jueves, 13 de febrero de 2020

El amor ¿tiene lógica o es una pasión? La visión de Ortega sobre el amor

     El amor auténtico podría parecerse a primera vista, o a una mirada poco perspicaz, a otras formas de atracción, como la sexual, sobre todo si eso lleva a la pasión o a perder la cabeza, o a lo que se produce cuando lo que hay es simplemente lealtad, simpatía o cariño. Pero, si observamos mejor, en seguida comprenderemos que a diferencia de estos otros sentimientos, “el amor de enamoramiento —que es, a mi juicio, el prototipo y cima de todos los erotismos— se caracteriza por contener a la vez estos dos ingredientes: el sentirse “encantado” por otro ser que nos produce “ilusión” íntegra y el sentirse absorbido por él hasta la raíz de nuestra persona, como si nos hubiera arrancado de nuestro propio fondo vital y viviésemos trasplantados a él, con nuestras raíces vitales en él”(1). Encantamiento y entrega, pues. Sentimientos que, sin embargo, no están sustraídos a la voluntad, lo cual, como quien no quiere la cosa, confiesa Ortega, casado con Rosa Spottorno desde 1910, y que por las fechas en que escribía esto, en 1925, estaba inconfesablemente enamorado de la argentina Victoria Ocampo (amor no correspondido, por otro lado, salvo con una inquebrantable amistad). Así las cosas, argumentaba Ortega: “Cabe que la voluntad del enamorado logre impedir su propia entrega a quien ama en virtud de consideraciones reflexivas —decoro social, moral, dificultades de cualquier orden. Lo esencial es que se sienta entregado al otro, cualquiera que sea la decisión de su voluntad”(2). Admite, sin embargo, que esta situación es excepcional: “Es muy difícil que en un alma auténticamente enamorada surjan con vigor consideraciones que exciten su voluntad para defenderse del amado”(3). Hasta el punto de que cuando ocurre esto, es muy probable que se trate de un síntoma de que no hay verdadero amor. Pero sabiendo lo que estaba ocurriendo en la intimidad de nuestro filósofo no es difícil suponer el tormento por el que atravesaba su vida afectiva mientras trataba de someterla a control, bien porque no era correspondido o bien por fidelidad a la que fue su esposa hasta su muerte.
 
Ortega y Victoria Ocampo

Victoria Ocampo, el amor no "platónico" sino "orteguiano" de Ortega
 
     La entrega, sin embargo, no es privativa del que Ortega llama “amor de enamoramiento”. También se da en el amor de una madre o un padre por un hijo, o incluso en la amistad, en que la entrega es un acto de voluntad y que, a la postre, tiene una raíz reflexiva. Pero en estas formas de entrega falta el encantamiento. Tampoco cabe hacer equivalente el enamoramiento al cariño, cuando dos personas sienten mutua simpatía, fidelidad, adhesión, pero no hay encantamiento ni entrega. “En el amor lo típico es que se nos escapa el alma de nuestra mano y queda como sorbida por la otra”(4). Uno vive ya no en función de sí mismo sino como trasplantado al ser amado. Que es lo contrario de lo que ocurre en la mera atracción sexual, en que el deseo no nos hace salir de nosotros mismos en pos de lo deseado, sino al revés, tira de lo deseado hacia nosotros; no nos trasplantamos en el ser deseado, sino que tratamos de capturar y hacer nuestro el objeto del deseo.
     Tampoco en la pasión hay verdadera entrega. “Dejemos de creer que el hombre está enamorado en la proporción que se haya vuelto estúpido o pronto a hacer disparates”(5), porque eso no es amor, sino más bien un síntoma patológico, la degeneración que sufre al posarse en almas inferiores. En la pasión hay obsesión, que domina al apasionado, pero contra la cual combate, no la acepta en realidad. No es el amor, por tanto, una pulsión ciega, una fuerza elemental que se apodera brutalmente de la persona y que no deja sitio para que a su lado se manifiesten las partes más elevadas del alma. Por el contrario, el amor solo florece en formas y etapas de la cultura humana que han alcanzado un cierto nivel superior. “El amor es un hecho poco frecuente y un sentimiento que sólo ciertas almas pueden llegar a sentir; en rigor, un talento especifico que algunos seres poseen, el cual se da de ordinario unido a los otros talentos, pero puede ocurrir aislado y sin ellos”(6). No cualquiera es capaz de enamorarse, y el que lo es, no se enamora de cualquiera.
     El encantamiento brota a partir de que se sea capaz de ver adecuadamente a la otra persona, de captar que ella es realmente aquella que nuestra disposición para el amor estaba esperando que apareciera. Pero para que esto sea posible, es preciso primero tener a pleno funcionamiento la curiosidad vital, una actitud de decidida apertura hacia el mundo que empuje en todos los sentidos en que se desenvuelve la vida y que, estando establecida en el alma antes de que se lleguen a encontrar motivos concretos hacia los que dirigirse, haga que cuando pase ante el potencial enamorado la persona adecuada, no pase desapercibida. De este tipo de curiosidad solo disponen organismos con alto nivel de vitalidad. “El débil es incapaz de esa atención desinteresada y previa a lo que pueda sobrevenir fuera de él. Más bien teme a lo inesperado”(7), está atento solo a aquello de lo que pueda sacar algún provecho, no a cosas que puedan tener interés por sí mismas. Ese interés desinteresado, ese afán lujoso de salir de sí en busca de algo por lo que sentirse atraído “florece sólo en las cimas de mayor altitud vital”(8). Solo en esas cimas es posible que llegue a brotar el enamoramiento. La consideración de esas cimas es lo que le lleva a Ortega a decir: “Desde mi punto de vista es inmoral que un ser no se esfuerce en hacer cada instante de su vida lo más intenso posible”(9). Porque es en el sobrante que produce esa intensidad respecto de lo estrictamente útil o necesario donde es posible la entrega encantada que significa el amor.
     Pero no basta esa curiosidad a priori, que precede al encuentro con objetos curiosos. Hace falta también perspicacia. “Se trata de una especial intuición que nos permite rápidamente descubrir la intimidad de otros hombres, la figura de su alma en unión con el sentido expresado por su cuerpo. Merced a ella podemos “distinguir” de personas, apreciar su calidad, su trivialidad o su excelencia, en fin, su rango de perfección vital”(10). No se alude con esto a una operación intelectual a través de la cual se llega a conclusiones sobre la calidad de una persona después de haber sometido a análisis sus evidentes cualidades o defectos. Esta perspicacia no tiene que ver con la inteligencia, aunque de hecho lo normal es que la encontremos en personas asimismo provistas de agudeza intelectual.
     Lo cual nos lleva a distanciarnos también por aquí de quienes piensan que el amor es un frenesí ciego, antirracional e ilógico, por tanto, desprovisto de cualquier tipo de perspicacia. De un pensamiento decimos que es lógico cuando no surge de la nada y por las buenas, sino que se sustenta en otro pensamiento nuestro del que tenemos ya referencias suficientes y que hemos aceptado. Este otro pensamiento hace de fuente psíquica del nuevo. El ejemplo clásico es la conclusión: porque se dan tales premisas, llegamos a la consecuencia. “El porque es el fundamento, la prueba, la razón, el logos en suma, que proporciona racionalidad al pensamiento”(11). Pues bien, “El amor, aunque nada tenga de operación intelectual, se parece al razonamiento en que no nace en seco y, por decirlo así, a nihilo, sino que tiene su fuente psíquica en las calidades del objeto amado”(12). El amor no es un acto irracional, porque el enamorado siente que está justificado, que hay un por qué en el que se fundamenta. Incluso si se padeciese un error, quizás por hallarse ante un espejismo, y el sentimiento del enamorado se hubiera dirigido, engañado, hacia alguien no amable, el caso es que, mientras exista, lo hará bajo esa condición de estar justificado.
     Así pues, podríamos entender que el amor no es un sentimiento estrictamente racional, si reducimos este carácter a solo lo que se mueve entre conceptos. Pero lo que no cabe decir es que se trate de un sentimiento ciego e ilógico. “A mi juicio, todo amor normal tiene sentido, está bien fundado en sí mismo y es, en consecuencia, logoide(13), y quien lo siente sabe que está justificado, que tiene razones para estarlo. Que a menudo se entienda lo contrario y se piense que, no solo el amor sino el universo en general, se mueve por automatismos mecánicos ciegos y carentes de sentido, cuyos engranajes nos empujan arbitrariamente sin ningún por qué ni justificación, es solo una de las perversiones en las que se ha instalado el espíritu de esta época.



[1] “Para una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 471.
[2] “Para una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 471.
[3] “Para una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 472.
[4] “Para una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 472.
[5] “Para una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 473.
[6] “Para una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 475.
[7] “Para una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 477.
[8] “Para una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 477.
[9] “Para una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 478, nota.
[10] “Para una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 478.
[11] “Para una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 479.
[12] “Para una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 479.
[13] “Para una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 479.

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