sábado, 3 de septiembre de 2011

¿TODA OBRA ARTÍSTICA ES UN DELITO NO COMETIDO?

Esa pregunta la formuló como afirmación Theodor Adorno (1903-1969), destacado filósofo alemán, y como tal habría de servir de adecuado frontispicio, incluso de anticipada (y provisional) conclusión para el relato de una desconcertante anécdota entresacada de la vida de Jackson Pollock (1912-1956), principal representante del expresionismo abstracto norteamericano, que allá por los años cincuenta del pasado siglo llegó a ser considerado la primera estrella del arte estadounidense.

Una noche de primavera de 1952, su amigo Tony Smith, que vivía a cientos de kilómetros de Nueva York, donde Pollock residía, recibió una llamada telefónica de éste que en seguida adquirió tintes truculentos:

–Me voy a suicidar –anunció el pintor a su amigo.

–Aguanta, voy para allá –le contestó éste, que acto seguido, y en plena noche, empezó a recorrer en coche la distancia hasta Nueva York. Después de cinco horas, y tras entrar en la casa de Pollock, observó que éste estaba borracho, algo habitual, colérico, nada extraño, pero blandiendo un gran cuchillo y con una persistencia especial en su anormal comportamiento. El cuchillo lo agitaba alternativamente contra su mujer, Lee Krasner, acurrucada detrás de la cama y muerta de miedo, y contra sí mismo, y maldecía al mundo a gritos. Llevaba siete horas en esa actitud.

Smith, poco a poco, se fue acercando a él. Sabía que no podía hacer alusiones directas a su estado sugiriéndole que ya había bebido demasiado, porque el efecto sería el contrario del deseado. Así que empezó a hablar con él de arte. Pollock se fue calmando. Dejó el cuchillo y cogió un cigarrillo y la botella de whisky. Para conseguir que acabara de “salir de sí mismo”, Smith le propuso hacer un cuadro juntos allí mismo.

Son famosos los estados de trance por los que atravesaba Pollock cuando pintaba. Arrojaba sobre el lienzo, apoyado en el suelo, el contenido de los tubos de pintura, y con un palo, una espátula u otro instrumento, generaba de forma impetuosa trayectos sinuosos, retorcidos o quebrados para los grumos de pintura depositados. Después de que Smith hubiera extendido su primera porción de pintura naranja y Pollock la correspondiente de pintura negra, la mezclaron. “Parece vómito”, murmuró el primero. “Comparado con Pollock –había dicho un crítico de arte–, Picasso resulta un tranquilo conformista, un pintor del pasado”. Sin embargo, no tenía destreza como pintor. Siendo niño no había mostrado ninguna inclinación por el dibujo o la pintura y, más aún, ningún talento.

Por la mañana, Smith y la mujer de Pollock llevaron a éste, que había quedado inconsciente, a una silla, en la que descansó. En los seis meses siguientes, el alcoholizado pintor volvió a repasar una y otra vez aquel cuadro que habían empezado los dos amigos, y que acabó titulando “Postes azules”. Veinte años después de aquella noche y dieciséis después de la muerte de Pollock, ese mismo cuadro se vendió por dos millones de dólares al Gobierno australiano. Lo que empezó como improvisada desviación de un impulso cuasi criminal en una noche de desenfrenada borrachera, acabó siendo el cuadro más cotizado de la historia de Estados Unidos. Ni siquiera Picasso, por entonces, había superado nunca el millón.


Aparentemente quedaría, con lo relatado, suficientemente explicado, en primera instancia al menos, el título de este artículo que de inicio pudiera haber resultado un tanto críptico. Para abundar en esa manera de valorar el arte, podríamos también traer a colación la tremebunda exposición de las esencias del surrealismo realizada por André Breton, y que, aunque hemos transcrito en los últimos artículos, volvemos a recordar: “El acto surrealista más puro consiste en bajar a la calle, revólver en mano, y disparar al azar, mientras a uno le dejen, contra la multitud”. Ya antes, Degas –¡Edgar Degas: el pintor de los gestos delicados y casi ingrávidos!– había afirmado: “Una pintura requiere tanta astucia, picardía y maldad como la comisión de un delito”, y al artista neófito le recomendaba que fuese “taimado”. El fauvista, y en su juventud revolucionario, Maurice de Vlamink, del que también hemos hablado en otra ocasión, dijo asimismo: “Lo que habría conseguido tirando una bomba –lo cual me habría llevado al patíbulo– intenté hacerlo en el arte, pintando, usando colores de la mayor pureza. Así satisfice mi deseo de destruir las viejas convenciones, de desobedecer”. El propio Miró anunció: “Quiero asesinar la pintura”.

Estamos hablando, pues, tan sólo de un impulso, de algo que no traspasa los límites de la imaginación, y que, en principio, sólo a la hora de traducirse en términos artísticos pasa a tener consecuencias prácticas. Sin embargo, la dramática formulación de aquello en que consiste la obra artística, según la dejó expuesta Adorno, no sería la única posible. Ciertamente, la genuina función del arte es la de empujar hacia la ruptura con la estricta realidad: son las insuficiencias de ésta la cósmica hornacina que el hipotético gestor del universo habría previsto para que en ella cupiera la actividad del artista. Y, efectivamente, esa confrontación con lo real puede discurrir por cauces que otros espíritus más atrabiliarios hubieran podido hacer desembocar en el crimen. Pero habríamos de poder prever que el genuino impulso artístico debería estar destinado a empujar virtualmente a la realidad hacia órbitas más sublimes y elevadas, no hacia propuestas destructivas (deconstructivas, según un vocabulario más actual) o degenerativas que vinieran, efectivamente, a ser como imaginarias anticipaciones de un crimen.

Por tanto, lo primero que hemos de concluir, contradiciendo a Adorno, es que no toda obra artística es un crimen no cometido, salvo que entendamos por tal toda imaginaria o imaginativa propuesta de cambio que desde el espíritu venga a poner sitio y amenazar a la realidad, de manera semejante a como podríamos suponer que Artemisia Gentileschi (1597-1651) habría seguido la sutil estela criminal que la desinhibida Judith dejó insinuada cuando decapitó a Holofernes, reflejándolo en su pintura y dando con ello una especie de positiva sanción a aquel hecho. Más bien haríamos en situar el apotegma de Adorno en el contexto de la posición que el arte parece haber tomado en estos últimos tiempos, impregnado por el espíritu de la época que vivimos (de uno de sus ramales al menos). Cuando Joan Miró buscaba por las mañanas, en la bajamar, los detritus, materiales de desecho y porquerías varias que el mar había depositado en la playa (la misma actitud que empujó a Antoni Tàpies hacia lo que llamó pintura matérica), elementos con los que buscaba construir su próxima obra de arte, estaba mirando la realidad según una determinada perspectiva. No precisamente recogía las mejores muestras de lo real para, a través de ellas, crear con su arte una fuerza vectorial que animase a aquello en la dirección de lo sublime, sino, al contrario, su labor era, según hoy se suele decir, deconstructiva, señalando un destino degradado a sus pretensiones artísticas. Algo semejante a lo que podríamos decir del urinario de Marcel Duchamp que analizábamos en el artículo anterior o, más explícitamente aún, de los aclamados tarros de mierda propia con los que Piero Manzoni perpetúa su memoria en los más afamados museos de arte moderno.

Decía Ortega y Gasset que “las cosas tienen dos vertientes. Es una el ‘sentido’ de las cosas, su significación, lo que son cuando se las interpreta. Es otra la ‘materialidad’ de las cosas, su positiva sustancia, lo que las constituye antes y por encima de toda interpretación”. La función de la interpretación es ubicar las cosas en un tramo del camino hacia su ideal. Sin embargo, también “hay distancias, luces e inclinaciones, desde las cuales el material sensitivo de las cosas reduce a un mínimo la esfera de nuestras interpretaciones (…) La cosa inerte y áspera escupe de sí cuantos ‘sentidos’ queramos darle”. El arte de vanguardia ha renunciado a la interpretación, al sentido: busca deconstruir, llegar a la cifra de las cosas que exprese su materialidad desnuda.

“Depende, pues, la faz que el mundo tome a nuestra vista de la electricidad sentimental con que llevemos cargado el corazón”, dice también Ortega. Quien pone mierda en el primer plano de lo que alcanza su perspectiva vive en un mundo diferente de aquél que decide tener la belleza o el bien como referente. Si nuestras expectativas vitales están repletas de ideales, de estímulos para la acción productiva, de propuestas para nuestros impulsos más nobles, el paisaje que nos rodea tomará una configuración que consuene con ello. En sentido contrario se configurará el paisaje del resentido, del que Ortega, glosando a Nietzsche, hace la descripción: “El hombre inepto, torpe, vitalmente fracasado, va por el mundo rezumando desestima de sí mismo. Como no logra acallar ese menosprecio de sí, que sopla en bocanadas de su propio interior y no le deja vivir, se produce en él una reacción salvadora, que consiste en cegarse para todo lo valioso que hay en torno. Ya que no puede estimarse a sí mismo, tenderá a buscar razones para desprestigiar toda excelencia”. Y así, una época que, en buena medida, ha decidido tomar postura a favor del mal gusto, de la procacidad, de la transgresión por la transgresión (o sea, a favor de lo que son las cosas en su estado más primario y desespiritualizado), avalaría con suficiencia el apotegma de Adorno. Lo cual no quiere decir que necesariamente la mierda sea el último destino de todo. O aquél en el que debamos imprescindiblemente recalar.

Y ya desde aquí, para finalizar, tracemos un bucle dialéctico que nos devuelva a nuestras reflexiones metaartísticas: el que nos permita discurrir desde las perspectivas que llevan al artista de vanguardia a construir (deconstruir) su arte hasta las formas de barbarie que, hoy como ayer, tienen su fuente en los intentos de reducir la realidad a sus términos más simples (más individualizadores), desalojándola de cualquier tipo de ideal vertebrador, de cualquier sostén moral o espiritual que pretenda añadir a los datos de la experiencia la fuerza organizadora del sentido. Concluyamos: el artista de vanguardia y los nuevos bárbaros mantienen, pues, una misma perspectiva, la que les empuja a ver la realidad como un simple hito en el camino que conduce hacia el caos. Afortunadamente, el de ese artista es sólo un caos imaginado, un crimen no cometido. Pero tampoco debemos olvidar lo que auténticamente es la realidad: un anticipo de lo que tiene previsto la imaginación.

4 comentarios:

  1. EL ARTE QUE SE DA

    Hola, Javier: entiendo que esta última entrega es toda una tesis doctoral.

    Toda obra artística puede ser ya un delito cometido. Un delito metafórico en contra de los establecido, de lo canónico, de lo figurativo o tangible; de lo comprensible o mensurable, etc. Los artistas, en potencia, desean “matar” todo aquello que les ligue con lo que quieren eliminar. Han querido romper la ligazón entre arte y mercado, pero el mercantilismo ha logrado penetrar en sus formas para apoderarse de ellas y mercar con sus resultados.

    El arte posmoderno, ha querido, también, romper el espacio, adueñándose del vacío para introducir sacando, y ha dado más importancia a los espacios vacíos que a las formas presupuestas. El artista posmoderno ha querido vaciar la propia naturaleza. Recordemos el proyecto de Chillida en la montaña sagrada para los guanches de Timanfaya. Se trataba de vaciar la montaña para, en un acto de sobrecogimiento ver la dimensión del hombre. Pero un hombre endiosado creyente en poder vaciar la naturaleza –lo inabarcable que ya ha dejado de tener límite-. Ese delirio de grandeza sí que me parece un delito sólo el pensar en él. Claro que la Naturaleza sí que ha sido ya matada. El hombre moderno ha ido vaciando de esencia lo que le rodeaba, el límite, para acotarlo en su provecho. Lo que hoy queda es espacio físico, pero la Naturaleza, esa sí que ya la matamos. Desde que interesó más proteger al ganado frente a la agricultura (la famosa Mesta), hasta la roturación de cualquier monte o colina, etc. Incluso los espacios bellos, como a mí me lo pueden parecer las Dehesas, han sido manipulados por el hombre para que la naturaleza aporte un lugar en donde los animales puedan nutrirse a la vez que se saca el corcho de las cortezas en los alcornoques.

    Ha habido una buena exposición (en el museo Thysen) sobre los paisajes recientemente que yo no he podido ver. Alí habrá aparecido la belleza idealizada, sobre todo de los románticos, junto con todo tipo de belleza bucólica, pero efímera, siempre efímera. Esta exposición es otra rémora para el movimiento post-vanguardista. Lo bello, acotado, figurativo, previsible ha sido eliminado. Como un retrato del propio hombre (siempre introduzco hombre como genérico), como una muestra de la gustosa degradación a la que hemos llegado.

    Desde este tipo de deformidad buscada, el arte sí que es un delito en afán de ser cometido. La trituradora utilizada es un arma de “matar” de una manera descomunal, pues elimina los espacios, las formas, las perspectivas, las arquitecturas, los formatos y soportes, las texturas agradables... para llevarnos a unas no formas a unas anti-bellezas y anti-agrados que hasta nos aportan los recipientes para el vómito (retornamos a Marcel Duchamp y su orinal).

    Ellos quisieron derribar –matar- a los museos como espacios destinados exclusivamente a obras “muertas”, a arte para élites que disfrutan su hieratismo expositivo. Los museos de arte contemporáneo siguen siendo espacios arquitectónicos visitados por masas en busca de performances, materiales de derribo, sajaduras sangrientas o imágenes de la bélica realidad del hombre, o del delirio que lo invade.
    A veces resultará transformador de la realidad, o de las percepciones; otras quizás siga persiguiendo la impostura o la delación del mundo degradado, y, a lo mejor, pretende, en las demás ocasiones, estructurar una belleza, paradójicamente basada en un feísmo, que carezca de las anteriores connotaciones canónicas, como si el hombre ahora, amen de transformar la realidad de una manera vertiginosa, también se hubiera transformado él en una especie distinta, cuando todos hemos de reconocer la deuda contraída con todo lo que nos ha precedido, aunque no seamos conscientes de estar tomando los mencionados préstamos. Quien haya colegido de ello que lo mejor es cometer potencialmente un delito, las cárceles ficticias que los museos representaban, en su imaginario ya no existen, y por ende, tampoco lugar donde penar.

    ResponderEliminar
  2. Estoy bastante en sintonía con tus reflexiones, Vicente. Por abundar en ellas de alguna forma, recordaré cómo Freud, el Freud más cercano al final de su vida (el más experto, aunque también el más decepcionado y amargado) decía que hay en todos nosotros un impulso destructivo, el instinto de muerte, que estaba en la raíz de nuestro ser. La vida era una especie de desviación conseguida a base de añadir a ese instinto todas las conquistas de la civilización. De ahí vendría el peligro de desmontar, o tratar de hacerlo, los recursos que la civilización nos procura. Hablo de todo lo que significaría la labor demoledora de la “deconstrucción” posmoderna, que tendría vía directa con en el arte llamado de vanguardia (qué manía con llamar “vanguardista” o “progresista” a todo lo que, cerca del abismo, propone dar pasos hacia delante).

    Es decir, que cuando ya Mallarmé en el siglo XIX decía: “Un poema no ha de consistir en pensamientos sino en palabras”, o Cèzanne afirmaba que “un cuadro no representa nada, no debe representar, en principio, más que colores”, no sólo estaban abriendo las compuertas a esa marea deconstructora que fue viniendo tras ellos, sino atentando contra las conquistas (la labor constructora) de la civilización, esas que, para Freud, nos defienden del instinto de muerte. Las pretensiones de Chillida, al que aludes, de esculpir para encontrar no las formas, sino el vacío que hay más allá o al fondo de ellas, es decir, el interés que muestra no en lo que queda esculpido sino en la nada que contiene la escultura, viene a ser un hito más en esa tarea de demolición o deconstrucción.

    Creo que es un buen tema de reflexión añadir a la que tenemos entre manos ese instinto de muerte freudiano que hay al final de la deconstrucción, unos pasos antes de llegar a la sensación de vacío, la que pone en marcha los impulsos auto y heterodestructivos.

    En fin, que somos como niños jugando con fuego y creyendo que es absolutamente inofensivo.

    ResponderEliminar
  3. EL INSTINTO DE MUERTE FREUDIANO

    Hola, Javier: has expuesto tan clarísimamente tus percepciones sobre el arte posmoderno que resulta tremendamente difícil hacerte acotaciones. Me parece interesante esa similitud que buscas con el instinto de muerte que Freud propuso como lucha entre Eros y Tanatos. Él lo vio consolidado en el delirio del insomnio crónico. Cuanto más se engrandecía éste, mayor neurosis destructiva. Este instinto destructivo siempre iba unido al instinto de vida (Eros).

    El proceso cultural por el que él abogaba era una lucha de la evolución cultural a la vez que lo era completamente orgánica. Siempre la agresividad proyectada, en el caso del arte, regresa al Yo como sentimiento de culpabilidad. Freud siempre buscaba restablecer un estadio anterior de la vida orgánica, destruyendo así la tendencia hacia lo placentero (Eros: cohesión y unidad), para desenmascarar a lo destructivo (Tanatos).

    Cierto es que las tendencias del arte actual desembocan en un afán por la querencia hacia el instinto destructivo, creyendo que se reconstruye otro tipo de sentido. La mayor coherencia que puedo yo vislumbrar es aquella que nos acerca a los esquematismos propios del arte rupestre Neolítico. Y ello tiene que ver, como he expuesto arriba, con el restablecimiento de la vida orgánica antigua por el que abogaba Freud.

    Pero si insisto en esto de la psicología, querido Javier, me estoy metiendo en unos, para mí fangos, que tú sabes tratarlos límpidamente, ya que no son por entero de tu terreno. Por otra parte, si continúo profundizando en lo del instinto destructivo orgánico, olvidándonos de las connotaciones relativas a la libido que Freud aportaba, me acercaré al por ti reprobado “organicismo” o biologismo al que suelo, con frecuencia, recurrir. Lo que sí que es cierto es que esta Deconstrucción ha hecho preponderar el instinto de muerte, de destrucción, hasta dejarnos, desde ya, un panorama desolador, en lo estético y en lo espiritual del hombre. Y tienes razón tú en que se suele tomar por “progresista” o vanguardista a todo aquello que, aparentando dar pasos hacia delante, retrocede hacia lo abisal. Se prefiere lo blanco sobre blanco que representa la nada encima de la nada para que proyectemos naderías inventadas como si el cerebro las estuviera captando. Está bien hacer proyección con la finalidad de forzarnos a nuestra propia interpretación, pero, ¡ay, amigo! Si osas entrar en la ofrecida por cada autor. El balbuceo (da da...) que propuso el Dadaísmo tomo como culmen el retorno hacia el infantilismo. trufado de sentido supremo del estadio por alcanzar, pues ya nos pone en camino de las posteriores actuaciones.
    ¿Y por qué el hombre (insisto en lo del genérico para que ellas no se me enfaden) actual, posmoderno ha de creerse que su valía ha sido capaz de romper todo lo superfluo y equivocado de todas las tradiciones precedentes? Si seguimos así el hombre triunfará sobre todos los ingenuos que quieran seguir aseverando que “el rey está vestido”. Pero ellos mismos saben que no se zafarán de cuantas trayectorias sean considerables, y la geometría p. ej., desde los pitagóricos o las teorías euclidianas, siempre estará presente, aunque sea en esos palés que sueles topar cuando, por curiosidad o morbo, asistes al Guggenheim, ya que siguen teniendo las tres dimensiones hasta ahora percibidas. Otra cosa son las patadas ofrecidas, que no sabemos muy bien si eres tú como espectador el que se las aportas, Simbólicamente, o son ellos los que nos las han pegado ya donde más nos duelen.

    ResponderEliminar
  4. En la duda de que el hambre influya en el talento y desencadene el arte, lo que parece cierto es que una dieta escasa produce irritación y puede conducir tanto a la resignación como a la furia. Es menos discutible que las privaciones sean el origen del rencor y que del rencor se deduzcan la ira y la venganza, interesantes ingredientes de los que a su vez pueden derivarse la actitud artística o la facilidad para el crimen. Depende de que el furioso se incline por la pintura, para redimirse, o elija la pistola, para vengarse.
    Alvite hoy en La Razón

    ResponderEliminar