Resumen: Hay una
unidad esencial entre el mundo que vemos y la plataforma desde la que hemos
escogido verlo (entre la circunstancia y el yo). A partir de la Era Moderna, la
autoimagen prevalente que hemos asumido los seres humanos, y que determina la
perspectiva desde la cual observamos el mundo, es la del mecanicismo: desde entonces, fundamentalmente nos vemos como un engranaje de piezas autónomas articuladas;
funcionamos al modo en que lo hacen las máquinas. Los modelos escogidos para
decidir nuestra autoimagen han sido sucesivamente los autómatas, la máquina de
vapor y, en nuestro tiempo, los ordenadores. La vida interior, el mundo
emocional, vistos desde esta perspectiva mecanicista, han pasado a ser un
epifenómeno superfluo y prescindible: ningún ordenador necesita de ellos. Pero es
posible que vernos como meros procesadores de datos signifique que hemos
escogido una autoimagen que amputa elementos decisivos de lo que somos. Quizás
seamos algo más que más o menos eficientes robots.
“Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se
encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto”. Así comienza
el relato de La metamorfosis, de
Kafka, en el que este cuenta la experiencia por la que pasó el tal Gregorio
Samsa, que tuvo que rebajar su sentimiento de identidad desde aquel que le
había procurado ser un sufrido, pero aplicado viajante de comercio hasta este
otro que un día infausto le procuró el saber que había pasado a ser un miserable
insecto. Un proceso más o menos semejante a aquel por el que atraviesa todo
aquel que acaba cayendo en la depresión. Desde entonces, Samsa tuvo que adaptar
su manera de estar en el mundo a su nueva condición: cambió sus hábitos de
trabajo por un ir y venir arrastrándose por el suelo y paredes de su
habitación; cambió también sus hábitos de alimentación, sus modos de
convivencia (en realidad, modos de transitar hacia la soledad)… En conjunto, si
así pudiéramos hablar, diríamos que tuvo que cambiar su proyecto de vida. Es lo
que pasa cuando se transforma sustancialmente la manera de mirar el mundo.
Porque, precisamente, decía Ortega en una cita que perfectamente podemos acoplar a este contexto, que “la araña no se diferencia ante
todo del hombre porque reacciona de manera distinta ante las cosas, sino porque
ve un mundo distinto que el hombre”. La perspectiva que tengamos sobre
las cosas decidirá la forma que va a tener el mundo en el que nos movemos, e
incluso las capacidades que habremos de poner en juego para desarrollar la vida que llevaremos a cabo en él. Si encogiéramos nuestra perspectiva y la
subordináramos a un delirio que nos incorporara, como en La metamorfosis de Kafka, a la forma de mirar de un insecto,
habríamos de reducir también nuestros planes vitales, nuestros deseos y
nuestros temores hasta ponerlos a la altura, o a la bajura, de los que fueran los propios de
nuestro nuevo ámbito zoológico, puesto que nuestro horizonte vital no abarcaría
otros problemas que aquellos que se correspondieran con ese mundo que fuéramos
capaces de ver.
De todo lo cual podemos también deducir de pasada que
ninguna de esas perspectivas parciales que aporta cada especie y, dentro de
ellas, cada individuo, alcanza a incluir el contorno completo de lo que
llamamos realidad objetiva. Y hasta tal punto es así, que puede decir también
Ortega: “Cada especie tiene su escenario natural, dentro del cual cada
individuo, o grupo de individuos, se recorta un escenario más reducido. Así el
paisaje humano es el resultado de una selección entre las infinitas realidades
del universo, y comprende sólo una pequeña parte de éstas. Pero ningún hombre
ha vivido íntegro el paisaje de la especie. Cada pueblo, cada época, operan
nuevas selecciones sobre el repertorio general de objetos ‘humanos’, y dentro
de cada época y cada pueblo, el individuo ejecuta una última disminución. Sería
preciso yuxtaponer lo que cada uno de nosotros ve del mundo a lo que ven, han
visto y verán los demás individuos para obtener el escenario total...”.
Mientras tanto, hasta llegar a esa imposible perspectiva total, las parciales
que vienen a sustituirla incluyen, junto a certeras y aplicables metáforas de
lo que somos, inevitables deformaciones o limitaciones que les hacen tener
alguna clase de semejanza con los delirios.
En la Era Moderna, no han sido los insectos, como en el
relato de Kafka, sino las máquinas el pseudodelirio, o delirio a secas, que
hemos escogido a la hora de entendernos, de darnos los hombres una imagen de
nosotros mismos, de decidir el modo de mirar que íbamos a tener sobre las
cosas. El mecanicismo ya le hizo ver a Descartes que los animales eran meros
autómatas, un conjunto de piezas mecánicas articuladas y que respondían a los
estímulos de manera semejante a como el reloj se pone en marcha cuando le dan
cuerda. Aún diferenciaba Descartes al hombre de los animales, haciendo a aquel,
a diferencia de estos, portador de un alma inmortal. Pero el espíritu de la
época acabó favoreciendo la visión cabalmente mecanicista también del hombre,
que no tardó en ser visto asimismo a través del prisma de la máquina. Esa
manera de ver determinó que la medicina aun hoy dominante entienda el cuerpo
humano como un conjunto de órganos o piezas engarzadas, pero autónomas, dejando
así la organización del saber y modos de actuar de la medicina en manos de
especialistas, que responden exclusivamente de las respectivas parcelas en las
que ha quedado dividido el organismo. También la psicología conductista es
heredera directa del mecanicismo: según ella, no existen para el psicólogo ni
alma ni mente más allá de los comportamientos que se derivan del aprendizaje,
es decir, del conjunto de respuestas que el sujeto da a los estímulos que le
llegan del entorno, y de los hábitos subsiguientes.
En el siglo XIX una máquina concreta se hizo con el
liderazgo de todas ellas: la máquina de vapor, que fue el factor decisivo que
puso en marcha la revolución industrial. El mecanicismo adoptó entonces el
modelo específico de esa máquina de vapor, y el hombre mismo empezó a ser visto
esta vez a través del prisma, más matizado, de esta nueva máquina. Ya no solo
intervenían en la manera que el hombre adquirió para verse a sí mismo
mecanismos propios de los autómatas, sino que el cuerpo y la mente pasaron a
imaginarse como un conjunto de tuberías, válvulas y pistones atravesados por
una energía que ejercía una presión en el interior del cuerpo y que, buscando
liberarse, producía movimientos, acciones y funciones. El psicoanálisis, por
ejemplo, estuvo muy influido por esta forma de entender al hombre mediatizada
por la máquina de vapor, al suponer que el mecanismo básico de funcionamiento
de la libido (la energía que mueve a los hombres) consistía en un proceso
permanente que iba de la tensión a la carga y, subsiguientemente, a la descarga
y la distensión. Si la libido no encuentra las vías adecuadas por las que
discurrir, escogerá caminos desviados para aliviar la presión a la que esté
sometida la máquina corporal. Esta forma hidráulica de verse a sí mismo que el
hombre incorporó llevaba a interpretaciones tan pintorescas como la que conducía
a imaginar que los soldados no debían satisfacer sus impulsos sexuales en
tiempo de guerra, porque, reteniendo así la energía consiguiente, encontraría esta
modos explosivos de liberarse (de abrir la espita de la presión) como
agresividad cuando llegara la hora de combatir. Y, al contrario, cuando de lo
que se trataba era de liberar la presión que sufría, por ejemplo, un paciente
neurótico o estresado, se podría recurrir bien a la actividad sexual o bien a
conductas sustitutivas, por ejemplo, la descarga agresiva, aunque fuera sobre
un cojín.
El final del siglo XX y los comienzos del XXI llevaron al
primer plano a una nueva máquina y a una subsiguiente manera de entendernos los
humanos a través del nuevo prisma: el ordenador. Ya no nos vemos tanto los
hombres como máquinas funcionando a través del proceso de carga y descarga de
presión, sino, ante todo, como procesadores de datos. Y puesto que los
ordenadores funcionan, y muy eficientemente, sin necesidad de tener
sentimientos o conciencia, estos factores han pasado a estar desacreditados en
la nueva autoimagen que hoy prevalece. Se viene incluso a considerar que tales
elementos son epifenómenos superfluos de un proceso dirigido por algoritmos, y
que está encaminado a hacer de nosotros mecanismos eficaces en la lucha por la
supervivencia. Una supervivencia, a su vez, de la que no somos actores, sino
instrumentos: son el azar y la necesidad quienes deciden por dónde han de ir
las cosas, y nosotros no somos sino sumisos ejecutores de los objetivos que nos
vienen marcados por esos agentes que nos trascienden. Matizando aún más: los
genes –última sustancia de lo que somos–, igual que los ordenadores, no
necesitan de esos elementos subjetivos (sentimientos, conciencia) para realizar
su mandato, su programación. Somos algo así como robots, que, en el extremo
ideal, igual que ellos, no necesitamos tener sentimientos ni conciencia para
realizar nuestra función. Bastaría con emitir sensaciones, es decir, con ser
capaces de recibir los mensajes, los inputs que nos llegan desde ese ámbito
externo en el que se decide nuestro destino y emitir los outputs
correspondientes con el mejor tino y eficacia. En este mundo que, mediatizados
por la nueva perspectiva, somos capaces de ver, ya no será necesario sufrir, estar
triste, ni tampoco alegre o entusiasmado. Seguiremos, claro está, teniendo emociones, pero pasarán a ser algo prescindible y superfluo en nuestro funcionamiento, en nuestro desenvolvimiento vital. Para relacionarnos con esta clase de
mundo que está emergiendo bastan ya, o bastarán en breve, nuestros receptores de información,
nuestros órganos sensoriales, y, todo lo más, podremos reducir nuestros
registros subjetivos a aquellos que nos conduzcan a la producción de placer,
anulando los mecanismos cerebrales y genéticos que hasta ahora producían todo
el resto de experiencias y registros subjetivos superfluos.
A partir de esta nueva forma de vernos, ni siquiera la
biología habrá de suponer un límite al diseño de lo que hayamos de ser; la
única condición la pondrán nuestras apetencias, el principio del placer. Uno va
a poder escoger, ahora o a no mucho tardar, no ya recomponer su órgano
defectuoso a través del cultivo de células madre; o sustituir el órgano
auditivo dañado por un programa informático insertado en una microtarjeta
implantada en el cerebro que rehabilite de nuevo las funciones auditivas; o
asimismo suprimir las funciones fisiológicas responsables del mecanismo del dolor
y sustituirlas por registros fisiológicos de los que seamos informados en un
dispositivo biométrico que llevemos junto al reloj de pulsera. No solo esto. También parece
que podremos escoger (estamos haciéndolo ya) entre, por ejemplo, ser hombre o
mujer, heterosexual u homosexual, o incluso podremos suprimir los fundamentos
fisiológicos de la conciencia que conduzcan, no ya al dolor o al sufrimiento, sino incluso al
desasosiego o a la culpa.
El hombre “elevado” a la categoría de robot, de eficiente
superordenador, parece destinado a romper todos los límites. Pero ¿qué nueva
metamorfosis, que dejará en minucia aquella que sufrió Gregorio Samsa, se
producirá en nosotros cuando decidamos prescindir de las funciones sentimentales
que hoy nos llevan a buscar cómo diferenciar el bien del mal, lo bello de lo
feo, lo superior de lo inferior, lo justo de lo injusto, y pasemos solo a
preocuparnos de aspirar nada más que a aquello que nos apetece, aquello que
produce placer? Resulta evidente que el camino que nos lleva a esa gran metamorfosis
hace tiempo que lo estamos recorriendo. Solo hemos alcanzado a ver alguno de
sus efectos claramente negativos, como el elevado consumo de drogas y de
psicofármacos que se realiza en nuestras sociedades. Pero, igual que en El mundo feliz de Huxley, alguien
estará ya inventando el soma que aquietará nuestros desasosiegos, y nuestra
placentera vida quedará entonces garantizada.
Desde luego, un eficiente ordenador –ese tipo de máquina que
hoy está modelando la imagen que tenemos de nosotros mismos– no tiene nada
subjetivo que aportar, no necesita de las emociones para funcionar. Si
efectivamente somos como un ordenador, la alegría o la tristeza, la admiración
o el repudio, el amor o el odio no añaden ninguna cualificación a la eficiencia
de nuestro funcionamiento. Para filtrar la información que recibimos del
exterior (los datos que hemos de procesar), basta un solo sistema binario: el
que diferencie lo placentero de lo que no lo sea. El único límite que
aportaremos a nuestro funcionamiento como competentes y homologables
procesadores de datos serán nuestras apetencias (que no son sino el reflejo de
las leyes objetivas que nos empujan de modo eficaz hacia la supervivencia). Y
no habrá ningún criterio moral que nos obligue a canalizar, controlar o reprimir
nuestras apetencias en aras de un bien que se sitúe por encima de ellas: las
categorías morales, la idea del deber, el sentimiento de culpa, los libros de
filosofía que con todos estos conceptos han ido escribiéndose, las humanidades…
pasarán a ser tratados como virus o troyanos informáticos que restan eficiencia
al funcionamiento del sistema, y su destino es ser anulados (que se aplique sobre ellos la tecla "eliminar"). Ya Julien Offray
de La Mettrie (1709-1751) fue un conspicuo predecesor de esta forma de ver las
cosas en tiempos de la Ilustración. Su libro más conocido fue “El hombre máquina”, en donde lleva esta
analogía hasta el extremo, y el siguiente, “El
arte de gozar o la escuela de la voluptuosidad”, en
el que propone que el objetivo de la vida se encuentra en los placeres de los
sentidos, y que la virtud puede reducirse a amor propio. La única ética válida,
pues, para él es la que tiene por objetivo la búsqueda del goce, y el tipo
virtuoso pasa a ser, por tanto, el hombre voluptuoso.
Pero ¿y si ese modelo informático que hoy hemos escogido
para entendernos como seres humanos fuera defectuoso o demasiado incompleto?
Porque sería posible pensar que nuestras emociones no fueran una superflua
distracción del proceso evolutivo que ha desembocado en lo que somos, sino que
necesitáramos de ellas para conseguir integrarnos en el camino evolutivo que va
de lo peor a lo mejor, de lo injusto hacia lo justo, de lo feo hacia lo
hermoso, de lo odioso hacia lo amable, de lo malo hacia lo bueno, y que ese
trayecto primariamente moral y secundariamente estético, jurídico o psicológico
sería decisivo a la hora de entender la sustancia de lo que somos. Podría ser
que, al contrario que los ordenadores, nuestra vida se construyera como combate
moral, más aún, que hubiéramos venido al mundo con la misión de llevar a cabo
ese combate, y si nos redujéramos a ser meras maquinarias que responden solo a
estímulos externos, robots que se preocupan nada más que de recibir inputs compatibles
con el placer, la metamorfosis que se estaría produciendo concluiría en la
desaparición no solo de las humanidades (algo que hoy empieza a hacerse
evidente), sino del ser humano en su conjunto.
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