En dirección contraria a la que señala este caso, nuestra
cultura ha escogido pensar que la enfermedad se origina necesaria y directamente
en el cuerpo y, efectivamente, desde esa perspectiva parece que puede dar razón,
aunque no siempre suficiente, de buena parte de los fenómenos que acaban desembocando
en la enfermedad. Pero la misma investigación médica ha descubierto la existencia
de un proceso morboso que comienza en el abatimiento del sistema inmunológico, lo
que vendría a significar algo así como que se abren las puertas a los agentes
productores de la enfermedad, los cuales, por tanto, serían subsidiarios
respecto de aquella deficiencia previa. Y asimismo se conoce la dependencia que
tiene la mayor o menor fortaleza del sistema inmunológico del estado emocional
que tenga el sujeto afectado, y, en suma, de su manera, más o menos positiva, de
estar en la vida y de dirigirse al mundo. En definitiva, en la resolución del
dilema que aquí se nos plantea nos estaríamos jugando la decisión sobre si es
antes la mente o el cuerpo, si es el espíritu el que genera la materia, o al
menos la forma en que esta se manifiesta, o aquel no es sino un epifenómeno, un
resultado de procesos que tienen su inicio en nuestra fisiología. A este
respecto, Unamuno tenía definida su opción: “El espíritu dice: ¡quiero ser! Y
la materia le responde: ¡no lo quiero!”, afirmaba. Y también: “Dios,
la conciencia del Universo, está limitado por la materia bruta en que vive (de
la cual) trata de libertarse y de libertarnos. Y nosotros, a nuestra vez,
debemos de tratar de libertarle de ella”. Según esta visión unamuniana,
la materia sería el restringido cauce a través del cual se manifiesta el espíritu,
que sería lo prevalente. Así lo ratifica el pensador bilbaíno cuando dice: “El
universo visible (...) me viene estrecho, esme como una jaula que me resulta
chica, y contra cuyos barrotes da en sus revuelos mi alma”.
También en la cosmovisión característica de los hombres
primitivos y de los chamanes el mundo visible es solo la manifestación de un
orden previo que rige en el mundo espiritual que le antecede. María Zambrano,
asimismo, abogaba en algún sentido por esa cosmovisión cuando decía: “Todo
lo espiritual (…) trasciende de las condiciones físicas en que está sujeto”.
En la medida en que aquí abajo, en el mundo visible, no nos alejemos de las
pautas de orden y permanencia vigentes en el orbe espiritual, las cosas estarán
en su sitio (nunca mejor dicho). Lo insólito, lo imprevisto, el cambio, lo que transgrede
el orden previo es visto por los hombres primitivos con gran suspicacia, porque
su irrupción viene a ser como un brecha o hendidura que se abre en aquella
ligazón y sintonía que mantenían el mundo visible y el invisible. Y es por esa
brecha por donde se cuelan la desgracia y la enfermedad, y por donde pueden
asomar toda clase de peligros y amenazas. Urge, por tanto, para el hombre primitivo,
taponar esa brecha, compensando de alguna manera los efectos de la
transgresión. Solo entonces será posible frenar la desventura. La reparación se
realiza a través de un sacrificio, de alguna clase de pago que permita recomponer
el equilibrio perdido.
Es esencial, pues, en la conformación de esta perspectiva
propia del mundo de los chamanes, la idea de pecado y de que es el hombre el
último responsable de las desgracias que caen sobre él, en la medida en que ha
cometido alguna clase de transgresión que atenta contra el orden y la armonía
de las cosas. Dicho de otra manera: el hombre tiene un destino que cumplir, y
es responsable de que el mismo se lleve a cabo. O como decía María Zambrano: “El
hombre es así el ser que se constituye en vista de una finalidad”.
Si responde a su vocación, a la llamada de ese destino, el hombre gozará de
salud y alegría, pero si deja de responder, peca, y el resultado de ese
extravío es la enfermedad o alguna de las formas de la desgracia.
En nuestra cultura hemos creído que podemos entender estas
creencias como meras supersticiones ya superadas y dar por amputada esa forma
de estar en el mundo que ha caracterizado al ser humano a lo largo de casi toda
su historia. Pero el sentimiento de culpa sigue acompañando a los hombres incluso
antes de comprender cuál pueda ser su causa. Hasta el punto de que en nuestro
antecedente cultural más inmediato se generó la idea de Pecado Original, una
culpa que arrastramos por el mero hecho de nacer. “La tragedia única es haber
nacido (…) El delito peor del hombre es haber nacido”, decía,
efectivamente, María Zambrano. Y Unamuno, buscando cómo dar expresión a esa
culpa que nos precede y constituye, escribía este poema:
“Acepto este dolor por merecido,
mi culpa reconozco, pero dime,
dime, Señor, Señor de vida y muerte,
¿cuál
es mi culpa?”
Parecería, pues, que
ese solo hecho, nacer, entrar en este mundo decaído y sucedáneo de aquel otro
mundo espiritual, es registrado en lo más profundo de nuestra alma como una transgresión
del orden, como un pecado; que, como decía Zambrano, “el hombre ha sentido el horror
de su propio nacimiento al mismo tiempo que la nostalgia de un mundo mejor
perdido”. Y es por ello por lo que “toda vida se vive en inquietud.
Ninguna vida mientras pasa alcanza quietud y el sosiego, por mucho que lo
anhele”. En conclusión, dice la misma Zambrano, “cuando (mi propio ser) me sale al
encuentro (…) el sentimiento de culpa es inevitable y puede ser aplastante”.
Así que
la cosmovisión chamánica, a pesar de todos los avances logrados en la
investigación del mundo visible, y especialmente en la ciencia médica, sigue
teniendo vigencia; tal vez de forma soterrada o necesitada de una reformulación
a través de otros relatos diferentes de aquellos que hacía el hombre primitivo,
pero anunciando, pues, que la interpretación de las cosas que nos ocurren debe
incorporar de alguna manera aquella prevalencia de lo espiritual sobre lo
material, de lo mental sobre lo fisiológico. Recurramos a un ejemplo para
poder entender esto que proponemos: la medicina y la psicología interpretan que
un mal como la bulimia es el efecto de una causa material: una alteración
neurológica o un aprendizaje de conductas alimentarias inapropiadas, que deben
ser corregidos a través de psicofármacos o de un adecuado programa de
modificación conductual. Por el contrario, desde un punto de vista que no sé si
sancionar como “chamánico”, habría que explorar lo que pasa en el nivel del
espíritu para comprender esa conducta bulímica que se desarrolla en el mundo
visible. Una vez allí, podríamos echar mano, para empezar, de esto que también
decía María Zambrano: “El anhelo es un signo de vacío. El hombre
podría definirse –una de tantas posibles definiciones– como el ser que alberga
dentro de sí un vacío (…) un vacío que ha de llenarse”. Es en ese plano
espiritual o supramaterial en donde podemos observar que hay algo, el anhelo,
que nos caracteriza como seres humanos; que el deseo es resultado de un
sentimiento de vacío previo, de una falta o deficiencia, es decir –aproximándonos
al lenguaje de esas otras culturas falsamente sobrepasadas–, de un pecado; que
el deseo, en suma, es un intento de buscar la manera de reparar nuestro vacío,
nuestro pecado constitutivo. Y que, a la hora de trasladar ese anhelo, ese
intento de reparación, al mundo visible, el bulímico solo ha sido capaz de
ubicar su sentimiento de vacío en el estómago, en forma de hambre. Se da, pues,
atracones porque esa es la única forma en la que entiende que puede resolver su
vacío interior.
Una vez descubierto lo que ocurre en el mundo espiritual,
una vez detectada la falta, la transgresión constitutiva que aquí abajo, en el
orbe material, empuja hacia la conducta bulímica, es cuando realmente podemos
poner en marcha, de una manera efectiva, la acción terapéutica. En este caso,
derivar a la persona bulímica hacia otras formas de reparación del sentimiento
de vacío que trasciendan del comportamiento alimentario. En general, desde
ese sentimiento de vacío o Pecado Original, es desde donde es posible entender
la vocación, el destino o la finalidad de la vida como una forma de reparación
(de “sacrificio”, diría un chamán) que nos obliga a hacer de nuestra vida un
intento compensatorio de alcanzar la “plenitud”. Y si la medicina o la psicología
ignoran aquellas causas profundas de la enfermedad, si se dedican a intentar
contrarrestar solo los síntomas, es decir, lo que ocurre en el estricto mundo
material, estarán dando muchos palos de ciego, al menos cuando el análisis de
las causas materiales demuestre ser insuficiente. Tal vez se necesite que
sanadoras como aquella de la que hablábamos al principio, se dieran una vuelta
por las aulas de las facultades para dar un repaso a los estudiantes de
medicina o de psicología.
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