la depresión, en desistir de esa tarea en la que la vida consiste. Nunca llegaremos a encontrar el alimento que nos procure la saciedad definitiva, el hambre vuelve una y otra vez; pero ello no es un argumento a favor de no comer. Gracias al hambre, buscamos la saciedad; gracias al absurdo, buscamos el sentido, gracias a que no existe, buscamos a Dios. La vida consiste en buscar. Vivimos gracias a que no encontramos; si encontráramos, dejaríamos de vivir.

      ¿Ser nada más?... Yo creo que no somos nada, que tenemos la fortuna de no haber llegado al ser, y por eso vivimos. Deficitarios, angustiados, insatisfechos, sí, pero eso no es un defecto de la vida, sino, precisamente, lo que nos hace vivir.

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  2. Hola, Javier: muchas gracias por tu respuesta. Lamentablemente, acabo de perder la que te he mandado a su vez (el solicitar vista previa me la ha eliminado). En fin, lo Intentaré de nuevo, aun sabiendo que es impensable repetir un mismo escrito aunque se proceda inmediatamente después.

    Impensables son las propuestas utópicas, y dañinas según tu reconocido criterio habitual. Pero no estaría mal recordar que utópicos resultaron los planteamientos de Copérnico en su momento, corroborados posteriormente por Galileo. Ese planteamiento heliocéntrico sí que suponía una locura para el estabishment de la época, o sea para la iglesia católica. "Y sin embargo, se mueve (eppur si mouve)". Aquellas extravagancias costaban la hoguera.

    De la misma manera resultaba utópico para las monarquías renacentistas de la triunfante Europa el hecho de circunnavegar el globo hacia el Oeste. Hasta que los Reyes Católicos dotaron de respaldo al utópico genovés. Tras tragarse, literalmente, distancias y más distancias -aguas y más aguas- en la nada oceánica, se gritó "¡tierra!".

    Hoy es la propia Tierra la que grita, y con ella sus seres. Para seguir unidos a ella lo más coherentemente posible, quizás haya que prestar oídos a algunos cantos de sirena, por muy confusamente desencajados que nos puedan -de nuevo, quizás- sonar.

    Cuando El Quijote transforma su loable sueño en delirantes escenas vencidas, a lo mejor trataba de seguir dignificando el noble intento. Precisamente hoy, en la Feria del libro de Guadalajara (México), Arturo Pérez Reverte hace mención a los "analfabetos ministros" que, por ignorar "qué es el Quijote, ni para qué sirve", lo han ido aparcando de la experiencia educativa, en vez de cultivarse ellos. Y así durante muchas generaciones.

    Finalmente, he contenido hasta ahora el uso de la frase hecha, precisamente en El Quijote aparecida: "con la iglesia hemos topado, amigo Sancho", que le espeta a su escudero el caballero andante. En realidad lo hace en un pasaje en donde confirma la visión del detalle del campanario de la iglesia del lugar, no haciendo referencia, por tanto, a la institución. Del mismo modo que el verbo utilizado es dado, y no topado. En fin, que sí, con la iglesia he topado en lo referente a la búsqueda de Dios, tal y como reafirmas, aun suponiendo lo improbable de su existencia.Tal lo veo, pero atribuyo al propio hombre la creación del concepto de Dios, y no a la inversa, como forma de darle un sentido contundente al mismo hecho inicial de estar aquí.

    Y me gusta mucho tu párrafo final, bueno, le gusta mucho a mi parte escéptica, a esa que cree en la propia incapacidad para conocer la verdad.

    Bueno, Javier, he intentado retomar al vuelo las iniciales ideas que se me ocurrieron y luego extravié. Espero no haberme traicionado mucho. Un saludo, y mucha reflexión (que nos sirva para lograr sentido gustoso al hecho de insistir, de sonsacar, de indagar, de especular, de... vivir).

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    1. Hola Vicente. Siento haber tardado en contestarte: a pesar de que se mueve en espacios bastante delimitados y más bien reducidos, en el aspecto temporal me muevo en entornos densos.

      No hay mucha distancia, creo, entre tu postura y la mía; solo hay que remover un poco la perspectiva: la que yo te propongo es considerar utópicos no a Copérnico o a Galileo, sino a sus detractores. El no-lugar era aquel de la tierra firmemente enclavada en el espacio mientras el sol y el resto de los astros daban vueltas alrededor; mientras tanto, el realismo estaba de parte de Copérnico y Galileo sosteniendo el heliocentrismo. Tampoco Colón era utópico: no descubrió ningún no-lugar, sino tierra firme. En donde sí discrepamos es en pensar que Don Quijote dignificaba su deseo de realizar grandes hazañas reduciéndolas al marco del delirio y la alucinación: matar carneros por confundirlos con ejércitos enemigos no dignificaba, era una aberración consecuencia de no vivir en la realidad, de ser un utópico (en el sentido de delirante).

      En suma, que hay que tener cuidado de que nuestro impulso hacia el más allá de lo real siga contando con el suelo firme de lo real.

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  3. Hola, Javier.

    Un compendio respecto a las desviaciones que la utopía alejada del suelo firme de lo real, como tú indicas, aporta, lo podemos observar en el grabado de la portada de tu último libro "Los monstruos que nos habitan". Ese grabado de Goya, "El sueño de la razón produce monstruos", nos puede estar indicando que la propia razón produce sus monstruos, cuando está dormida. Tanto lo delirante como lo razonable conviven en nuestro ser. La razón también sueña, también se evade, produce sus monstruos. Pero qué te voy a indicar a ti que has escrito un estupendo ensayo al respecto. Solo quería hacer notar que tanto el tratamiento de la utopía, de la ideación de no-lugares, como de la razón y sus "sensatos" productos, los tenemos tan cerca en nuestros planteamientos como pueda estar la percepción de que lo mismo nos habita el sentido que su carencia. Y no estamos libres de ello.

    Respecto a asumir o no cierto grado de utopía en el estar, comentaré la cita de Eduardo Galeano al respecto. Aunque tengo alguna propia aproximación al concepto y no me satisface del todo el desarrollo de su exposición, sí, sin embargo, su conclusión me gusta: "La utopía está en el horizonte.Camino dos pasos, ella se aleja dos, y el horizonte se corre diez pasos más allá.¿Entonces, para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar".

    Creo que sin cierta idealización del porvenir, éste quizás dejaría de provocar nuestro impulso por alcanzarlo digno, o bello.

    Un saludo

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    1. Por supuesto, Vicente, que necesitamos añadir algo a lo poco que aporta la realidad para mantener en un nivel suficiente las ganas de vivir. Estoy de acuerdo, cómo no. Mira lo que precisamente decía mi querido Ortega: “Una parte, una forma de lo real es lo imaginario, y en toda perspectiva completa hay un plano donde hacen su vida las cosas deseadas”. Cuando he encontrado esta cita, estaba en realidad buscando esta otra suya que me había recordado lo que pones de Galeano: “Norte y sur no son puertos donde quepa arribar: son gestos remotos y ultrarreales, que definen rutas y crean direcciones”. Pero tiene un montón de reflexiones hechas al respecto, y me he ido topando con ellas: “El hombre es un sistema de deseos imposibles en este mundo”, por ejemplo. Y también: “El hombre es un ser utópico que sólo se propone ser ‘lo imposible’”. Y esto otro: “El destino –el privilegio y el honor– del hombre es no lograr nunca lo que se propone y ser pura pretensión, viviente utopía. Parte siempre hacia el fracaso y antes de entrar en la pelea lleva ya herida la sien”. Y en línea con las conclusiones de Galeano: “La auténtica plenitud vital no consiste en la satisfacción, en el logro, en la arribada. Ya decía Cervantes que ‘el camino es siempre mejor que la posada’ ”. También María Zambrano pensaba las mismas cosas al respecto: “El hombre no se dirige a la realidad para conocerla mejor o peor, sino después y a partir de sentirla como una promesa, como una patria de la que en principio todo se espera, (...) donde se cree posible encontrarlo todo”.

      Vale, pues, todo esto. Pero, como sabes, la realidad es paradójica, y el mismo Ortega se ponía en el otro lado (el que yo más he defendido en mi artículo) para decir: “El ideal de una cosa o, dicho de otro modo, lo que una cosa debe ser, no puede consistir en la suplantación de su contextura real, sino, por el contrario, en el perfeccionamiento de ésta. Toda recta sentencia sobre cómo deben ser las cosas presupone la devota observación de su realidad”. Y se ponía severo a la hora de advertir que “el utopismo es aquella actitud cobarde y pueril que lleva al hombre a complementar sus deficiencias y limitaciones suponiendo imaginariamente que tiene o va a tener lo que le falta”. Porque, dice también: “Lo más grave del utopismo no es que dé soluciones falsas a los problemas –científicos o políticos– sino algo peor: es que no acepta el problema –lo real– según se presenta; antes bien, desde luego –a priori– le impone una caprichosa forma”.

      En fin, Vicente, que en realidad estamos más o menos de acuerdo e esto.

      Y muchas gracias por lo que dices de mi libro. Me dan ganas de nombrarte mi promotor oficial en todos los kilómetros a la redonda que escojas.

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  4. Gracias a ti, Javier, por haber escrito los dos ensayos y ayudar con ello a que la reflexión continúe.

    Y, a este respecto, y teniendo en cuenta la literatura, las citas, las fuentes que nos han servido, los autores-guía (o sea, en tu caso los Ortegas-guías -y ya, y Zambrano, y Ciorán...), ¿no crees tú que el hecho de seguir intentando plasmar verdades que nos salgan mediante los escritos, no deja de ser ello mismo utópico? Antes de nuestra expresión serán no-lugares, vacíos, espacios en blanco que se verán caligrafiados (o tecleados en ordenador) buscando ¿sentido?

    Según leo las últimas citas de Ortega, más me parece que el escribir buscando realidades propias sea una forma de no aceptación de lo real. Escribir, plasmar nuestras inquietudes, lo puedo ver como una imaginaria búsqueda (como Ortega dice) de lograr lo que no tenemos, lo que aún no hayamos escrito, y por ende, sentido.

    Bueno, Javier, en realidad no quería extenderme. Has cerrado bien el artículo y no era mi intención prolongarlo. Pero el último repaso a las citas, a las paradójico-realistas citas orteguianas- me ha llevado a concluir ello: que a lo mejor el hecho de escribir, y por ende, intentar aclarar nuestra posición pensante, es un hecho utópico, pues la figuración ocurrente no ha de ser, digo yo, sino vago intento por nunca llegar a la plenitud soñada. Y si la soñamos también será irreal. En fin, que parece que el ideal como motor seguirá funcionando mientras sintamos.

    Ah, y gracias por esa mención especial como promotor oficial.... Me siento ya como Sancho Panza con su ínsula de Barataria. Aunque habrá que precaver que los duques no se excedan para que el gobierno sea sensato.

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