A veces tiene uno la sensación de que la historia es un
saber torturante que viene a mostrar a quien la estudia hasta qué grado llega
el empecinamiento de los hombres, su adicción al eterno retorno, vulgo meter la
pata en el mismo sitio una y otra vez, de modo que se puede observar cómo así
nos introducimos en un centrípeto, fatal y deprimente círculo vicioso que sirve
de pauta sempiterna para las parece que irremediables ocasiones que el futuro
aún alberga de volver a meter la pata de nuevo. Eso, a veces. Otras, la
sensación es la contraria: sería el conocimiento de la historia y la capacidad
de extraer de ella las enseñanzas oportunas lo único que posibilitaría que nos libráramos de este tipo de recurrentes infortunios e hiciera discurrir
el tiempo no hacia el punto de partida, sino hacia delante. Repasemos:
Ilustración:
Samuel Martínez Ortiz
Tras muchos siglos de esplendor, el Egipto faraónico llegó
hacia el 1800 a. de C. a un momento de fatiga: se disgregó en digamos que múltiples
comunidades autónomas que finalmente degeneraron en franca anarquía. Como los
vacíos de poder son repelidos por la historia, la debilidad consiguiente de los
egipcios fue aprovechada por los beduinos de la periferia, los hicsos, que se
adueñaron del país. El proceso se había iniciado también, de forma concurrente,
con la llegada aparentemente pacífica de oleadas de emigrantes procedentes de
los países limítrofes menos desarrollados (libios y cananeos), y terminó con la
ocupación de las instituciones por esos extranjeros, que acabaron imponiendo su
propia forma de vida, menos evolucionada, a los egipcios. En este caso, los
egipcios consiguieron finalmente expulsar a los hicsos al cabo de doscientos
años de sometimiento, tras una cruenta guerra de liberación.
Hasta que Filipo de Macedonia no logró unificar a las
distintas ciudades-estado griegas en el 338 a. de C., el mundo helénico había
mantenido diversos elementos de (incompleta) cohesión: un mismo idioma (aunque
dividido en cuatro dialectos), una misma religión (los dioses del Olimpo), un
pasado histórico común (la civilización micénica), una tradición literaria
compartida (los poemas de Homero), un santuario común (el oráculo de Delfos) y
los juegos de Olimpia cada cuatro años. Pero aquellas polis no consiguieron
hacer evolucionar ese potencial unificador hacia la efectiva confluencia en una
misma organización social. La Guerra del Peloponeso, que duró 27 años (431-404
a. de C.), fue la última consecuencia de sus discrepancias y consiguiente
incapacidad de acceder a la unidad. Al final de esa guerra, Grecia quedó
postrada. La población, por ejemplo, descendió de manera muy significativa,
pudiera pensarse que a causa de la mortalidad por la guerra, pero “Rostovtzeff
insiste –dice Julián Marías– en que la causa de esta disminución de la
población helénica no fue principalmente las pérdidas en las muchas batallas,
sino la incertidumbre general, que llevó a una fuerte restricción de la
natalidad, a un individualismo creciente, a una preocupación por la prosperidad
particular; en suma, a un estado de disociación”. Tan derruida y
desanimada quedó Grecia, que Filipo pudo incorporarla a su reino sin gran
dificultad.
El Imperio romano alcanzó su momento culminante en el siglo
II, el llamado Siglo de Oro de Roma, con la dinastía de los Antoninos. Pero a
partir de los Severos (193-238), y a lo largo de todo el siglo III, el declive
no hizo sino agudizarse. A propósito de ello dice Pierre Grima: “Los
romanos, como suele acontecer, habían ido olvidando poco a poco el oficio de
las armas. La prosperidad material del “siglo de oro” es en buena parte
responsable de tal desafección. Cuando es posible comerciar, enriquecerse,
vivir en la paz y el bienestar, ¿quién escogería la precaria existencia de los
soldados?”. Comenzó, pues, un imparable proceso de decadencia. Llegó
un momento en que los usurpadores que aquí y allá accedían al poder en sus respectivas
parcelas territoriales prohibían la salida de productos fuera de las provincias
en que eran reconocidos. La soldadesca, integrada prácticamente por mercenarios
procedentes de los pueblos oprimidos, se dedicaba a la rapiña en los
territorios que debían defender. Aparecieron particularismos regionales,
habitualmente unidos a sectarismos religiosos. A falta de nuevas conquistas
territoriales, Roma solo ingresaba el dinero de los impuestos expoliados a la
cada vez más oprimida clase media. Asimismo, y como había ocurrido en Grecia,
también la natalidad descendió drásticamente. Amiano Marcelino, el principal
historiador romano que vivió y contó la decadencia del Imperio a lo largo del
siglo IV, atribuye esa decadencia a la indolencia, degradación y hedonismo
imperantes; entre otras cosas, censura a los ociosos jóvenes romanos que se
pasaran las noches en las plazas tocando el tambor, o sea, haciendo la versión
romana del botellón... En suma: las invasiones bárbaras del final sólo vinieron
a llenar el vacío general que en la propia Roma se había producido.
En 1009, a la muerte del caudillo Almanzor, y como
culminación del gran esplendor que llegó a alcanzar Al-Andalus en el siglo X,
estalló una guerra civil allí, en la España musulmana, con el resultado de la
desintegración del califato de Córdoba, que quedó formalmente abolido en 1031.
A raíz del caos político que siguió, el territorio de Al-Andalus se fue
dividiendo en pequeños reinos, las taifas, que, debilitadas a pesar del
esplendor cultural y económico que seguían manteniendo, quedaron sometidas a
los reinos cristianos, a los que tenían que pagar las parias o impuestos de
carácter anual. De nuevo la debilidad fue un vacío que asimismo aprovecharon,
primero los almorávides y después los almohades, que llegaron en representación
de un islamismo más bárbaro y fanatizado. Al final, la imparable decadencia de la
dividida Al-Ándalus derivó en su conquista definitiva por parte de los reinos
cristianos.
Para llegar a confirmar que la historia también sirve
como reconfortante enseñanza de que a veces los hombres somos capaces de
encontrar la salida de estos círculos viciosos que impiden el progreso,
serviría repasar aquel otro momento de la historia, en tiempos de Enrique IV de
Castilla y Juan II de Aragón, en que estas dos sociedades sufrían un profundo caos
social y político, corrupción generalizada, debilidad de los dos reinos, y manteniendo
un horizonte muy cerrado en cuanto a la previsible solución de tal crisis. Esto
ocurría hacia 1470. Sin embargo, veinte años después, España, unificados ya sus
reinos (Navarra, el último, lo hizo en 1512), se había convertido en el país hegemónico de Europa, funcionando con
una eficacia sorprendente en todos los ámbitos, con gran orden interno y
generando un gran esplendor. De hecho, por entonces España se convirtió en la
primera nación moderna de Europa. Dice Julián Marías que ese cambio tan
sorprendente solo se explica porque el nuevo contexto histórico permitió la
recuperación de la moral y el entusiasmo por parte de los ya definitivamente
españoles de entonces. ¿Y cuál era ese nuevo contexto? Aquel en el que la
incapacidad de la que estaban adoleciendo los poderes políticos fragmentarios
que estuvieron vigentes durante la Edad Media, incapaces de enfrentarse a los
complejos problemas que entonces emergían, fue superada por la respuesta que
desde la altura del nuevo orden surgido de la unificación de los reinos y del
desplazamiento de los centrífugos núcleos de poder feudales, fue posible dar.
Vendrá a servir de colofón de estos repasos que hemos hecho
la siguiente reflexión que Ortega nos dejó: “Habrá (...) salud nacional en la
medida en que (las) clases sociales y gremios (a través de los cuales se
articula el cuerpo nacional) tengan viva conciencia de que son un trozo
inseparable, un miembro del cuerpo público”. “Cuando esto falta –decía
también Ortega– (es ello) síntoma mucho más grave de descomposición que los
movimientos de secesión étnica y territorial”.
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