domingo, 29 de enero de 2012

VIVIR ES SOBREPONERSE (¿INÚTILMENTE?) A LOS FRACASOS

Existimos gracias al dolor y al sufrimiento. Si no fuera por ellos, no habríamos salido de nosotros mismos, nos habríamos quedado plácidamente instalados en el no ser, no ex-sistiríamos. Habríamos permanecido, en suma, en un estadio anterior a la conciencia, pues, como decía Unamuno: “Toda conciencia lo es de muerte y de dolor”. Y aun así, nuestra más primaria reacción ante el dolor consiste en regresar del mundo, retraernos hacia dentro de nosotros mismos, amputar de nosotros la parte de mundo externo que nos lo produce… ampararnos, en fin, en la inconsciencia o en la disociación. El placer, la alegría, la ilusión de vivir residen en una capa de nuestra personalidad que es sobrevenida, que superponemos a ese ser interior que quisiera permanecer para siempre en el vacío, que, como Cioran, considera el haber nacido un inconveniente. Serían pues aquellos sentimientos que nos vinculan a la vida demostración de un provisional triunfo sobre esa materia prima de la que estamos hechos: nada y dolor.

“Cuando se maltrata a los niños –dice Daniel C. Dennet en su libro “Tipos de mentes”, explorando una de las laderas de esta idea en la que nos hemos metido– suelen acogerse a una estrategia desesperada pero efectiva: ‘se ausentan’. En cierto modo se dicen a sí mismos que no son ellos quienes sufren ese dolor. Parece haber dos variantes de disociadores: los que simplemente rechazan el dolor como suyo y lo contemplan, por así decir, desde fuera; y aquéllos que se desintegran, por lo menos momentáneamente, en algo parecido a una personalidad múltiple (no soy yo quien está sufriendo este dolor sino ‘ella’ o ‘él’). Mi hipótesis no enteramente extravagante sobre esto es que estas dos variantes de niños difieren en su aprobación tácita de una doctrina filosófica: que toda experiencia debe ser experiencia experimentada por algún sujeto. Los niños que rechazan el principio no ven nada malo en ausentarse del dolor dejándolo sin sujeto para que circule por ahí sin herir a nadie en concreto. Los que aceptan el principio tienen que inventarse a otro para que actúe de sujeto: ‘¡Cualquiera menos yo!’ ” . Desde esa inicial incapacidad para aceptar el sufrimiento que es vivir, despliega el niño, pues, dos primordiales formas de ser: la que estrictamente quisiera ausentarse, regresar al no ser (el autismo o la catatonia incluso), rechazar cuando menos esa parte de sí que duele; y la que de modo incipiente emite un yo, sí, pero tratando de dejarle a salvo también del dolor, disociándose, expulsando de sí hacia algún tipo de entidad externa a ese yo, la parte de su personalidad implicada en el dolor. Ambas son variaciones del mismo mecanismo del que hacía gala un personaje de una novela de Dickens (el del bicentenario), la señora Gradgrind, a la que alguien preguntó si sentía dolor. Su respuesta fue: “Hay un dolor en alguna parte de la habitación, pero no estoy segura si lo siento yo”. Es lo que tiene tratar de ignorar el dolor en que, para empezar, consiste vivir: que al final se acaba cayendo en la esquizofrenia. De la cual no andaba existencialmente tan lejos James Joyce cuando decía: “La historia es una pesadilla de la que quiero despertarme”, presuponiendo que en el concepto “historia” estuviera incluida su propia vida. En suma, que, como decía Cioran: “Sufrimos: el mundo exterior comienza a existir...; sufrimos demasiado: desaparece”. Y también: “En las fronteras del ser: ‘Nadie sabrá nunca todo lo que he sufrido y sufro, ni siquiera yo mismo’”.


Así pues, vivir de modo cabal exige aceptar el dolor que, para empezar, significa adentrarse en lo que nos es exterior, y, si es posible, combatirlo, tratar de contrarrestar la fuente de ese dolor, no retraerse ante él ni disociarse, como hace el niño. Aunque, finalmente, ninguno de los combates que llevamos a cabo a favor de la vida (de la vida en el mundo exterior) acaba en victoria definitiva: todo para el individuo tiende en última instancia hacia el fracaso, y al final espera el más definitivo de todos ellos: la muerte. Por ello decía Cioran: “Una pasión es perecedera, se degrada como todo aquello que participa de la vida” (la pasión es la fuerza que oponemos al deseo de regresar), y añorando los orígenes: “El ser es una perversión del no-ser”. Y en fin: “Toda vida es la historia de un hundimiento”. Porque, dice también Cioran: “Todo acaba llegando a su momento de fatiga… su momento de verdad”. Es lo que sintió Don Quijote cuando, después de haber lanzado toda su apasionada capacidad de delirar (de intentar sustituir el mundo decepcionante y doloroso por otro a la altura de sus deseos) contra los molinos de viento del mundo exterior, acabó confesando, al final de la novela: “Yo hasta agora no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos”. Y a partir de entonces, mientras iba recuperando la lucidez y, en esa medida, entraba en el declive vital, empezó a valer para el hidalgo manchego aquello que dijo León Felipe:

“Por la manchega llanura
se vuelve a ver la figura
de Don Quijote pasar.
Va cargado de amargura
que allá encontró sepultura
su amoroso batallar
...
va, vencido, el caballero de retorno a su lugar.”
Su lugar: ese mundo interior hecho de vacío del que una vez nos resistimos a salir y al que volvemos a medida que se apaga el mundo externo. Es a eso a lo que se llama depresión, y a donde recaló el que, regresando de sus delirios, volvía a ser Alonso Quijano. El por qué lo explicaba también Cioran al decir: “Esa falta de descanso llamada ‘vivir’ (...) Nada es más propio de las criaturas que la fatiga”; y que asimismo le llevaba a concluir: “Sólo me seduce lo que me precede, lo que me aleja de aquí, los innímeros instantes en que yo no fui: lo no-nato, en suma”. Así venía a referirse a esta idea también Miguel de Unamuno:

“...Días de languidez en que el mortal desvío
de la vida se siente y sed y hambre del sueño
que nunca acaba; días de siervo albedrío
vosotros me enseñáis con vuestro oscuro ceño
que nada arrastra más al alma que el vacío”

“Todo lo bueno que hay en el mundo viene de dentro”, decía en consecuencia Novalis, aproximándose al punto de vista de los niños a los que vimos que se refería Daniel C. Dennet. La alternativa para los románticos (los padres de nuestra actual cultura) sería, pues, regresar. Situándose en ella, decía Cioran: “Conocer, ordinariamente, es estar de vuelta de algo; conocer, absolutamente, es estar de vuelta de todo. La iluminación representa un paso más: consiste en la certeza de que en adelante no se volverá a ser víctima del engaño, es una última mirada sobre la ilusión”. Novalis lo ratifica (como antes vimos que lo hacía Don Quijote): “Todo me conduce, de nuevo, hacia mí mismo”. Efectivamente: habíamos puesto en marcha la vida como modo de enfrentarnos al dolor de la separación (de la separación del útero materno para empezar; de la separación de la nada), pero si nunca lograremos reconciliarnos del todo con lo que nos rodea, si “hasta agora no sabemos lo que conseguimos a fuerza de nuestros trabajos”, ¿no es la vida un periplo apasionante pero estúpido e inútil? “Toda la historia es un fracaso –decía María Zambrano ahondando en esta reflexión– porque la esperanza que la ha movido es imposible de realizar”. Vivir, entonces, parece ser una forma de extravío que comienza con nuestra salida al mundo, y (de nuevo Cioran) “se muere para no extraviarse”, para regresar, como Alonso Quijano, de nuestros delirios, de lo que concluimos que no existe. Si lo que nos ilusiona no existe, ¿para qué seguir en la (dolorosa) existencia?

He aquí el dilema fundamental y dramático al que el hombre actual se enfrenta, aquel que llevó a Camus a afirmar: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. Las demás, si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categorías vienen a continuación. Se trata de juegos; primeramente hay que responder”. Yo me he decidido por esta respuesta: para encontrar el sentido de la vida hay que salir de uno mismo (del vacío de uno mismo), vivir de dentro a fuera, subsumir (que no negar) mi vida como individuo en la corriente universal que busca realizarse como Unidad. Añadirme, pues, a esta corriente a la que se refiere Ortega cuando dice: “La vida ha triunfado sobre el planeta gracias a que en vez de atenerse a la necesidad la ha inundado, la ha anegado en exuberantes posibilidades, permitiendo que el fracaso de una sirva de puente para la victoria de otra”. Otras posturas intermedias entre decidir vivir o suicidarse (el autismo, la esquizofrenia, la depresión…) tampoco me convencen.

3 comentarios:

  1. LA PULSIÓN DE LA VIDA

    Hola, Javier: ese término medio que no te convence en el caso tratado de la vida, es, en la mayoría de los casos, una virtud: “la virtud está en el término medio”. Término medio aquí anulado. El todo es externalizarse hacia esa corriente universal por ti anhelada; la nada es el autismo o la depresión. Ocurre que no creo que ésta sea voluntaria; el suicidio sí lo es. El suicidio es el dolor extremo de no aguantar el que supone la propia vida, unido a la debilidad del empuje vital. Todo ser vivo ha nacido para regenerarse dando vida nueva, tiene una pulsión vital inexcusable, pero, a su vez, el hombre es consciente de su caducidad, se sabe perecedero. Es el único ser que tiene consciencia de ello, y así el dolor exterior se ve acrecentado. La visión existencialista de Camus tiene gran parte de razón, antes de dilucidar sobre los entresijos de la vida hay que elucubrar sobre si merece la pena ese dolor exterior. Es otra versión sin término medio: el suicidio es lo más radical que se puede decidir por no poder soportar.

    El exterior nos hiere y seguimos. Ha de ganar nuestro impulso vital: lo llevamos en los genes. Todo ser vivo tiende a perpetuarse y a vivir. En nuestra latitud, las plantas adormecen en invierno por el frío y el hielo (amen de por la falta de luz), pero en cuanto detectan la dilatación de las horas de sol más el aumento de temperatura, vuelven a retoñar. Allí donde el hielo y el frío no son inconvenientes, las plantas retoñan todo el año. El frío y el hielo para alguno de nosotros son la dureza y el dolor de lo exterior. Hay quien desconoce tales factores delimitadores y vive perennemente como las plantas de climas cálidos, pero el frío deja ateridos a muchos espíritus en cuanto que asoman al exterior.

    El retrotraernos hacia la niñez para eludir el dolor exterior no sólo es una opción voluntaria, sino que la propia naturaleza nos lleva a ello. Muchas veces se ha dicho que la vejez es un retroceso a una segunda niñez; a una segunda Nada. Quien consigue una lucidez mantenida que le ayuda a obviar ese trance, es un privilegiado que seguirá brotando hasta el final de sus días sin necesidad de esconderse frente al dolor de lo exterior. Quien se pierde en la infancia senil estará buscando de nuevo un útero acogedor e indoloro. Y, tristemente, esa ausencia de dolor será la muerte. Aunque habría que dar voz a esa indolencia buscada por el Buda de tu imagen aportada (y por ende a toda la iniciativa oriental que puja por asirse a ella, aunque sé que tú, directamente, lo consideras no vida).

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  2. Sí creo, Vicente, que, efectivamente, Buda y su indolencia tienen más peligro que una piraña en un bidé. Para argumentártelo, he pedido ayuda a mis autores de cabecera, que tienen más autoridad que yo. Para no faltar a mis hábitos más profundos, empezaré con Ortega, que decía: “¿Qué es la vida para Buda? La vida es sed, es ansia, afán, deseo. No es lograr, porque lo logrado se convierte automáticamente en punto de arranque para un nuevo deseo. Mirada así la existencia, torrente de sed insaciable, aparece como un puro mal y tiene sólo un valor absolutamente negativo. La única actitud razonable ante ella es negarla. Si Buda no hubiese creído en la doctrina tradicional de las reencarnaciones, su único dogma hubiese sido el suicidio (...) ¿Cómo salvarse de la vida, cómo burlar la cadena sin fin de los renacimientos? Esto es lo único que debe preocupar (al budista), lo único que en la vida puede tener valor: la huida, la fuga de la existencia, la aniquilación.” (“El tema de nuestro tiempo”. Alianza. Madrid. 1987. Pág. 123). Y asimismo: “Mientras (la sensibilidad europea) imagina la felicidad como una vida en plenitud, como una vida que fuese lo más vida posible, el afán más vital del indo es dejar de vivir, borrarse de la existencia, sumirse en un infinito vacío, dejar de sentirse a sí mismo” (Ídem). Y también: “El sumo bien, el valor supremo que Oriente opone al sumo mal de vivir, es precisamente el no vivir, el puro no ser del sujeto” (ídem).

    Unamuno va por la misma vía cuando dice: “Es mejor vivir en dolor que no dejar de ser en paz”, (“Del sentimiento trágico de la vida”, pág. 40). Y Antonio Machado, en esta poesía tan hermosa como poco budista:

    “En el corazón tenía
    la espina de una pasión;
    logré arrancármela un día,
    ya no siento el corazón
    ... ...
    Aguda espina dorada
    quién te pudiera sentir
    en el corazón clavada”

    Y acabo con el más vacilón de todos, ya sabes: Cioran, que cuenta así la cosa: “Abro una antología de textos religiosos y caigo de entrada sobre esta frase de Buda: ‘Ningún objeto merece ser deseado’. –Cierro inmediatamente el libro, pues tras eso, ¿qué leer?” (E. M. Cioran: “Ese maldito yo”, Barcelona, Tusquets, 1988).

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    1. Gracias, Javier, por tu respuesta documentada y todo. No tengo un conocimiento claro de las opciones budistas. Sé que las tomo como contrapunto al desmesurado afán de deseo que la cultura occidental propone. Tampoco sé dónde estará lo más acertado. Esa espina clavada que Antonio Machado añoró o la opción dolorosa preferible a la indolencia son extremos que se alejan del "justo término medio".

      Otra de las grandes dudas que me asaltan es el porqué en Occidente tiene tanto auge el espiritualismo oriental si escapar no queremos a los frutos que nosotros mismos nos otorgamos (nuestra tradición, consumo y pensamientos). Nuestro presente en occidente está lleno de desquiciamientos. Ello puede ser vida, vida, pero en parte también nos la va quitando, aunque el círculo se cierre en que, de todos modos, prefiramos perder poco a poco lo vital sumidos en lo que nos consume, todo ello por lograr. Lograr en este mundo carente de sentido (si me pongo, ya sabes que superaría al mismísimo Ciorán). Al final de las vidas bien consumidas suelen quedar pocas apetencias y tendemos al desapego y a un conformismo que no sé yo si no estará más cerca de lo que creemos del desapego oriental. Ellos buscan vivir sin perturbaciones y aquí hallo el nexo de unión con mi admirado Epicuro: la ataraxia, no dejarnos llevar por las perturbaciones y dar a nuestro espíritu alimento placentero con prudencia, eludiendo el dolor racionalmente y siempre evitando los excesos: hedoné. ¿Nada nos puede aportar Oriente para asemejarnos a lo anterior?

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