“Ya hay un español que quiere
vivir y a vivir empieza,
entre una España que muere
y otra España que bosteza.
Españolito que vienes
al mundo te guarde Dios.
una de las dos Españas
ha de
helarte el corazón”
Cuando uno trata de definir algo, busca deducir lo que es
por contraste con lo que no es. Pero como las realidades son ambiguas (son lo
que son… y buena parte de lo que no son), esa aspiración a la claridad de la cual
partimos corre el peligro de decaer en la exageración, es decir, puede
llevarnos a afirmaciones rotundas que excluyan importantes matices y que no
acaben de registrar lo mucho que esas realidades tienen de paradójicas. Y así,
si simplemente partimos de que España es la patria de los españoles, enseguida
veremos cómo muchos de estos empiezan a removerse inquietos, incómodos ya ante
tal escueta, y parecería que inocua, afirmación. María Zambrano recogía esta
peculiar incomodidad que surge ante el imponderable que supone ser español en
un gracioso diálogo que imagina con un interlocutor que vendría a representar a
esa mala conciencia:
“-Y usted, ¿qué es?
-Yo, español.
-¿Español?... Pero, ¿no podría ser otra cosa?
-No, soy español simplemente, no puedo ser otra cosa.
(…)
-Pero esto es muy extraño. ¿Es que de verdad no puede dejar de ser
español y ser otra cosa? Mire, nosotros queremos ayudarle, aquí mismo, en otro
lugar. El mundo es muy grande y podría usted, quizá poniendo de su parte,
encontrar algún otro ser”.
Alentado por esa misma incomodidad de que hacía gala el
imaginario interlocutor de María Zambrano, Antonio Cánovas del Castillo, el destacado
político conservador, artífice de la Restauración borbónica y presidente del
Consejo de Ministros del Gobierno de España durante la mayor parte del último
cuarto del siglo XIX, hizo famosa aquella, también digamos que graciosa,
definición de esa españolidad que queremos aquí entender: “Son españoles –decía– los
que no pueden ser otra cosa”.
¿De dónde surge esa incomodidad, esa negativa predisposición
hacia algo tan simple como el hecho de ser español? En nuestra historia más
reciente, esa animadversión que afecta a tantos españoles tuvo su matriz en las
graves perturbaciones que sufrió el alma de nuestra nación a raíz de la crisis
de 1898. Quedaría aquella animadversión expresada
en estas palabras que dejó escritas Joan Maragall, poeta catalán y
destacado miembro del movimiento cultural de la Renaixença, en vísperas del
estallido bélico de 1898 con Estados Unidos, la guerra de Cuba: “Creemos
llegada a España la hora del sálvese quien pueda –decía Maragall–,
y hemos de desligarnos bien deprisa de todo tipo de atadura con una cosa
muerta”. Además del lógico deterioro
en la autoimagen de un país que ha sufrido una derrota bélica, el sustrato del que fundamentalmente surgiría esta
malquerencia hacia España sería la Leyenda Negra, que en aquel contexto fue
intensamente reavivada por las élites y los medios de comunicación
norteamericanos e ingleses, pero que empezó a activarse ya a principios del
siglo XIV, cuando tuvo lugar la terrible Venganza Catalana de los almogávares
en tierras bizantinas después del asesinato de su líder Roger de Flor.
La Leyenda Negra que afectó y sigue afectando a España fue
descrita por Julián Marías como “la condenación y descalificación de todo
el país a lo largo de toda su historia, incluida la futura”. Consiste en la
magnificación desproporcionada de todas las cosas que los españoles hemos hecho
mal en la historia, especialmente, las que tienen que ver con la Inquisición,
la expulsión de los judíos, nuestro eventual fanatismo religioso y los abusos
llevados a cabo a raíz del descubrimiento y conquista de América, así como la
ocultación de todas las que hemos hecho bien. La magnificación de nuestros
defectos pasa por alto el hecho de que los judíos ya habían sido expulsados
antes de los demás países europeos, de que las víctimas mortales a causa de sus
ideas religiosas o por brujería fueron mucho más numerosas en otros países, y
también pasa por alto los beneficios que produjo la traslación de la cultura,
la urbanización, las leyes y el sistema institucional hispánicos a los pueblos
americanos, que en muchos aspectos aún vivían en el estadio tribal del
paleolítico.
Pero no toca hablar hoy tanto de la Leyenda Negra, como de los efectos
que esta tuvo al ser metabolizada y asumida por los españoles, especialmente,
como ha quedado dicho, a raíz de la crisis de 1898. Ninguna otra cultura,
ningún otro país ha sufrido una descalificación tan intensa como España, a
pesar de haber protagonizado a menudo hechos mucho más terribles que los que
llevaron a cabo los españoles en sus peores momentos: la expansión de la
República y el Imperio romanos, por ejemplo, se llevó a cabo a través de actos
de crueldad, incluso genocidios, que sobrepasan con mucho los de los
conquistadores españoles, pero ello no obsta para considerar que la
romanización en su conjunto supusiera un gran avance histórico. Asimismo, las
dos guerras mundiales y los genocidios de los campos de exterminio,
responsabilidades históricas de Alemania de una enorme magnitud, mucho mayor
que la de España en sus momentos más infaustos, no han supuesto finalmente para
Alemania, como es lógico, el descrédito o su descalificación global como nación, cosa que, para
muchos, sí ha ocurrido con España.
Pero, como decimos, lo más nocivo de la Leyenda Negra estriba en que ha
sido asumida, aceptada por muchos españoles. A partir de ella y de sus
repercusiones en nuestra crisis del 98, la interpretación de la historia de
España por parte de un importante sector de nuestra intelectualidad y de nuestras
élites políticas, fue el punto crucial desde el cual se generó un sentimiento
de rechazo hacia su nación por parte de numerosos españoles. Queda expresado
ese rechazo en las palabras de Joaquín Costa, máximo representante del
Regeneracionismo, movimiento intelectual y político surgido en aquel contexto.
Decía Joaquín Costa, entre otras cosas, que España era una nación frustrada y
que “debía ser fundada de nuevo, como si no hubiese existido”.
La expresión “las dos Españas” tiene su origen a principios del siglo XX,
especialmente, como hemos visto, en Antonio Machado, y se han propuesto para
ella diferentes significados: la España de los liberales y la de los carlistas,
la de los progresistas y los conservadores, la España industrializada y más urbanizada
y la agrícola y rural, la España popular y la España de los caciques y las
élites degeneradas… Esta última clasificación vendría, más o menos, a coincidir
con la que, según Ortega, separa la España vital de la España oficial. Concretamente,
Antonio Machado, en 1912, hablaba de
“La España de charanga y pandereta,
cerrado y sacristía,
devota de Frascuelo y de María,
(…)
Esa España inferior que ora y bosteza,
vieja y tahúr, zaragatera y triste;
esa España inferior que ora y embiste,
cuando
se digna usar la cabeza”
Y la contraponía a esta otra España:
“Mas otra España nace,
la España del cincel y de la maza,
con esa eterna juventud que se hace
del pasado macizo de la raza.
Una España implacable y redentora,
España que alborea
con un hacha en la mano vengadora,
España
de la rabia y de la idea”
Sin embargo, todas estas divisiones de España vendrían a ser
subsidiarias respecto de la que acabaría consolidándose como la más definitoria, la que surgió de
la crisis del 98, y que no tardó en quedar plasmada como aquella que nos divide
entre, por un lado, los que siguen (seguimos) respaldando la idea de España, y por
otro, los que padecen de hispanofobia. Nada ha resultado finalmente tan
disgregador y atentatorio contra nuestra convivencia y nuestra conformación
como estado moderno como esta negación de lo español por una gran parte de
españoles. La hispanofobia que resultó de la metabolización de la Leyenda Negra
por parte de una de las dos Españas se convirtió en el ingrediente
básico de nuestros numerosos nacionalismos disgregadores y el que dio pábulo a
buena parte de las ideologías que se consideraron a sí mismas progresistas. Tanto
aquellos como estas se fundamentaron en una visión en negativo de la historia
de España, y fueron recogiendo diversas parcelas o ramales centrífugos de la
misma en los que el proyecto en marcha que supone nuestra nación se habría
frustrado si aquellos impulsos centrífugos hubieran prevalecido. Ese proyecto en
marcha que es la nación española se ha ido realizando sobre el sustrato de una
evolución acumulativa que podríamos hacer arrancar de la romanización y que prosiguió
con los visigodos. Se trataría de la misma trayectoria histórica en la que más adelante
enraizarían los reinos cristianos (españoles) que se enfrentaron a la invasión
musulmana (es decir, ajena a nuestra trayectoria histórica, la que da sentido a nuestra historia), y que dio un paso decisivo con la unificación (reunificación en gran
medida) de esos reinos al llegar al trono los Reyes Católicos, y que no hubiera
sido posible sin la referencia de la antigua España visigótica. Desde allí, la
nación española comenzó a recorrer (no precisamente con agilidad bajo los
Austrias) el trayecto que lleva hacia el estado moderno, y que recibió un
impulso decisivo a partir de la Ilustración, en el siglo XVIII. Este impulso
modernizador estuvo representado en España por los primeros reyes Borbones, y
encontró prolongación en el siglo XIX, a pesar de muchas dificultades, gracias
al liberalismo. Finalmente, la trayectoria histórica que ha desembocado en la
conformación de las sociedades modernas ha debido de pasar por la
generalización del libre mercado y la democracia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario