Existen tantos y tan urgentes problemas hoy en España, tantos y tan imponentes árboles en el primer plano de lo que abarca nuestra perspectiva, que a ratos resulta difícil ver el bosque que forman como conjunto, el grave deterioro al que apuntan finalmente todos ellos y respecto del cual son simples tramos o ramales que conducen hacia un destino final: nuestra desaparición como sociedad. O digámoslo de una forma más precisa a la altura de nuestro tiempo postilustrado: nuestra desaparición como nación, con lo que ello supone de descabalamiento de una entidad social, política, lingüística, jurídica, económica, mercantil, infraestructural, superestructural… humana que ha ido gestándose durante siglos, paso a paso, eliminando barreras una a una, tendiendo puentes uno tras otro desde los tiempos de las autarquías tribales prerromanas hasta estos otros marcados por la globalización y por internet.
El último hito fundamental en este proceso hacia la formación de sociedades humanas complejas, que es lo que permite constatar que la historia tiene sentido, sobrevino con la Ilustración: a partir de entonces, la historia aceleró su marcha en los países de Occidente al servir de cauce a la formación de entidades nacionales que, frente a la fragmentación que, en todos los niveles, las sociedades arrastraban desde los tiempos medievales, se decidieron a favorecer idiomas comunes, a romper las aduanas interiores que ponían trabas al comercio libre, a redactar códigos legales unitarios que pusieran fin a la maraña de fueros y legislaciones particulares hasta entonces vigentes, a generar las fórmulas democráticas y parlamentarias por las que debían de regirse políticamente las nuevas entidades nacionales… La libertad de pensamiento y la tolerancia fueron ingredientes añadidos del nuevo modo de entender las relaciones sociales, y juntando todo ello llegaremos a comprender cuál fue el marco dentro del cual pudo realizarse el gran desarrollo científico y económico cuyos frutos hoy degustamos. Aunque lo hacemos con un sentido de la responsabilidad manifiestamente mejorable, a la vista de la incuria con la que nos confrontamos con quienes, en uno u otro grado, pretenden devolvernos a etapas de la historia cuyas manifestaciones debieran de pervivir hoy tan sólo en los anaqueles de los museos.
En España, como en todos los países de Occidente, el siglo XIX fue definitivo a la hora de consolidar los principios de la Ilustración. La dialéctica entre los partidarios de los nuevos tiempos y los de quienes pretendían regresar al Antiguo Régimen, encarnó aquí como conflicto entre liberalismo constitucionalista por un lado y carlismo y deseo de regresar a las antiguas divisiones forales por el otro. Las tres guerras carlistas que atravesaron longitudinalmente nuestro sufrido siglo XIX no dejaron concluido el paso que la historia entonces demandaba. Por el contrario, tras el pusilánime mantenimiento por parte de nuestros liberales de determinados fueros y de otras formas de fragmentación, quedó agazapado el impulso reaccionario que acabaría cristalizando en los movimientos nacionalistas de finales del XIX, una forma exacerbada del carlismo.
La Cuarta Guerra Carlista ha sido una guerra larga y soterrada, a ratos caliente, hoy ya, a punto de finalizar, decididamente fría. Los herederos del carlismo están hoy celebrando, ufanos, las vísperas de su victoria final. Han conseguido camuflarse ante la opinión pública como representantes del progreso social, mientras que quienes defendemos los principios liberales e ilustrados, y, consiguientemente, y frente a la fragmentación medievalizante, la vigencia de la nación española, somos expuestos en la plaza pública ante una gran parte de esa misma opinión pública como representantes del facherío más casposo. A la paulatina equiparación entre verdugos etarras (la punta de lanza del postcarlismo) con sus víctimas, el vocabulario hoy políticamente correcto lo llama paz o convivencia social. Y a la destrucción del estado y la nación españoles lo denominan acceso a avanzadas fórmulas de soberanía. Somos como aquel desgraciado que, caído en una sentina y cubierto de mierda hasta la barbilla, viendo cómo seguía hundiéndose cada vez más, al intentar pedir ayuda a Dios sólo consiguió recordar aquella oración que decía: “Bendecid, Señor, los alimentos que vamos a tomar”.
Estamos recorriendo las últimas etapas de este proceso, de esta guerra hoy ya enfriada y ante cuyas consecuencias pocos sentimos la alarma debida. Momentos destacados de esta fase final han sido, entre otros, la toma de posesión como nuevo ministro del Interior del Gobierno del PP de Jorge Fernández Díaz, que se estrenó alabando la gestión de sus predecesores, Alfredo Pérez Rubalcaba y Antonio Camacho, los anteriores gestores de la negociación con ETA cuyos resultados están ya perfectamente a la vista: acceso de ETA al poder autonómico tras las próximas elecciones en el País Vasco y consiguiente puesta en marcha de la fórmula que permita el acceso a la independencia de ese territorio. Que la de Fernández Díaz a sus antecesores no fue una alabanza ingenua y protocolaria empezó a quedar de manifiesto en la subsiguiente entrevista del ya ministro con el ex presidente Rodríguez Zapatero, en la que, atendiendo al contexto, hay que interpretar que este último le puso al tanto del momento en el que estaba el “proceso”. Y todo ha quedado ya definitivamente desvelado cuando Fernández Díaz ha declarado que hay “una indudable dimensión política” en el problema de ETA, y se ha alineado con toda la patulea antinacional para enfrentarse a la propuesta de UPyD de promover la ilegalización de Bildu y Amaiur.
Es evidente que el gobierno del PP sabe hacia dónde vamos. Y sabe que tras la independencia del País Vasco ha de llegar la de Cataluña. Es lo que Mayor Oreja llama al “gran reto” que tenemos a la vista. Sin embargo, este gobierno ha optado por mantenerse en el camino que conduce a tal previsible resultado (todos los demás resultados son hoy, desgraciadamente, menos previsibles). Esto tiene un nombre: alta traición a la nación española. Nuestra nefasta clase política va a ser responsable (¡entre tantas otras cosas!) de la destrucción de la nación y el estado españoles. Y ese gran segmento de la ciudadanía que hoy se siente inmersa en esto considerándolo un gran paso en dirección hacia el progreso social, junto a esa otra que mira indolente lo que pasa o que, como corderos silenciosos asumen tal destino como algo fatal, serán partícipes en última instancia de esta “gran hazaña” que nos ha de conducir a los vertederos de la historia.
En este país hay un mal entendido concepto de libertad. Quizás es hora de llamar a cada uno por su nombre y los que se quejan de la opresión del Estado, quizás, lo que buscan es oprimir a sus vecinos...
ResponderEliminarEstoy de acuerdo, Temujin; lo que pasa es que me temo que la gente está vacunada y, como le ocurría a Casandra la troyana, la mayoría pasa totalmente, le digas lo que le digas, quiero decir, aunque realmente llames a las cosas por su nombre. La inoculación del virus nacionalista en la opinión pública ha sido gradual y persistente a lo largo de más de treinta años, hasta el punto de que, según mi experiencia, la gente no quiere ni oír hablar de la catástrofe política que se nos viene encima; es de mal gusto hablar de ello en los cenáculos. "Si se quieren independizar, que se independicen": ésa es la fórmula, incluso por parte de gente que votaría que no a esa posibilidad si la dejaran, que no la dejarán (con tan poca energía se oponen). Es como lo que ha ocurrido en Cataluña: lo normal, incluso para el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña es la imposición lingüística, y que no se pueda estudiar en la lengua oficial del estado. Vamos tragando, tragando... hasta que llegue lo que tiene visos de, inevitablemente, llegar. Antes de Zapatero, aún había resistencia en la opinión pública. Después del tsunami que ha sido el zapaterato... no somos ya nación, somos un rebaño de corderos silenciosos.
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