El núcleo más íntimo del pensamiento, en el
cual se decide la manera de entender la vida es la idea que se tenga de lo que
es la realidad. ¿Qué es lo que hay, qué es lo que encontramos en nuestro
derredor? –se pregunta Ortega, y
se contesta:– Cosas y cambios,
cambios y cosas; tan real lo uno como lo otro. ¿Pero esas dos realidades tienen
el mismo valor? (…) Porque nos encontramos con que esas dos formas de realidad
tienen rasgos opuestos: las cosas son siempre, nos parecen siempre, a una
visión pronta e inmediata, lo igual a sí mismo, lo idéntico; en cambio, las
mudanzas, los movimientos, son lo no idéntico, lo siempre distinto a sí mismo. Por
tanto, esas dos formas primarias de realidad se nos presentan con caracteres
opuestos”[1].
De la piedra casi podríamos afirmar taxativamente que es lo que es; solo a base
de acumular eones acabaríamos viendo que también ella está sujeta a cambios.
Pero el río, como supo ver Heráclito, o la vida humana son y no son, son hoy
una cosa y mañana otra, son A y no A. La filosofía lleva veintiséis siglos
siguiendo la pauta que inauguró Parménides cuando dijo: “Lo que es, es, y no puede ser de
otra manera” (2). Es la vía de la lógica, la que sigue nuestra forma de
pensar, que lo hace a través de conceptos, esto es, de identidades: ningún
concepto asume la contradicción, es decir, que lo que es no sea. Pero es que
esto quiere decir también que una de nuestras partes constitutivas es la
necesidad de identidad, por ejemplo, de sentir que somos alguien, un “yo” que
de alguna forma permanece. Después del de la cuadratura del círculo, este va a
ser el problema más complejo a resolver.
[1] Ortega
y Gasset: “Sobre la razón histórica”, O. C. Tº 12, Madrid, Alianza, 1983, p.222.
(2) "De Tales a Demócrito. Fragmentos presocráticos", Madrid, Alianza, 2001.
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