El amor auténtico podría parecerse a primera vista, o a una
mirada poco perspicaz, a otras formas de atracción, como la sexual, sobre todo
si eso lleva a la pasión o a perder la cabeza, o a lo que se produce cuando lo
que hay es simplemente lealtad, simpatía o cariño. Pero, si observamos mejor,
en seguida comprenderemos que a diferencia de estos otros sentimientos, “el amor de enamoramiento —que es, a mi
juicio, el prototipo y cima de todos los erotismos— se caracteriza por contener
a la vez estos dos ingredientes: el sentirse “encantado” por otro ser que nos
produce “ilusión” íntegra y el sentirse absorbido por él hasta la raíz de
nuestra persona, como si nos hubiera arrancado de nuestro propio fondo vital y
viviésemos trasplantados a él, con nuestras raíces vitales en él”(1).
Encantamiento y entrega, pues. Sentimientos que, sin embargo, no están
sustraídos a la voluntad, lo cual, como quien no quiere la cosa, confiesa
Ortega, casado con Rosa Spottorno desde 1910, y que por las fechas en que
escribía esto, en 1925, estaba inconfesablemente enamorado de la argentina
Victoria Ocampo (amor no correspondido, por otro lado, salvo con una
inquebrantable amistad). Así las cosas, argumentaba Ortega: “Cabe que la voluntad del enamorado logre
impedir su propia entrega a quien ama en virtud de consideraciones reflexivas
—decoro social, moral, dificultades de cualquier orden. Lo esencial es que se
sienta entregado al otro, cualquiera que sea la decisión de su voluntad”(2).
Admite, sin embargo, que esta situación es excepcional: “Es muy difícil que en un alma auténticamente enamorada surjan con
vigor consideraciones que exciten su voluntad para defenderse del amado”(3).
Hasta el punto de que cuando ocurre esto, es muy probable que se trate de un
síntoma de que no hay verdadero amor. Pero sabiendo lo que estaba ocurriendo en
la intimidad de nuestro filósofo no es difícil suponer el tormento por el que
atravesaba su vida afectiva mientras trataba de someterla a control, bien
porque no era correspondido o bien por fidelidad a la que fue su esposa hasta
su muerte.
Ortega y Victoria Ocampo |
Victoria Ocampo, el amor no "platónico" sino "orteguiano" de Ortega |
La entrega, sin embargo, no es privativa del que Ortega
llama “amor de enamoramiento”. También se da en el amor de una madre o un padre
por un hijo, o incluso en la amistad, en que la entrega es un acto de voluntad
y que, a la postre, tiene una raíz reflexiva. Pero en estas formas de entrega
falta el encantamiento. Tampoco cabe hacer equivalente el enamoramiento al
cariño, cuando dos personas sienten mutua simpatía, fidelidad, adhesión, pero
no hay encantamiento ni entrega. “En el
amor lo típico es que se nos escapa el alma de nuestra mano y queda como
sorbida por la otra”(4).
Uno vive ya no en función de sí mismo sino como trasplantado al ser amado. Que
es lo contrario de lo que ocurre en la mera atracción sexual, en que el deseo
no nos hace salir de nosotros mismos en pos de lo deseado, sino al revés, tira
de lo deseado hacia nosotros; no nos trasplantamos en el ser deseado, sino que
tratamos de capturar y hacer nuestro el objeto del deseo.
Tampoco en la pasión hay verdadera entrega. “Dejemos de creer que el hombre está
enamorado en la proporción que se haya vuelto estúpido o pronto a hacer
disparates”(5),
porque eso no es amor, sino más bien un síntoma patológico, la degeneración que
sufre al posarse en almas inferiores. En la pasión hay obsesión, que domina al
apasionado, pero contra la cual combate, no la acepta en realidad. No es el
amor, por tanto, una pulsión ciega, una fuerza elemental que se apodera
brutalmente de la persona y que no deja sitio para que a su lado se manifiesten
las partes más elevadas del alma. Por el contrario, el amor solo florece en
formas y etapas de la cultura humana que han alcanzado un cierto nivel
superior. “El amor es un hecho poco
frecuente y un sentimiento que sólo ciertas almas pueden llegar a sentir; en
rigor, un talento especifico que algunos seres poseen, el cual se da de
ordinario unido a los otros talentos, pero puede ocurrir aislado y sin ellos”(6).
No cualquiera es capaz de enamorarse, y el que lo es, no se enamora de cualquiera.
El encantamiento brota a partir de que se sea capaz de ver
adecuadamente a la otra persona, de captar que ella es realmente aquella que
nuestra disposición para el amor estaba esperando que apareciera. Pero para que
esto sea posible, es preciso primero tener a pleno funcionamiento la curiosidad
vital, una actitud de decidida apertura hacia el mundo que empuje en todos los
sentidos en que se desenvuelve la vida y que, estando establecida en el alma
antes de que se lleguen a encontrar motivos concretos hacia los que dirigirse,
haga que cuando pase ante el potencial enamorado la persona adecuada, no pase
desapercibida. De este tipo de curiosidad solo disponen organismos con alto
nivel de vitalidad. “El débil es incapaz
de esa atención desinteresada y previa a lo que pueda sobrevenir fuera de él.
Más bien teme a lo inesperado”(7),
está atento solo a aquello de lo que pueda sacar algún provecho, no a cosas que
puedan tener interés por sí mismas. Ese interés desinteresado, ese afán lujoso
de salir de sí en busca de algo por lo que sentirse atraído “florece sólo en las cimas de mayor altitud
vital”(8).
Solo en esas cimas es posible que llegue a brotar el enamoramiento. La
consideración de esas cimas es lo que le lleva a Ortega a decir: “Desde mi punto de vista es inmoral que un
ser no se esfuerce en hacer cada instante de su vida lo más intenso posible”(9).
Porque es en el sobrante que produce esa intensidad respecto de lo
estrictamente útil o necesario donde es posible la entrega encantada que
significa el amor.
Pero no basta esa curiosidad a priori, que precede al
encuentro con objetos curiosos. Hace falta también perspicacia. “Se trata de una especial intuición que nos
permite rápidamente descubrir la intimidad de otros hombres, la figura de su
alma en unión con el sentido expresado por su cuerpo. Merced a ella podemos
“distinguir” de personas, apreciar su calidad, su trivialidad o su excelencia,
en fin, su rango de perfección vital”(10).
No se alude con esto a una operación intelectual a través de la cual se llega a
conclusiones sobre la calidad de una persona después de haber sometido a
análisis sus evidentes cualidades o defectos. Esta perspicacia no tiene que ver
con la inteligencia, aunque de hecho lo normal es que la encontremos en
personas asimismo provistas de agudeza intelectual.
Lo cual nos lleva a distanciarnos también por aquí de
quienes piensan que el amor es un frenesí ciego, antirracional e ilógico, por
tanto, desprovisto de cualquier tipo de perspicacia. De un pensamiento decimos
que es lógico cuando no surge de la nada y por las buenas, sino que se sustenta
en otro pensamiento nuestro del que tenemos ya referencias suficientes y que
hemos aceptado. Este otro pensamiento hace de fuente psíquica del nuevo. El
ejemplo clásico es la conclusión: porque se dan tales premisas,
llegamos a la consecuencia. “El porque es
el fundamento, la prueba, la razón, el logos en suma, que proporciona
racionalidad al pensamiento”(11).
Pues bien, “El amor, aunque nada tenga de
operación intelectual, se parece al razonamiento en que no nace en seco y, por
decirlo así, a nihilo, sino que tiene su fuente psíquica en las calidades del
objeto amado”(12).
El amor no es un acto irracional, porque el enamorado siente que está
justificado, que hay un por qué en el que se fundamenta. Incluso si se
padeciese un error, quizás por hallarse ante un espejismo, y el sentimiento del
enamorado se hubiera dirigido, engañado, hacia alguien no amable, el caso es
que, mientras exista, lo hará bajo esa condición de estar justificado.
Así pues, podríamos entender que el amor no es un
sentimiento estrictamente racional, si reducimos este carácter a solo lo que se
mueve entre conceptos. Pero lo que no cabe decir es que se trate de un
sentimiento ciego e ilógico. “A mi
juicio, todo amor normal tiene sentido, está bien fundado en sí mismo y es, en
consecuencia, logoide”(13),
y quien lo siente sabe que está justificado, que tiene razones para estarlo. Que
a menudo se entienda lo contrario y se piense que, no solo el amor sino el
universo en general, se mueve por automatismos mecánicos ciegos y carentes de
sentido, cuyos engranajes nos empujan arbitrariamente sin ningún por qué ni
justificación, es solo una de las perversiones en las que se ha instalado el
espíritu de esta época.
[1] “Para
una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 471.
[2] “Para
una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 471.
[3] “Para
una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 472.
[4] “Para
una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 472.
[5] “Para
una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 473.
[6] “Para
una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 475.
[7] “Para
una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 477.
[8] “Para
una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 477.
[9] “Para
una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 478, nota.
[10] “Para
una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 478.
[11] “Para
una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 479.
[12] “Para
una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 479.
[13] “Para
una psicología del hombre interesante”, O. C. Tº 4, p. 479.
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