El hombre –ese ser incompleto hasta que descubre su parte femenina– es un ser apasionado, un ser que tiende a desdeñar lo que consigue y a reconocerse sólo en lo que aún le queda por conseguir. Un ser con alma de vagabundo, del que lo más definitorio no es que vaya de aquí para allá, sino que no sabe qué es lo que busca, no sabe a dónde ir. Con ese modo sesgado de estar en la vida venía a identificarse Bécquer cuando escribía estos versos:
“Errante por el mundo fui gritando:
‘La gloria ¿dónde está?’
Y una voz misteriosa contestóme:
‘Más allá..., más allá’. ”
Vamos los hombres descubriendo paulatinamente sentido a nuestras desdichas a medida que comprendemos que los obstáculos y resistencias a nuestros deseos que vamos encontrando en la vida no son algo contingente y accidental, sino que forman parte de las leyes del cosmos, y que tienen la función de ir atemperando nuestras pasiones, la morbosa atracción que sobre nosotros ejerce lo imposible. Es ésta, pues, la manera que la naturaleza tiene de mostrarnos el absurdo de esa inquietud sin destino en que nuestra masculinizada forma de vida se sustenta. Gracias a nuestras decepciones, acabamos descubriendo que vivir era también regresar, encontrar lugares en los que recalar, sentirse mecido en el acogedor regazo de lo acostumbrado, encontrar el sosiego que produce establecerse en lo que sólo exige de nosotros ver cómo se repite una y otra vez.‘La gloria ¿dónde está?’
Y una voz misteriosa contestóme:
‘Más allá..., más allá’. ”
La mujer –esa otra manera incompleta de ser– es lo contrario: un destino sin inquietud, o si alguna le quedara todavía, estaría subordinada a su aspiración suprema: encontrar una forma de ser definitiva. Decía Ortega y Gasset de ella: “Donde lo cotidiano gobierna es siempre un factor de primer orden la mujer, cuya alma es en un grado extremo cotidiana. El hombre tiende siempre más a lo extraordinario; por lo menos sueña con la aventura y el cambio, con situaciones tensas, difíciles, originales. La mujer, por el contrario, siente una fruición verdaderamente extraña por la cotidianeidad”. Este sesgo de lo femenino, esta extrema propensión hacia lo estable, doméstico, definitivo, queda manifiesto en esta anécdota que el mismo Ortega trae a colación: “Entre las tumbas de la vieja Roma republicana se conservan muchas donde, bajo un nombre femenino, están escritos estos vocablos de alabanza: ‘Domiseda, lanifica’. ‘Ha vivido sentada en su casa y ha hilado’.”. Lo femenino es, pues, lo que está ahí desde siempre, esperando, como Penélope, a que Ulises regrese de una vez a su regazo, o como la Bella Durmiente, a que algún príncipe le dé vida aceptándola como aquello que él buscaba. La mujer aspira a ser destino para el hombre, desembocadura para sus pasiones. Quietud. Rutina. Sosiego. Mientras tanto, mientras su función en la vida se reduzca a esperar (a que el hombre acepte sus decepciones y, consiguientemente, descubra en ella lo definitivo), será válido aquello que de ella decía Cioran: “Porque está sola, la mujer es”. Puesto que la mujer ha de encontrar su complemento a partir del momento en que la espera que la constituye se acabe convirtiendo en decepcionante, podemos decir en conclusión que hombre y mujer pueden, por fin, acabar encontrándose y reconciliándose en el punto medio de sus respectivas decepciones.
Dos formas de ser, pues, sesgadas y defectuosas éstas de ser hombre y ser mujer. Y, abandonadas a sí mismas, ambas peligrosas y destructivas. Una más bien heterodestructiva y la otra, sobre todo, autodestructiva, aunque esto de la destructividad acaba siendo al final del género neutro. Sobre la tendencia a esa destructividad que genera el modo masculino de ser resulta un ejemplo adecuado la forma en que Dostoievski caracteriza a uno de los protagonistas de su novela “Los demonios”, Stepan Trofimovich Verhovenski, cuyo hijo acabará liderando la célula anarquista que tiene en el asesinato una de sus más expresivas maneras de conducirse hacia sus fines. Dice de aquél el sobresaliente narrador ruso: “Desde la infancia (…) gustaba sobremanera de su condición de ‘perseguido’ y, si se permite la expresión, de ‘exiliado’ ”. Una condición que acabará transmitiendo, agudizada, a su hijo, que terminará por entender que su violencia contra el mundo tiene una función reparadora, que viene a restablecer el orden cósmico frente a ese mundo que, previamente, a sus ojos, le había expulsado violentamente de su seno.
Los pueblos adolecen también de sesgos en su manera de estar en el mundo que vienen a corresponderse con estos arquetipos que distribuyen los comportamientos según el sesgo masculino o femenino que en ellos predomine. Hay, efectivamente, pueblos inquietos, aventureros, errantes, expansivos, que, como el romántico Don Juan de nuestra mitología hispánica, no encuentran regazo femenino en el que recalar definitivamente. Pueblos que favorecen la generación de caracteres en los que predomina lo centrífugo, lo inestable, la falta de referencias claras a la hora de saber lo que se es y a dónde se pretende ir.
Conduzcamos ya, en fin, estas ideas abstractas hacia el centro de gravedad que andaban buscando desde el principio de esta exposición, y declaremos de una vez que estamos queriendo referirnos, claro está, al pueblo español, del que en este sentido decía Ortega: “Jamás la grandeza ambicionada se nos ha determinado (a los españoles) en forma particular; como nuestro Don Juan que amaba el amor y no logró amar a ninguna mujer, hemos querido el querer sin querer jamás ninguna cosa. Somos en la historia un estallido de voluntad ciega, difusa, brutal”. Podríamos decir que somos, como pueblo, una inquietud sin destino; adolecemos, aún más, de nuestra escasa conciencia de ser pueblo, porque nuestro sesgo particular nos empuja más hacia la contrapuesta sensación de ser exiliados, desterrados, apátridas. ¿Qué son nuestros bulliciosos y atrabiliarios nacionalismos separatistas sino una exacerbada expresión de esa sensación que tantos tienen de ser expatriados dentro de su patria, la misma que impide reconocerse en las propias raíces y empuja a buscar cualquier sucedáneo que calme en alguna medida la por otro lado inexcusable necesidad de sentir que pertenecemos a algún lugar? Si, como también dice Ortega, “el patriotismo es ante todo la fidelidad al paisaje, a nuestra limitación, a nuestro destino”, nuestro sesgo racial nos lleva, por el contrario, a reconocernos más en lo que repudiamos que en aquello a lo que somos fieles, más en lo que nos falta ser que en lo que hemos llegado a ser, más en lo que nos separa y excluye que en lo que nos contiene y acerca.
Los niños cuando se enfurruñan y se sienten decepcionados de sus padres, fantasean con la idea de que los que tiene no son sus padres auténticos, y, en los casos patológicos, acaban construyendo una delirante leyenda sobre la forma en que fueron arrebatados, desterrados de su familia auténtica. De adultos, también llegamos a ser capaces de delirar orígenes supuestos que vengan a dar razón de esa sensación profunda que nos hace sentirnos exiliados. Los españoles, como si fuéramos adultos también enfurruñados y privados de la sensación de pertenencia, tendemos a buscar esforzadamente un objeto capaz de acoger nuestros delirios, pero finalmente no llegamos a saber cuál. “Tal es la tragedia de Don Juan, el héroe sin finalidad”, confirma, en este sentido, también Ortega. Y asimismo cuenta en otro lugar cómo “la hermana de Nietzsche (…) recordaba que un día Nietzsche dijo: ‘¡Los españoles! ¡Los españoles! ¡He ahí hombres que han querido ser demasiado!”.
“Mas ¿adónde puede llevar –concluye en fin– el esfuerzo puro? A ninguna parte; mejor dicho, sólo a una: a la melancolía”. Sólo parecemos capacitados para esa derivada del esfuerzo puro que consiste en proponernos cosas en negativo, puesto que nos sentimos más realizados cuando sabemos contra qué luchamos que a favor de qué. Y, como Don Juan, una vez que hemos conseguido lo que queríamos, no tardamos en darnos cuenta de que tampoco era eso lo que en realidad pretendíamos alcanzar, de que estamos obligados a volver a buscar una nueva manera de empezar de cero. ¡Tantas hazañas en nuestra historia que no consiguen convertirse en sumandos de una tarea acumulativa…! Así lo decía Unamuno:
“El Cid, Loyola, Pizarro,
Santa Teresa, la Armada,
oro, sudor, sangre, barro,
cielo, sueño, polvo... nada”
Y León Felipe, una vez alcanzados todos los requisitos necesarios para validar el pesimismo más profundo, admitía queSanta Teresa, la Armada,
oro, sudor, sangre, barro,
cielo, sueño, polvo... nada”
“Aquí el hacha es la ley
y la unidad el átomo,
el átomo amarillo y rencoroso.
Y el hacha es la que triunfa.”
Y así seguirá siendo hasta que, como el niño aquel que se sentía desterrado, y que, cuando va madurando, acaba aceptando que, con todas las limitaciones, su familia es la que es, nuestro masculinizado ser hispánico nos permita darnos cuenta de que la patria que buscábamos, el paisaje al que necesitábamos ser fieles, los teníamos desde siempre delante de nuestras narices.
y la unidad el átomo,
el átomo amarillo y rencoroso.
Y el hacha es la que triunfa.”
Conozco a mujeres más valientes, más fuertes y con más decisión que muchos hombres.
ResponderEliminarA mi es que las generalizaciones me aburren, lo que esta claro es que la gente en vez de buscar sus valores intrinsicos, busca adquirirlos del exterior. Con lo cual, el numero de gente con orejeras, en pleno siglo de la información, aumenta..
Gracias Antonio por seguirme en mi blog, y bienvenido. Estupendas tus fotos (aire, agua, tierra y fuego-luz... ¡no falta de nada!)
ResponderEliminarYa sé, Temujin, que te aburren las generalizaciones; como sabes, tengo pillado tu ramalazo ácrata. Pero a menudo son un recurso para organizar la visión del mundo. Los físicos, por ejemplo, dividen esa entidad tan difusa que es la energía en negativa y positiva, y los chinos en yin y yang. Carl Gustav Jung hablaba también de ánima y ánimus para referirse a los arquetipos de lo femenino y lo masculino; en la realidad concreta no existen esos prototipos puros. Ninguna mujer real aguantaría lo de Penélope: tropecientos años tejiendo y destejiendo sin otro pito que tocar que el de esperar que volviera su centrifugado Ulises. Podrías, para llevarme la contraria, pensar que es el azar el que distribuye los caracteres; o la educación. Yo, no digo que éstos no influyan, pero también digo que hay algo más profundo que diferencia al hombre de la mujer. Y que hace que tengan tareas vitales diferentes: las que les han de llevar a acercarse a los valores de su prototipo complementario. Jung ponía como objetivo de su psicoterapia alcanzar lo que llamaba el "sí mismo", la unión de contrarios, la toma de conciencia de su lado femenino en el hombre y de su lado masculino en la mujer. Hay que aprender a vivir entre paradojas, pues. Por ejemplo, también, la de buscar cómo desarrollar los valores propios e individuales y, a la vez, ser patriota (esa forma de insertarse en lo general tan depreciada hoy en día)... Y también tengo pillado tu ramalazo patriótico, que conste.
ResponderEliminarNo quiero dejar de referirme, Vicente, a tu excelente comentario al artículo anterior. Esa metáfora de Schopenhauer sobre el puercoespín es ciertamente afortunada. Yo mismo siento ahora la contradicción entre mi deseo de pensar en clave colectiva y las ganas que complementariamente me vienen de buscarme una cueva hermosa para meterme en ella de ermitaño. Lo de intentar ser sensato y asentarte en el punto medio es todo un reto.
ResponderEliminarDE LO MASCULINO Y LO FEMENINO QUE NOS ACOGE
ResponderEliminarHola, Javier: gracias por tu referencia a mi respuesta anterior. Sin la base de tus artículos (para mí varias veces comentado, más bien tesis), nuestras letras no serían sino sombras, y, no obstante lo son, en busca de cobijo, en tus propias palabras incitadoras.
Respecto a lo de los géneros en esto del ser españoles, recuerdo que la personificación de la II República tuvo forma de mujer, lo mismo que el patriotismo francés por mor de Delacroix pinto a “La libertad guiando al pueblo” en forma también de mujer. Los mismos sustantivos patria y nación los consideramos de género femenino. El punto de contraste ya lo ponen los políticos y presidentes, por ejemplo, que tienen género masculino.
Existe un gran país en el mundo que ahora está creciendo enormemente (en lo comercial y económico) cual es China y bien que la podríamos considerar un seno en espera paciente. Ahora nos están rebasando desde su hacendosa labor. El “Imperio del centro” siempre se ha recogido sobre sí mismo, sin resultar proselitista ni anexionista, si exceptuamos el Tibet. En estos momentos puede que se esté comportando masculinamente para conquistar los mercados mundiales y la hegemonía militar.
Nosotros hace ya que dejamos de “pintar” algo en el contexto de las potencias, y desde aquellos entonces -1898-, con la pérdida definitiva del poder colonial, España fue de nuevo, pues nunca ha llegado a fraguarse íntegra, denigrada a no madre, sino madrastra. El paisaje que necesitaríamos como nexo de unión a la propia tierra es variado, lo cual sin más habría de considerarse riqueza en sí. Pero esa variedad siempre nos ha resultado centrífuga. Puede mucho la preponderancia de unas características sobre otras (el paisaje interior frente al marítimo; la España húmeda frente a la seca; la mediterránea frente a la atlántica; la norteña frente a todo, ya no sólo frente al sur,...). He conocido muchos terruños ocultos por temor a la denigración. Tenemos como contrapunto a la gran potencia en carácter de masculinidad como es Estados Unidos en donde sienten un patriotismo tan hondo que son capaces de vivir en varios estados a lo largo de sus trayectorias y reconociendo a todos sus cincuenta estados como producto de la Unión.
Nuestra desunión es como un gran puzle que nunca acabamos de concluir pues los bordes de nuestras piezas son (incluso fieramente) mordisqueados para que no se correspondan en plenitud con los de al lado. Parecemos estar compuestos por estructuras falladas (me refiero a las fallas geológicas), de manera que se abre un corte recto, profundo y lejano respecto al elemento próximo.