sábado, 20 de enero de 2018

Por qué los separatistas catalanes no pueden dejar de luchar por la independencia

     Resumen: Daniel Kahneman, flamante Premio Nobel de Economía, sostiene que aunque la experiencia nos demuestra una y otra vez que las cosas no son como quisiéramos que fueran, los hombres no podemos tolerar la falta de sentido. Así que, cuando la realidad se pone intransigente, optamos, en el grado que consideremos necesario, por recomponer o deformar esa realidad, hasta conseguir que se acomode a nuestras necesidades de sentido. Lo evidente pasa así a ser algo prescindible. En ese punto está el separatismo catalán.

     Daniel Kahneman es ese peculiar psicólogo que ha conseguido ser el primer no economista al que le han concedido el Premio Nobel de Economía, que obtuvo en 2002 por sus trabajos sobre la toma de decisiones en entornos de incertidumbre. Su idea principal es que contamos con dos yoes, uno que se atiene más a la experiencia y otro que prefiere tener en cuenta, sobre todo, aquellas cosas que tengan sentido. Aquí podríamos acoplar la idea de Ortega de que este filtro perceptivo que hace que solo tengamos en cuenta aquellas cosas con las cuales podamos construir una narración que tenga sentido, desechando las demás y añadiendo a aquellas el ingrediente de fantasía que sea necesario para que adquieran solidez, es una herencia de nuestro yo infantil. Decía concretamente Ortega: “(A un niño) sólo en último término y con carácter muy borroso (le interesa la cuestión de si algo es real o imaginario)”. Y poniéndose acto seguido en la piel del niño, añade: “Lo que (a mis compañeros y a mí) nos interesa es que las cosas sean bonitas”.
     El caso es que, quizás porque pesa excesivamente aún nuestra perspectiva infantil sobre las cosas, este último yo, el yo narrador, adquiere absoluta preeminencia a la hora de poner orden en nuestra vida y de tomar las decisiones a partir de las cuales la vamos construyendo. De ese modo, incluso relegamos temerariamente los dictados de la experiencia y de la evidencia con el objeto de salvaguardar nuestra necesidad de que las cosas tengan sentido o, como decía el niño virtual que imaginaba Ortega, de que “sean bonitas”. Lo cual, a menudo, nos enreda en una espiral descendente que puede abocarnos hacia el abismo cuando, para contrarrestar el empuje de lo evidente, nos reafirmamos en lo imaginado, añadiendo capas de justificación del fracaso que arrastramos en nuestro choque con la realidad, con las que tratamos de sobreponernos a esas evidencias.
     Yuval Noah Harari, el historiador e intelectual de moda en todo el mundo a raíz de la publicación de sus libros “Sapiens. De animales a dioses” y “Homo Deus. Breve historia del mañana” cuenta un hecho histórico que puede muy bien servirnos de ejemplo de esto que decimos. Incluso viene a darnos el título de la narración cuando dice que lo narrado responde al síndrome que en política podría denominarse de “nuestros muchachos no murieron en vano”. Se refiere al hecho de que, cuando los italianos entraron como contendientes en la Primera Guerra Mundial al lado de las potencias de la Entente, lo hicieron con el propósito declarado de “liberar” los territorios de Trento y Trieste que el Imperio austrohúngaro conservaba como propios “injustamente”.  Enardecidos por los discursos patrióticos de sus políticos, centenares de miles de reclutas italianos se dirigieron al frente gritando “¡Por Trento y Trieste!”, en lo que suponían que iba a ser un paseo militar.
     Pero en absoluto lo fue. El ejército austrohúngaro tenía una fuerte línea defensiva a lo largo del río Isonzo. Los italianos se lanzaron contra ella en 11 sangrientas e inútiles batallas. En la primera perdieron 15.000 hombres. En la segunda, 40.000. En la tercera, 60.000. Así durante dos años, al final de los cuales los austríacos contraatacaron en la batalla de Caporetto y derrotaron completamente a los italianos, haciéndolos retroceder casi hasta las puertas de Venecia. Esta última batalla fue el mayor desastre militar italiano de toda la historia. Al final de la guerra, casi 700.000 soldados italianos habían muerto y más de un millón habían resultado heridos. La mitad de todos ellos, en las batallas del río Isonzo.
Soldados italianos en la batalla de Caporetto
     Después de perder la primera batalla de Isonzo, los políticos italianos tenían dos opciones. Podían haber admitido su error y firmar un tratado de paz, que los austriacos, acosados por los rusos en el frente contrapuesto, hubieran admitido de buen grado. Pero ¿cómo podían los políticos dirigirse a los padres, viudas e hijos de los 15.000 soldados italianos muertos y decirles que todo había sido un error y que sus queridos hijos, esposos y padres habían muerto en vano? No es de sorprender que se inclinasen por la segunda opción y asegurasen que no, que no habían muerto en vano y que “¡seguiremos luchando hasta que la victoria sea nuestra!”. Cada derrota, mayor incluso que la anterior, llevaba no a una sensata renuncia a sus imposibles objetivos, sino a una reafirmación, cada vez más temeraria, en la idea de que “nuestros muchachos no murieron en vano”. No solo los políticos: la población en general se sintió obligada a persistir en las sugestiones de su yo narrador, del yo que no soporta la falta de sentido, y acabaron poniendo al frente de su nación a Benito Mussolini y sus fascistas, que prometieron que obtendrían para Italia una compensación por todos los sacrificios que habían hecho en la guerra. Ni los políticos, ni los padres de los soldados muertos, ni los mismos soldados derrotados y a menudo mutilados, fueron capaces de admitir la evidencia de que su sacrificio había sido en vano. Les resultó más fácil vivir con la fantasía de que su sufrimiento había tenido sentido. A todo lo cual, para llegar cabalmente a la conclusión, hay que añadir un dato más: y es que cuanto mayor sea el sacrificio realizado, más difícil resulta admitir su inutilidad, así que los artificios de la mente destinados a darle sentido acaban convirtiéndose en un delirio del que cada vez se hace más difícil salir.
     Queda así, creo yo, suficientemente completo y entendible el hilo argumental que, por analogía, habrá de servirnos para comprender también por qué los separatistas catalanes no pueden permitirse sentir que el camino político que han recorrido en busca de la independencia ha sido y está siendo un error. ¿Cómo admitirlo después de haber dedicado a esa tarea tanto tiempo, tantos recursos, y hasta, en algunos casos, sufrir penas de cárcel? ¿Cómo reconocer, sin hundirse en la depresión, la evidencia de que su camino no conduce a ninguna parte, salvo al enfrentamiento entre catalanes y con el resto de los españoles, la fuga de empresas, la disminución del turismo, la pérdida de prestigio de la marca Cataluña, la salida de la Unión Europea si se cumpliesen sus aspiraciones…? La única vía que sienten tener ante sí es la de mantenerla y no enmendarla: “nuestro sacrificio no fue en vano” es lo único que a estas alturas su yo narrador les permite decirse. El separatismo solo tiene por delante el camino que le dicte su obcecación, el relato que pueda dar sentido al laberinto en el que se ha metido. Y lo seguirá haciendo aun en contra de toda evidencia. El separatista convencido que se salga de ese laberinto haciendo caso a su yo experimentador (y a costa de sufrir un duro golpe en su autoestima) será excepcional. De otra forma, no le habrían dado el Premio Nobel a Kahneman.
     Por tanto, si seguimos todo este argumento hasta el final, se habrá de concluir que el estado tampoco tiene ante sí la salida del consenso, del entendimiento con los separatistas. Ellos, de una u otra forma, seguirán en lo que están; han hecho demasiados sacrificios. Y hasta que no tengamos un gobierno nacional que entienda que esta es la disyuntiva en la que andamos, y que, como los austriacos en Caporetto, debe de derrotar sin paliativos al separatismo, el problema seguirá estando presente. Desgraciadamente, no tenemos a la vista una clase política que parezca capaz de comprender esto, así que habrá problema para rato... salvo que esa misma clase política se acabe rindiendo y ceda a los delirios nacionalistas. Entonces la locura del yo narrador desbordaría las dos orillas del Ebro, y a saber a dónde íbamos a parar.

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