Duns Scoto (1266-1308) y Guillermo de Ockham (1285-347) pusieron
patas arriba la escolástica cuando concluyeron que Dios no estaba limitado por
el principio de racionalidad, sino que era voluntad pura y pura arbitrariedad,
es decir, que hacía lo que le parecía y no se sujetaba a lo que pudieran dictar
la lógica o la ética humana. Hubo una indudable consecuencia positiva de la
irrupción de esta (relativamente) nueva forma de mirar, pues de esa manera se
estaba abriendo una puerta en la mente de los hombres para que por ella pudiera
entrar lo sorprendente, lo novedoso, lo que no se sometía a los prejuicios o
conceptos ya establecidos, lo que no encajaba en lo que la razón tenía
previsto. En suma, se estaba abriendo la puerta al Renacimiento, que no iba a
tardar en llegar, así como al empirismo y al estudio de los fenómenos
particulares, hasta entonces desechados, puesto que solo cabía la atención para
lo que era generalizable y no arbitrario o absurdo.
Hasta la llegada de Scoto y Ockham, la verdad, como dejaron
dicho Platón y su epígono San Agustín, era anterior a los hechos, estaba
escrita en los astros y en el destino. En consecuencia, los hechos eran
desdeñables, en la medida en que no podían llegar a ser más que una mala copia
de la idea o verdad preestablecida. Una forma de ver las cosas que no dejaba
sitio, pues, a los imprevistos, y que llevaba a San Agustín a considerar la
curiosidad como algo pecaminoso. Si las verdades eran eternas, nada podía
añadirles la experiencia; si, como había dicho San Agustín, “todo
tiende a la unidad”, lo extraño, lo singular, lo que no cabe en el
molde de lo general y, por tanto, excedía del marco de esa ley unificadora,
quedaba ignorado. La traducción de esa forma de mirar al terreno de la vida
práctica significaba que los hombres no tenían que hacer con su vida otra cosa
que lo que ya estuviera previsto que hicieran. Por ello pudo decir Erich Fromm
refiriéndose a la Edad Media: “La vida personal, económica y social se
hallaba dominada por reglas y obligaciones a las que prácticamente no escapaba
esfera alguna de actividad”; en suma, se buscaba la plena
correspondencia entre lo previsto o previsible y lo real. Ortega lo ratifica: “En
el siglo XIV el hombre desaparece bajo su función social. Todo es sindicatos o
gremios, corporaciones, estados. Todo el mundo lleva hasta en la indumentaria
el uniforme de su oficio. Todo es forma convencional, estatuida, fija”.
Así que al introducir la arbitrariedad en los designios de
Dios sobre lo que podía o no acontecer, el perímetro del mundo se amplió
enormemente, primero en la mente de los hombres, y, acto seguido, en la
realidad. Los hombres pudieron atender a la aparición de lo singular, de lo extraño,
de lo insólito. “El hombre moderno –decía Ortega– vive asomado al mañana para ver
llegar la novedad”.
Aparecieron, por ejemplo, los gabinetes
de curiosidades, precedentes de los que con el tiempo llegaron a ser los museos
de historia natural. Quien tenía recursos y afición, se dedicó al
coleccionismo, a atesorar ejemplares curiosos que procedían de los campos más
heterogéneos: piezas arqueológicas, reliquias, ingenios mecánicos, animales
raros, esqueletos, minerales, fósiles, hierbas, artefactos de interés
etnográfico… Lo extraordinario y su
observación empírica reclamaron la atención de los hombres. El
empirismo, el estudio de los hechos, empezó a adquirir carta de naturaleza.
Pero la mente humana difícilmente puede adaptarse a una
existencia en la que no rigen lo previsible, lo razonable, aquello para lo que emiten
sus dictados las leyes de lo general. Dicho de otra forma: difícilmente se
puede soportar la idea de que Dios (el que impone su marcha a los
acontecimientos) es un ser arbitrario. Scoto y Ockham disponían, por ello, de
un recurso alternativo para sobrellevar la nueva manera de entender a Dios, esa
que lo imaginaba como pura voluntad, y que, por tanto, hacía no lo que es bueno
o razonable, sino lo que a su libre arbitrio le parecía. Ese recurso que al fin
y al cabo permitía sentir que la vida tenía sentido a pesar de que lo que en
ella ocurriera (lo que Dios consentía que ocurriera) fuera irracional, injusto
y a veces espantoso, era la fe. Si la fe fallaba, todo se desmoronaba.
Los hombres se lanzaron a navegar en un mar de dudas |
Y acabó fallando. Los hombres fueron quedándose desnudos
ante el absurdo y la arbitrariedad a los que habían abierto la puerta con su
–por otro lado tan productiva– nueva forma de mirar. Sólo los protestantes
fueron capaces de seguir creyendo en un Dios arbitrario. Lutero, un fiel
seguidor de las ideas de Ockham, era suficientemente explícito en sus
planteamientos cuando decía que “la razón es la ramera del diablo”.
Lo cual no le evitaba ser una persona angustiada y atormentada. El estado de
ánimo de los hombres en general fue impregnándose de inquietud, de desasosiego.
Constata Stefan Zweig en su
biografía de Erasmo, que, precisamente en el tránsito del siglo XV al XVI, “de
la noche a la mañana, las certidumbres se convierten en dudas, cualquier cosa
perteneciente al ayer parece tener milenios y se descarta (…) El desasosiego
fermenta en los países, el miedo y la impaciencia alientan en las almas”.
Y Ortega añade: “El hombre antiguo parte de un sentimiento de confianza hacia el mundo,
que es para él, de antemano, un Cosmos, un Orden. El moderno parte de la
desconfianza, de la suspicacia, porque (…) el mundo es para él un Caos, un
Desorden”.
Como resumen descriptivo de la situación a la que ha llegado
el hombre después de este periplo que comenzó en el Renacimiento vale esto que
Jung dice: “Nuestro intelecto
ha hecho conquistas tremendas, pero al mismo tiempo nuestra casa espiritual se
ha desmoronado”.
El hombre dejó de creer en un Dios bueno y razonable, es decir, dejó de creer
que lo que acontecía cabía en los moldes previstos por la lógica y la ética
humanas, y aceptó adentrarse en el reino de lo absurdo, de lo arbitrario. El
hombre, podríamos decir, se atrevió a lanzarse a navegar en un mar de dudas, es
decir, en lo inseguro, en lo desconocido, en lo que no se sabía dónde podía
llevar. No solo Colón o Elcano, con el bagaje que les otorgaba esta nueva
perspectiva, pudieron llevar entonces adelante sus aventurados planes: la duda entró
a formar parte de toda indagación experimental y filosófica. La incertidumbre pasó
a señorear el alma de los hombres.
Todo
eso, efectivamente, permitió ampliar enormemente el perímetro del mundo externo.
Pero el mundo interno, el alma del hombre zozobró. La duda metódica es, desde
luego, el mejor de los instrumentos en el campo de la experimentación
científica, pero el mundo afectivo necesita seguridades, aspira a la
estabilidad, quiere pisar terreno firme. Mientras tuvo el arma de la fe, es
decir, mientras confió en que al otro lado de lo incierto, de lo desconocido,
de lo absurdo, las cosas seguían teniendo sentido, el hombre pudo seguir
adelante. Pero cuando, como Nietzsche sentenció, Dios murió, el hombre se quedó
frente al absurdo sin más, desarmado ante las situaciones límite, abocado a la
desesperación. Sartre pudo decir, precisamente, que la vida comenzaba más allá
de la desesperación, y Camus, que antes de preguntarse sobre cualquier otra
cosa, era preciso resolver si había que suicidarse o no. Primo Levi, tras pasar
por el campo de concentración, concluyó: “Existe Auschwitz… no existe Dios”.
Provisto solo de su razón, el hombre moderno estaba acabando de aceptar que más allá
del absurdo, de lo espantoso, de la situación límite, no había nada. La vida no
tenía sentido: a eso quedó abocado Primo Levi, y por eso se suicidó.
“Desde tiempos inmemoriales –dice Jung–, los hombres tuvieron ideas
acerca de un Ser Supremo (uno o varios) y acerca de la Tierra del más allá.
Sólo hoy día piensan que pueden pasarse sin tales ideas”. Ortega ayuda
a completar este pensamiento: “Decir que no hay dioses es decir que las
cosas no tienen, además de su constitución material, el aroma, el nimbo de una
significación ideal, de un sentido”. Lo mismo opina Viktor
Frankl, que cita a Ludwig Wittgenstein: “Creer en Dios significa ver que la vida
tiene un sentido”. Y asimismo Jung, evocando el Macbeth de Shakespeare: “El
hombre, positivamente, necesita ideas y convicciones generales que le den
sentido a su vida y le permitan encontrar un lugar en el universo. Puede
soportar las más increíbles penalidades cuando está convencido de que sirven
para algo; se siente aniquilado cuando, en el colmo de todas sus desgracias,
tiene que admitir que está tomando parte en un ‘cuento contado por un idiota’”.
En vez de estar expuesto a animales salvajes, a rocas que se desprenden, a inundaciones, está ahora expuesto el hombre a sus fuerzas anímicas elementales |
Quedar inerme frente al absurdo
no es algo que el hombre pueda sufrir sin mayores efectos. “El
hombre moderno –decía también Jung– no comprende hasta qué punto su
‘racionalismo’ (que destruyó su capacidad para responder a las ideas y símbolos
numínicos) le ha puesto a merced del ‘inframundo’ psíquico”. Lo que el mismo Jung escribió
al acabar la Segunda Guerra Mundial nos ayuda a entender cuáles pueden ser las
consecuencias de la muerte de Dios, del imperio del absurdo, de la
desesperación de que la vida pueda tener un sentido, del nihilismo en suma: “Las
catástrofes de gigantescas proporciones que nos amenazan no son acontecimientos
elementales de índole física o biológica sino sucesos psíquicos. Las guerras y
revoluciones que nos amenazan tan pavorosamente son epidemias psíquicas. En
cualquier momento puede apoderarse de millones de seres una idea delirante, y
tendremos otra vez una guerra mundial o una revolución devastadora. En vez de
estar expuesto a animales salvajes, a rocas que se desprenden, a inundaciones,
está ahora expuesto el hombre a sus fuerzas anímicas elementales. Lo psíquico
es una gran potencia que supera con mucho a todos los poderes de la Tierra. La
Ilustración que desacralizó a la naturaleza y a las instituciones humanas, no
vio al dios del terror que mora en el alma”.
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