Resumen: La investigación psicológica viene a mostrarnos que una buena
higiene mental pasa por la necesidad de sentir que, en alguna medida, uno es
protagonista de su propia vida y que tiene un mínimo control sobre las cosas
que pasan en ella. Sin embargo, la ciencia, y sobre todo los últimos avances
tecnológicos, parecen empeñados en convencernos de que no somos más que
instrumentos de fuerzas que nos son ajenas: para empezar, las leyes de la
evolución permitirían constatar que no somos sino el medio que utilizan
nuestros genes para pasar de una generación a la siguiente. Y la tecnología va
a acabar suplantándonos (por nuestro bien, por supuesto) en cualquier decisión
que queramos tomar, porque los algoritmos que utiliza nos van a conocer mucho mejor
que nosotros mismos. ¿Cómo sería un mundo en el que los yoes de las personas no
tengan ninguna función? ¿A qué nos dedicaríamos en la vida si todo lo que
pretendiéramos hacer ya estuviera ordenado imperativamente antes de que nos pusiéramos
a hacerlo?
Los psicólogos hacen uso de un concepto denominado locus o lugar de control (LC), que
es un término que hace referencia a la percepción que
tiene una persona acerca de dónde se localiza el agente causal de los
acontecimientos de su vida cotidiana. Así, Locus de control interno aludiría al hecho de
que el sujeto entiende que los eventos ocurren principalmente como efecto de
sus propias acciones, es decir, a la percepción de que él mismo controla su
vida. Tal persona valora positivamente, en consecuencia, el esfuerzo, la
habilidad y la responsabilidad personal, puesto que ellos son los instrumentos
que se utilizan para intentar conseguir que las cosas sean de la manera que él
prefiere. Por el contrario, Locus de control externo se refiere
a la percepción del sujeto de que los eventos ocurren como resultado del azar,
el destino, la suerte o el poder y decisiones de otros. En este caso, el sujeto
presupondría que los eventos no tienen relación con el propio desempeño, es
decir, que los eventos no pueden ser controlados por su esfuerzo y dedicación.
Estos contrapuestos modos de atribuir la responsabilidad de los acontecimientos
influyen, como es fácil suponer, en la respectivamente alta o baja autoestima
de los sujetos. Y también en su capacidad de reaccionar frente a las
frustraciones, fracasos o infortunios. Un niño que suspenda en sus exámenes,
por ejemplo, si piensa que ha sido por factores atribuibles a él, puede reaccionar
poniendo en marcha comportamientos destinados a corregir ese suspenso; si, por
el contrario, considera que los factores trascienden de su voluntad, se
instalará en el fracaso y, tal vez, esté desbrozando el camino hacia una futura
depresión.
El niño pequeño, incapaz de sentir que algo de lo que ocurre
se deba a su intervención, tarda un tiempo en incorporar a su bagaje mental el
concepto y la palabra “yo”, lo cual ocurrirá paulatinamente a lo largo del
segundo año de vida. Con ello, estaría dando comienzo, según el filósofo David
Hume, a una andadura equivocada, porque, convencido como él estaba de que el
único contenido que tenemos en nuestra personalidad es el que nos proporcionan
las impresiones recogidas por nuestros sentidos, y que vamos acumulando de una
en una, no encontraba ninguna impresión de la que se pudiera deducir la
existencia del yo. Decía Hume en concreto: “Si hay alguna impresión que origine la idea
del yo, esa impresión deberá seguir siendo invariablemente idéntica durante
toda nuestra vida, pues se supone que el yo existe de ese modo. Pero no existe
ninguna impresión que sea constante e invariable. Dolor y placer, tristeza y
alegría, pasiones y sensaciones se suceden una tras otra, y nunca existen todas
al mismo tiempo. Luego la idea del yo no puede derivarse de ninguna de estas
impresiones, ni tampoco de ninguna otra. Y, en consecuencia, no existe tal idea
(…) Nunca puedo atraparme a mí mismo en ningún caso sin una percepción, y nunca
puedo observar otra cosa que la percepción (…) Yo sé con certeza que en mí no
existe (el yo)”. Hume se convirtió así en el filósofo de referencia a
la hora de encontrar un elaborado y bien argumentado modo de negar la
existencia del yo; pero lo hizo a costa de sufrir una depresión entre los 19 y
los 23 años, justo la época en la que gestó su “Tratado de la naturaleza humana”, en donde formuló estas ideas a
las que nos estamos refiriendo. Buscando cómo salir de su depresión, escribió a
un médico: “Para evitarme la melancolía ante tan sombrías perspectivas, mi única
seguridad se halla en displicentes reflexiones sobre la vanidad del mundo y de
toda gloria humana”. Y como suele ocurrir en estos casos, su evasión acabó
desembocando en el carpe diem y el
hedonismo. Así que concluye sus atormentadas reflexiones al respecto de esta
forma: “Estoy dispuesto a tirar todos mis libros y papeles al fuego, y
decidido a no renunciar nunca más a los placeres de la vida en nombre del
razonamiento y la filosofía, pues así son mis sentimientos en este instante de
humor sombrío que ahora me domina”. Y añade: “Por fortuna sucede que, aunque
la razón sea incapaz de disipar estas nubes, la naturaleza misma se basta para
este propósito, y me cura de esa melancolía y de este delirio filosófico, bien
relajando mi concentración mental o bien por medio de alguna distracción (…) Yo
como, juego una partida de chaquete, charlo y soy feliz con mis amigos; y
cuando retorno a estas especulaciones después de tres o cuatro horas de
esparcimiento, me parecen tan frías, forzadas y ridículas que no me siento con
ganas de profundizar más en ellas”. Así pues, podemos hacernos una idea
a propósito de qué es lo que está en juego en este asunto de si tenemos o no un
yo al que hacer responsable, en mayor o menor medida, de lo que nos ocurre.
Yuval Noah Harari ha escrito dos libros insoslayables, “Sapiens. De animales a dioses” y “Homo Deus. Breve historia del futuro”, que
desarrollan una poderosísima línea argumental que conduce casi fatalmente hacia
la conclusión de que el yo es una más de las múltiples especies en cuya
extinción se ha visto o se va a ver involucrado el Homo sapiens desde su aparición. Le sirve, como contraste, para
desarrollar su argumentación, la cosmovisión que construyó el humanismo
liberal, que ha sido la ideología triunfante en estas últimas centurias, y
según la cual el individuo es un ser libre, capaz de decidir, con las lógicas
limitaciones que imponen las circunstancias, lo que ha de ser su vida. Pero a
lo largo del último siglo, a medida que los científicos indagaban en el
trasfondo de ese hombre dotado de libre albedrío que imaginó el humanismo
liberal, “fueron descubriendo –dice Harari– que allí no había alma, ni libre
albedrío, ni ‘yo’… sino solo genes, hormonas y neuronas que obedecen las mismas
leyes físicas y químicas que rigen el resto de la realidad. Hoy en día, cuando
los estudiosos se preguntan por qué un hombre empuña un cuchillo y apuñala a
alguien hasta matarlo, responder: ‘Porque decide hacerlo’ ya no sirve. En lugar
de ello genetistas y neurocientíficos proporcionan una respuesta mucho más
detallada: ‘Lo hace debido a tales o cuales procesos electroquímicos que tienen
lugar en el cerebro que fueron modelados por una determinada constitución
genética, que a su vez refleja antiguas presiones evolutivas emparejadas con
mutaciones aleatorias’”. Esos sucesos bioquímicos sobre los que se
edifican nuestras supuestas decisiones, no los decide nuestro libre albedrío:
son el resultado de la combinación de azar y selección natural, los factores
sobre los que ha discurrido la evolución. Si en un momento determinado un
hombre “decide” comer adecuadamente y aparearse con una pareja sana y fecunda,
sus genes tendrán más oportunidades de pasar el filtro de la selección natural
y trasladarse a la siguiente generación que si come alimentos nocivos y se
aparea con alguien enfermo o anémico. O sea que lo que parecían ser decisiones
libres son, en realidad, según nuestros científicos, el producto de
comportamientos prefijados en nuestros genes que hacen cola ante el cancerbero
de la selección natural, que es el que finalmente les da de paso o no hasta la
siguiente generación. No parece que le quede al hombre mucho libre albedrío que
incorporar a este proceso evolutivo. Concluye así Harari: “Yo no elijo mis deseos. Solo los
siento y actúo en consecuencia”.
Pero una de las ideas-fuerza del mismo Harari en sus libros
es que ya no hay que esperar a que la evolución biológica –que sería la
auténtica protagonista de la historia hasta ahora, y no las decisiones de los
hombres– produzca resultados al dilatado ritmo de acumulación de eones del que
hace uso. Ya es posible diseñar los próximos pasos evolutivos gracias a las
nuevas tecnologías, y hacer que lleguen a su resultado en un corto o cortísimo
plazo. Incluso elegir (... ¡vaya por Dios!, pese a todo, todavía podremos
“elegir”, o como esa cosa se diga en el vocabulario de este mundo que está viniendo) por dónde
queremos que vaya la evolución. Por ejemplo, cuenta el mismo Harari que ya se
han realizado experimentos que demuestran que “es posible crear o aniquilar
incluso sentimientos complejos tales como el amor, la ira, el temor o la
depresión mediante la estimulación de los puntos adecuados del cerebro humano”.
Los experimentos más relevantes en este sentido los han llevado a cabo las
fuerzas armadas estadounidenses empleando dispositivos no intrusivos en forma
de casco con electrodos que produce campos electromagnéticos débiles dirigidos
hacia áreas específicas del cerebro seleccionadas, las que estarían implicadas
en la producción de esos sentimientos. Varios estudios han demostrado, por
ejemplo, que este método puede aumentar la concentración y la capacidad
cognitiva de operadores de drones, controladores de tráfico aéreo,
francotiradores y otro personal cuyas funciones requieran largos períodos de
intensa atención. A un servidor le queda colgando la temblorosa duda de, puesto
que la moral va a ser una disciplina a superar en el mundo en el que ya no haya
“yoes” a los que responsabilizar, si alguien decide empujar la evolución con
estos métodos hacia la desaparición de sentimientos como, por decir algo, el
amor o la culpa (sentimientos prescindibles en cualquier eficaz procesador de
datos o robot, que puede ser la referencia de lo que pasará a ser el hombre en
el futuro), ¿cómo será entonces el mundo?… si es que queda alguien humano para
contarlo. Casi prefiero quedarme con la idea de que, con estos métodos
(colocándose el casco en cuestión), aprender idiomas o a tocar el piano en el
futuro va a estar chupado.
Después de argumentar todo esto, todavía le queda cuerda a
Harari para seguir preguntándose “¿quiénes somos yo?”. No sé si
consciente de ello o no, rehabilita los argumentos de David Hume para afirmar
que sigue habiendo experimentos científicos que muestran que, más que un solo
yo, contenemos cada cual una cacofonía de voces contrapuestas y en conflicto,
ninguna de las cuales se puede alzar con la primacía de pertenecer al “yo
verdadero”. Esos experimentos se han realizado sobre todo con pacientes con el
cerebro escindido, por ejemplo, epilépticos a los que se les ha realizado un
corte en el cuerpo calloso que separa los dos hemisferios del cerebro. Se
consiguió comprobar cómo cada una de las dos partes del cerebro podía dar una
respuesta diferente, y aun opuesta a la otra. Cita asimismo Harari experimentos
debidos a Daniel Kahneman, Premio Nobel de Economía, sobre cómo una parte del
“yo” puede engañar a otra y llevar a esta –que compartiría hábitat con la otra– a tomar decisiones incorrectas.
Aún hay más: los avances tecnológicos, que ya se han
producido, y que cualquier día de estos pasarán al ámbito de nuestra cotidianeidad,
van a ser una nueva y pesada losa que caerá encima del depauperado yo, si es que
aún quedara algo de él a esas alturas. “Estamos a punto de enfrentarnos –confirma
Harari– a un aluvión de dispositivos, herramientas y estructuras utilísimos que
no dejan margen para el libre albedrío de los individuos humanos”.
Efectivamente, parece que somos reducibles a meros algoritmos que las máquinas
pueden detectar y reproducir, lo que dejaría nuestro yo tan encogido como aquel
del que pudiera alardear un robot cualquiera. Es previsible, por ejemplo, que,
no tardando mucho, los escáneres fMRI (técnica que permite obtener imágenes de
la actividad del cerebro mientras realiza una tarea) puedan desvelar cualquier
mentira o engaño con solo apretar un botón. Y entonces, más allá de las
implicaciones que esto tendrá sobre el futuro profesional de abogados, jueces,
policías y detectives, habremos de añadir un nuevo desasosiego quienes aún nos
empeñemos en sostener que tenemos un yo, porque si las máquinas pueden registrar
o reproducir lo que hagamos o dejemos de hacer, incluso en ámbitos que creíamos
inviolables de nuestra privacidad, ¿qué nos seguirá diferenciando de ellas?
Fotograma de la película "Ex_machina" |
O bien, qué deducir de lo siguiente: existe un sistema de
inteligencia artificial, el famoso Watson de IBM, que puede contener en sus
bancos de datos toda la información que en él queramos introducir acerca de
todas las enfermedades conocidas y todos los medicamentos de la historia. Es o
será capaz asimismo de actualizar dichos bancos de datos a diario, no solo con
los descubrimientos de nuevas investigaciones, sino también con las
estadísticas obtenidas de todas las clínicas y todos los hospitales del mundo.
Puede también conocer, en particular, todo mi genoma y mi historial médico, así
como los de todos mis ascendientes, descendientes y conciudadanos. En función
de ello, va a poder avisarme de cosas como, por ejemplo, el porcentaje de
probabilidades de ser víctima de una diarrea que se esté extendiendo por mi
ciudad, o del peligro de sufrir un ictus deduciéndolo de mis registros
biométricos, que le llegarán instantáneamente enviados por cómodos dispositivos
que llevaré conmigo, así como del análisis de mis predisposiciones genéticas y
etc. etc.
Uno de los problemas que va a generar Watson es el de a qué
se van a dedicar los médicos cuando sus algoritmos o los de alguno de sus
primos acaben usurpando, una a una, la mayoría de las funciones de estos; Watson,
además, no necesitará descansar ni cogerse bajas por ningún motivo, como hoy
les ocurre a los pobres humanos que se dedican a la medicina. Pero otro
problema va a ser el que se deduce de ese nuevo despojo de nuestra identidad
convertida en algoritmo o en pieza de algoritmo de otros. Dice Harari: “Un
algoritmo que supervisa cada uno de los sistemas que componen mi cuerpo y mi
cerebro puede saber exactamente quién soy, qué siento y qué deseo. Una vez
desarrollado, dicho algoritmo puede sustituir al votante, al cliente y al
espectador”. Y es que, en suma, los algoritmos acabarán conociéndonos
mejor que nosotros mismos, y, en función de ello, nos prepararán lo que hemos
de opinar y decidir. Sigamos la pista, por ejemplo, a esto que cuenta Harari: “Un
estudio reciente (…) ha indicado que ya en la actualidad el algoritmo de
Facebook es un mejor juez de las personalidades y disposiciones humanas incluso
que los amigos, familiares y cónyuges. El estudio se realizó con 86.220
voluntarios que tienen una cuenta de Facebook y que completaron un cuestionario
de personalidad compuesto por 100 puntos. El algoritmo de Facebook predecía las
respuestas de los individuos basándose en sus “Me gusta” de Facebook: qué
páginas web, imágenes y vídeos destacaban con la opción “Me gusta”. Las
predicciones del algoritmo se compararon con las de compañeros de trabajo,
amigos, familiares y cónyuges. De manera sorprendente, el algoritmo necesitó un
conjunto de solo 10 “Me gusta” para superar las predicciones de los compañeros
de trabajo. Necesitó 70 “Me gusta” para superar la de los amigos, 150 para
superar la de los familiares, y 300 para hacerlo mejor que los cónyuges. En
otras palabras, si el lector ha pulsado 300 veces “Me gusta” en su cuenta de
Facebook, ¡el algoritmo de Facebook puede predecir sus opiniones y deseos mejor
que su esposo o esposa! De hecho, en algunos ámbitos, el algoritmo
lo hacía mejor que la propia persona”. Los investigadores concluyen: “La
gente podría abandonar sus propios juicios psicológicos y fiarse de los
ordenadores en la toma de decisiones importantes en la vida, como elegir
actividades, carreras o incluso parejas. Es posible que estas decisiones
guiadas por los datos mejoren la vida de las personas”.
Google, Facebook o Amazon dispondrán en el futuro de más
datos sobre nuestros gustos e inclinaciones de los que podremos recordar y
utilizar nosotros. En ese futuro, y en base a ese conocimiento exhaustivo de
quiénes somos, “Google nos aconsejará qué película ver, a dónde ir de vacaciones, qué
estudiar en la universidad, qué oferta laboral aceptar e incluso con quién
salir y casarse”. Y es que, además, conocerá de forma igualmente
exhaustiva, esa universidad, la empresa que nos ofertó el trabajo o a la pareja
que nos recomienda. Y si Google o sus
primos necesitan alguna ayuda, podrán recurrir al informe de nuestro genoma
completo, que hoy mismo es accesible a cambio de cien o doscientos euros. ¿Para
qué vamos a querer el libre albedrío si los algoritmos y los informes genéticos
van a saber decidir por nosotros mucho mejor de lo que lo haríamos nosotros
mismos, que somos víctimas a menudo de las primeras impresiones, que no
recordamos lo que hemos sentido y pensado en los meses o años anteriores, que
pueden ofuscarnos y llevarnos a obrar impulsivamente alguna información
reciente o algún último acontecimiento que nos haya impactado…? Los algoritmos
pueden utilizar datos referidos a toda nuestra vida, no solo aquellos que están
condicionados por esos estados mentales momentáneos que tantas veces sirven de
sustrato a nuestras poco trabajadas decisiones. De modo que los algoritmos van
incluso a saber mejor que nosotros a quién deberemos votar en las próximas
elecciones. No digamos ya sobre cuál es el próximo libro que hemos de leer, o sobre
si hoy es un día adecuado para tomar decisiones importantes o, según sugiere la
lectura de nuestros datos biométricos, mejor esperar a mañana, que tendremos un
estado de ánimo más adecuado; o también, el algoritmo correspondiente nos
recordará la fecha de nuestro aniversario de boda y, puesto que conoce los
gustos, incluso los variables, de nuestro esposo o esposa, así como nuestra
disponibilidad económica, sabrá aconsejarnos exactamente sobre qué hemos de
regalarle. ¿Qué autoridad nos quedará al final sobre nosotros mismos si los
algoritmos van tomando todo el poder sobre nuestras propias decisiones,
responsabilidades o cuidados? “La realidad –apostilla Harari– será
una malla de algoritmos bioquímicos y electrónicos sin fronteras claras, y sin
núcleos individuales”.
Y a propósito: no solo peligra el trabajo de abogados,
policías, médicos, agencias de viaje o asesores matrimoniales. La robotización
afectará a la mayoría de los trabajos, un 47% en los próximos 20 años, según un
estudio de investigadores de Oxford (para empezar, peligra el trabajo de
transportistas, conductores de autobuses y taxistas con la llegada, que no
tardará demasiado, del coche autónomo. Parece que, por el contrario, el trabajo
de los arqueólogos sobrevivirá). Si el trabajo ha sido siempre una de las
fuentes más importantes de nuestro sentimiento de identidad, de poseer un yo,
¿qué ocurrirá cuando la mayoría de las personas pasen a formar parte de lo que
Harari llama crudamente “clases inútiles”, incluso cuando para garantizar su
supervivencia llegue a generalizarse la renta básica? Quizá encontremos nuevas
fuentes de identidad dedicándonos a labores creativas y artísticas. Eso parece
tener sentido, pero ya se han hecho experimentos que nos anticipan que los
ordenadores pueden hacerlo incluso mejor que nosotros. Un profesor de
musicología, David Cope, californiano, elaboró un programa que componía
conciertos, corales, sinfonías y óperas. Convirtiendo la música de Bach en
algoritmos, compuso 5.000 corales al estilo de Bach en un solo día. Seleccionó
algunas de ellas y las interpretó en un festival de música; la gente,
entusiasmada, no supo distinguirlas de las auténticas de Bach.
Yuval Noah Harari |
Harari, en fin, nos coloca frente a unas realidades que,
para aceptar ver que están ahí, hemos de acercarnos al abismo desde el que se
proyectan. Porque, si concluimos que no existe el yo, que el “Locus de control
interno” al que nos referíamos al principio no existe, es una falacia y un
autoengaño, si nada de lo que somos o hacemos se debe a nosotros mismos, ¿por
qué habríamos de seguir tomando decisiones que signifiquen esfuerzo o
incomodidad? ¿Por qué sentirnos culpables de una mala decisión o por un daño
que inflijamos a alguien, si la responsabilidad es de nuestros genes o de
cualquier otra circunstancia ajena a nosotros? ¿Qué responsabilidad podremos
exigir a criminales como los que mataron a Diana Quer, a Marta del Castillo, y
no digamos ya a los menores que violaron, torturaron y asesinaron a Sandra Palo
o a los que en este enero de 2018 asesinaron con ensañamiento a un matrimonio
octogenario en Bilbao, si todos esos criminales, sobre todo los menores, no son
sino víctimas de algoritmos orgánicos y sociales defectuosos? Para que exista
moral y se pueda exigir alguna responsabilidad, es imprescindible que exista un
yo que emita acciones voluntarias al que se le pueda exigir. ¿Cómo sería un
mundo sin moral? ¿Serían capaces los algoritmos de organizar suficientemente
una convivencia que hasta ahora hemos fiado al sentido del deber, a la
conciencia del bien y del mal o a la empatía, esos constructos subjetivos que las
nuevas tecnologías arrinconarán en el depósito de los trastos que alguna vez
creímos erróneamente que existían? Y en lo personal, ¿habremos de ir
haciéndonos a la idea de evadirnos, de dejar de tomar en serio nuestras
reflexiones y preocupaciones, y hacer algo semejante a lo que, como vimos al
principio, hacía consigo mismo David Hume cuando proponía, como, más o menos,
alternativa de vida aquello de “Yo como, juego una partida de chaquete,
charlo y soy feliz con mis amigos; y cuando retorno a estas especulaciones
después de tres o cuatro horas de esparcimiento, me parecen tan frías, forzadas
y ridículas que no me siento con ganas de profundizar más en ellas”. Carpe diem y a otra cosa, mariposa.
El mismo Harari, que evidentemente posee una mente privilegiada
y es capaz de sumergirse a calzón quitado en la indagación de estos gravísimos
problemas, acaba dejando abiertas, como las buenas películas que acabarían mal
si no fuera por el destello de esperanza que recorre la última escena, tres
preguntas al final de “Homo Deus” que
nos obligan a no dar por definitivas las que parecía que debían ser nuestras descorazonadoras
conclusiones. Son estas:
“1. ¿Son en verdad los organismos solo algoritmos y es en verdad la
vida solo procesamiento de datos?
2. ¿Qué es más valioso: la inteligencia o la conciencia?
3. ¿Qué le ocurrirá a la sociedad, a la política y a la vida cotidiana
cuando algoritmos no conscientes pero muy inteligentes nos conozcan mejor que
nosotros mismos?”.
Quizás hayamos equivocado la perspectiva desde la que
observar las cosas. Esta que hemos utilizado aquí se habría gestado desde la
plataforma que fijaron científicos como Claude Bernard cuando dijo: “Los
fenómenos de la vida no son las manifestaciones espontáneas de un principio
vital interior: son, por el contrario (…) el resultado de un conflicto entre la
materia y las condiciones exteriores”. Plataforma que Hobbes, el padre
del empirismo, habría prefijado cuando afirmó que “el movimiento no tiene causa más
que en el movimiento de un cuerpo contiguo”. En suma, la vida sería un
producto de lo que Ortega llamaba nuestras circunstancias: los genes y los
condicionamientos orgánicos y ambientales; nos movemos, según eso, porque algo
nos empuja desde fuera de nosotros mismos. Pero el yo, ese yo que sentimos
peligrar después de seguir el arrollador hilo argumental que Harari nos
muestra, no se puede reducir a nuestras circunstancias, es, por el contrario,
lo que se contrapone a ellas. Ese yo no es el reflejo pasivo de lo
circunstante, es un principio vital activo, que Ortega fijó cuando dijo: “La
vida es precisamente un inexorable ¡afuera!, un incesante salir de sí al
Universo (…) Es (el hombre) un dentro que tiene que convertirse en un fuera”.
El ilustrado Denis Diderot también lo había anticipado: “La fuerza que actúa sobre la
molécula se agota –decía en concreto–; la fuerza íntima de la molécula
no se agota en absoluto”. Las máquinas, en fin, se mueven porque algo las
empuja. Los hombres también… cuando nos reducimos al esquema de la máquina.
Pero lo más profundo de nosotros nos pertenece, somos nosotros quienes lo
movemos, y permanecerá en nosotros pese a cualquier condicionamiento que nos venga del exterior.
Si el yo sobrevivió a Austwitch, sobrevivir a los algoritmos es pan comido…
Bueno, vale, Harari, no tan comido.
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