De esta manera, se puede entender que los españoles, en un amplio
porcentaje, echen la culpa de la corrupción y de otros males del sistema a las
perversiones producidas por lo que ha dado en llamarse “neoliberalismo”, léase
libre mercado e iniciativa privada, y que prosperen posiciones políticas de
raigambre comunista, como Podemos, que pretenden atajar nuestros problemas
aumentando al máximo la intervención del Estado en la economía y en la vida
social en general (por ejemplo, estatalizando los medios de comunicación). Si
la iniciativa privada es la causa de nuestros males, sustituyámosla, dicen, por
la intervención pública. Son planteamientos que gozan de ese caldo de cultivo
favorable que señalan estudios como el antes citado. Las opciones políticas con
más posibilidades de crecer en esta época de crisis parece que serán aquellas
que más hostilidad muestran al libre mercado.
Ahora bien: ¿es realmente la iniciativa privada y la
consiguiente ley de la oferta y la demanda la culpable de la crisis y de la
corrupción? Tanto la crisis de 1929 como la que eclosionó en 2007/2008 tienen
su base en una desorbitada expansión crediticia. Centrémonos en la crisis actual:
fueron precisamente las decisiones políticas lideradas en Estados Unidos por
Alan Greenspan de rebajar los tipos de interés hasta casi la cota cero lo que
favoreció la gran burbuja inmobiliaria, puesto que fue a parar precisamente a la
construcción esa gran disponibilidad de dinero. Dicho
de otra manera: se gastó más de lo que se producía… y eso no puede durar
eternamente; llega un momento en el que la burbuja que de esa manera se va formando acaba
explotando. Pero esa situación no es consecuencia de la ley de la oferta y la
demanda, sino de su transgresión, en este caso a través de decisiones políticas
intervencionistas que se saltaron las leyes del mercado. La consecuencia fue la
quiebra del sistema financiero. El poder político tuvo que seguir interviniendo
para corregir esas dramáticas consecuencias, auxiliando con dinero público a
las entidades quebradas… a los banqueros, dicen los intervencionistas. Pero
hemos podido ver en España que las entidades que han necesitado de la
intervención salvadora del dinero público no han sido propiamente las entidades
privadas, sino las Cajas de Ahorro, que habían sido tomadas al asalto por el
poder político y sindical, y que habían sustituido los criterios técnicos a la
hora de conceder créditos por criterios de conveniencia política, o mejor
habría que decir, de conveniencia de los políticos. Y la corrupción no ha germinado
en los ámbitos de la empresa privada, salvo subsidiariamente, sino en aquellos
que, como las Cajas de Ahorro, estaban gestionados por políticos. Es decir: la
corrupción, aun aquella de la que se han aprovechado los particulares, ha
estado siempre mediatizada por decisiones políticas. Cuando el dinero tiene
propietarios privados, la corrupción solo es posible como estafa, pero con
dinero público, son las decisiones de los políticos corruptos lo que la pone en
marcha. Si la crisis continúa no es por el exceso de capitalismo y la ausencia
de intervencionismo estatal, tal y como erróneamente pregonan los comunistas de
Podemos, sino por todo lo contrario. España es, por desgracia, una de las
economías menos libres del mundo desarrollado, al tiempo que registra uno de
los mayores déficits públicos de la OCDE e impone una sangrante carga fiscal a
familias y empresas.
Una propuesta significativa en ese sentido de hostilidad al
libre mercado de la que hablamos es la que ha realizado el grupo Podemos de
fijar por decisión política los salarios, sustrayéndolos a la ley de la oferta
y la demanda. De nuevo nos encontramos con que las perversiones en esa fijación
de los salarios no salen de los ámbitos de la oferta y la demanda: Cristiano
Ronaldo cobra lo que esa ley del mercado fija, aunque muchos nos lamentemos de que la
sociedad prefiera premiar a los astros del deporte en esa medida tan
desorbitada. Y un sistema fiscal adecuado habrá de tender a corregir los
excesos en la desigualdad, pero nunca debería sustituir al libre mercado, como,
al modo en el que rige en los sistemas comunistas, propone Podemos. Los sueldos
que realmente se salen de la ley de la oferta y la demanda son aquellos que se
establecen con criterios políticos, y es ahí donde de nuevo nos encontramos con
el caldo de cultivo del que brota la corrupción.
En la filosofía antiliberal que sustenta Podemos, el colmo
de las injusticias viene a quedar reflejado en el hecho de que el libre mercado
haya propiciado la creación de fortunas como la de Amancio Ortega, el hombre más
rico de España. No se puede consentir, dicen, que una persona acumule tanto
poder económico mientras otros están en la indigencia. Por tanto, lo que
procede, siguen diciendo, es sustituir a Amancio Ortega y a otros como él por el
aparato estatal, que administraría el dinero que hoy está en manos de esos capitalistas
con un criterio más equitativo y racional. Pero Amancio Ortega no emplea su
capital en lujos asiáticos, harenes o el simple despilfarro. Lo que ha hecho es
administrar el dinero que ha ido ganando de una manera tan eficiente que le ha
llevado a la acumulación de capital que ha conseguido alcanzar. Ha sido su eficiencia lo
que ha producido su fortuna… que no se queda parada debajo de una baldosa, sino
que se la juega en seguir haciéndola producir. Lo que proponen los
intervencionistas es sustituir a los eficientes Amancios Ortegas por gestores políticos,
que cambian el criterio de eficiencia por sus personales maneras de entender la
racionalidad. Unos criterios que, en los países en los que se han implantado,
han conducido invariablemente al desastre económico… y a la formación de
burocracias privilegiadas integradas por políticos. Y estos sí que aprenden
enseguida a despilfarrar, a corromperse o a administrar el dinero de manera
ineficiente.
Por ejemplo, en Venezuela, uno de los países de referencia
para los partidarios del intervencionismo (y respecto al que en una difundida
entrevista en la televisión venezolana, Pablo Iglesias se refería diciendo: “¡Qué
envidia me dais!”), el presidente Nicolás Maduro, en un reciente y corto viaje
a Nueva York, del 22 al 26 de septiembre, para hablar en la Asamblea de las
Naciones Unidas, dilapidó 2,5 millones de dólares. Para ello, tuvo que
emplearse a fondo: se llevó una comitiva de 175 personas. Solo el precio de
cada habitación del hotel, alquiladas todas ellas desde quince días antes, era
de 1.000 dólares diarios; hay que exceptuar la suite en la que se alojaron el
presidente y su esposa, que costó 10.000 dólares diarios. Cada uno de los 175 acompañantes
recibió 500 dólares diarios para sus gastos. En una fiesta que organizó en el
Bronx se gastó 105.000 dólares. En una página de publicidad en el New York
Times para promocionarse se calcula que se gastó 230.000 dólares. Y en una cena
a la que invitó a la delegación, se gastó 80.000 dólares (dejó 13.000 de
propina). Esta es una de las páginas en las que se puede seguir esta
información:
Mientras tanto, la pobreza extrema ha subido en un año en
Venezuela en 737.000 personas.
Los países en los que rige la ley de la oferta y la demanda
prosperan. Para comprobarlo, no hay más que quitarse las vendas de los ojos. Quienes
prefieran mantener puesta esa venda, pueden seguir confiando en que aumentar el
intervencionismo, es decir, el número de políticos y su fuerza decisoria, nos va
a llevar a la solución de nuestros problemas, empezando por el de la corrupción
de la casta. Como en Venezuela.
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