domingo, 11 de septiembre de 2011

UNA TEORÍA DEL CAOS

Hay un hilo conductor que va enlazando, sobre todo, los últimos artículos escritos y que, resumiendo, podríamos enunciar diciendo que estamos viviendo un momento culminante de la modernidad que se inició con el Renacimiento, y cuyo legado fundamental es el del intento de aterrizar en la realidad desnuda, una vez despojada de todas las mistificaciones que el miedo y la ignorancia han ido depositando sobre ella como una costra anquilosante. Por alguno de los ramales abiertos por esta expedición histórica en busca de lo real, hemos acabado desembocando al borde del abismo, en los aledaños del caos; en una palabra, en el nihilismo (no en un nihilismo que sirva de transición a otra cosa, como Nietzsche quería, sino en un nihilismo que se pretende definitivo), peligro que en nuestro análisis hemos ido abordando desde diferentes perspectivas. La de hoy intentará adentrarse fundamentalmente en los dominios de la psicología.

“La vida es por lo pronto un caos donde uno está perdido”, decía Ortega. Para los filósofos de la antigua Grecia el caos era equivalente al cambio y, en última instancia, al movimiento. Era el caos el resultado de que, al moverse o cambiar, las cosas dejaran de ser reconocibles, identificables entre una vez y la siguiente. Por ello inventaron (digámoslo así) los conceptos. “Una de las funciones de los conceptos –decía María Zambrano– es tranquilizar al hombre que logra poseerlos. En la incertidumbre que es la vida, los conceptos son límites en que encerramos las cosas, zonas de seguridad en la sorpresa continua de los acontecimientos”. Frente al caos del ir y venir de eso que, si se estuvieran quietas, serían cosas, los conceptos aportan, precisamente, quietud, pautas de repetición, forma, sentido, ser a esas cosas.

La psicología existencial es uno de los pocos paradigmas que en psicología han considerado el sentido de la vida como la referencia fundamental a la hora de fijar aquello en lo que consiste la salud mental. Viktor Emil Freiherr Von Gebsattel (1883-1976) fue uno de sus más significados representantes. Autor que puede ayudarnos, pues, a seguir el rastro de lo que significa el sentido de la vida y su contrapartida, el caos, el absurdo, y al que seguiremos concretamente a lo largo del relato de la enfermedad de Julie Weber, alemana, nacida en 1784, cuyo caso quedó registrado en forma novelada, y que, en ese registro, Von Gebsattel estudió con detenimiento y pericia. Julie Weber sufrió, entre los 18 y los 24 años un grave caso de fotofobia (fobia a la luz) que la inhabilitaba totalmente para poder llevar una vida normal. Sus percepciones ópticas se hacían insoportables a partir de un umbral de sensibilidad muy bajo. El ver, incluso en la oscuridad más profunda, suponía para ella una tortura. “Si quería ver algo, al dejar reposar su vista, aunque no fuera más que un momento sobre el objeto, era como si el ojo se viese sobrecogido y oprimido por la masa de aquel objeto; se cerraba involuntariamente, y la enferma tenía unas terribles sensaciones, pero no en el ojo, en el que simplemente sentía presión y abatimiento, sino en el alma, por la angustia y las ansias de muerte”. Esto ocurría tanto cuando el objeto estaba iluminado como cuando lo vislumbraba en la oscuridad, por lo que se puede hablar de una auténtica fotofobia.

Todos los movimientos que se producían ante sus ojos le resultaban insoportables; no sólo los objetos, sino sus propias manos y pies moviéndose ponían en marcha sus crisis fóbicas. También las visitas le producían angustia al moverse delante de ella, por lo que tenían que envolverse en algo oscuro, y sentarse tras ella en una habitación ya plenamente oscurecida. Los días en que tenía los ojos más delicados, la paciente “no podía moverse del sitio, con el fin de evitar el contraste de los objetos”; finalmente, tenía que “sentarse en el suelo, apoyarse en un codo y reducir en lo posible su círculo visual metiéndose mucho el sombrero”. Aunque la fotofobia era el síntoma más importante de la enfermedad de Julie Weber, también tenía síntomas depresivos así como trastornos orgánicos de origen psíquico.

La fotofobia en esta persona tenía unas características peculiares que bien podrían enunciarse como angustia ante la visión de objetos, considerando el fenómeno luminoso como una circunstancia acompañante. La enferma se esforzaba por no reposar la vista ante ningún objeto; no miraba las cosas con fijeza, sino rápida y fugazmente. Y si, por descuido, llegaba a detener su mirada sobre algún objeto, se sentía sobrecogida, daba un grito y se ponía al borde del desvanecimiento, atravesando una intensa crisis de angustia y sensación de muerte inminente.



Lo que hacía que Julie Weber se sobrecogiera era la sensación de “masa”, es decir, la infinidad de impresiones que se le acumulaban al mirar. Incluso en la más profunda oscuridad, y mirando sólo de pasada, la enferma decía distinguir los más finos detalles, hasta “cada hilo de las telas” en los vestidos de sus visitantes. No era, pues, tanto el impacto de la claridad como el de la cantidad de abigarradas y desordenadas impresiones visuales lo que la sobrecogía, atrapada como quedaba en esa perspectiva tan cercana que le impedía captar globalidades. Von Gebsattel creía que el diagnóstico adecuado para Julie Weber hubiera sido el de fobia psicasténica. “Psicastenia” es una entidad diagnóstica acuñada por Pierre Janet para designar una enfermedad psíquica caracterizada por la depresión del tono emocional, flacidez y permanente sensación de cansancio, ausencia de tensión psíquica para emprender cualquier tarea y lo que se dio en llamar “debilidad irritable”. Pero podríamos conjuntar todos los síntomas de la psicastenia y decir que es una enfermedad propia de sujetos instalados pasivamente frente al mundo; no organizan los estímulos que les llegan del entorno, sino que sufren pasivamente su invasión. En suma, su enfermedad coincide con el fracaso en la defensa frente a la posibilidad de quedar anegados en el caos. Por eso estas personas se retiran del mundo, de los objetos: porque sólo les llegan bajo la apariencia de caos, de miríadas de estímulos dispersos que su estructura psíquica no es capaz de integrar en un todo. Su pasividad consiste en no ser capaces de organizar su entorno, y debido a ello generan fobias defensivas que, a falta de mejor remedio, les llevan a retirarse de él. El vértigo y la agorafobia (miedo a los espacios abiertos), también presentes en Julie Weber, serían trastornos que asimismo obedecerían a esta distorsión de la percepción. El vértigo es una sensación debida a la ausencia de un referente interior que se mantenga firme frente a la invasión de estímulos desorganizados y cambiantes. En general, los fóbicos con síntoma de vértigo explican sus sensaciones diciendo que es como si los objetos vinieran a gran velocidad hacia ellos. Su falta de estabilidad es lo que en esas condiciones les produce el miedo a caer. La defensa inmediata consiste en no moverse del sitio. Del mismo modo, la agorafobia supone que quien la sufre es incapaz de enfrentarse a la percepción de espacios abiertos, en los que tiene la sensación de que va a ser arrollado por los objetos del entorno; sin embargo, una vez que llega la noche, muchos agorafóbicos son capaces de atravesar esos mismos espacios amparados por la oscuridad.


La debilidad, el vértigo, el desvanecimiento, la sensación de impotencia y la angustia son las secuelas que arrastra aquella manera pasiva de estar en el mundo, desde la cual éste pasa a ser sentido como algo hostil y amenazante, en donde los espacios abiertos parecen devorar, los movimientos arrollar y confundir y la luz hacer daño. María Zambrano da razón de estos mecanismos que desembocan en el trastorno psíquico en general: Cuando éste se produce, dice, “solemos tener la imagen inmediata de nuestra persona como una fortaleza en cuyo interior estamos encerrados, nos sentimos ser un ‘sí mismo’ incomunicable, hermético, del que a veces querríamos escapar o abrir a alguien (…) A mayor intensidad de vida personal, mayor es el anhelo de abrirse y aun de vaciarse en algo; es lo que se llama amor, sea a una persona, sea a la patria, al arte, al pensamiento (…) La pérdida de esta conciencia de ser análogamente, de ser una unidad en un medio donde existen otras, comporta la locura”. La indefensión ante el caos y consiguiente angustia o la huida hacia el interior de sí mismo, hacia ámbitos que antecedan a la irrupción de ese caos, constituirían, pues, el síntoma nuclear de los trastornos psíquicos. Frente a ello, dice también Zambrano, “el sistema es lo único que ofrece seguridad al angustiado. Castillo de razones, muralla de pensamientos invulnerables frente al vacío”.


El modo positivo de afrontar el caos por el cual Julie Weber y cualquier persona posicionada pasivamente frente a su entorno se sienten arrollar consistiría en la captación de regularidades sobre las cuales construir un mundo sujeto a normas, ordenado y, consiguientemente, previsible. En suma, un mundo que, en una proporción suficiente, venga a ser el correlato de nuestras categorías y conceptos. Los conceptos resultan del hecho de aislar intelectualmente áreas de estabilidad en el ir y venir de las cosas, a las cuales ponemos nombre. Si podemos incorporar nuestra experiencia del mundo a tal sistema de categorías, de forma que adquiera así un sentido, la angustia original remitirá y aceptaremos salir a él.


Estos conceptos que nos van saliendo al paso: caos estimular, retirada hacia lo interior, percepción del mundo como algo hostil, vértigo ante la irrupción arrolladora de los objetos, reacción mecánica (pasiva) a los estímulos del entorno, amputación en la propia perspectiva de la categoría de lo lejano, a la cual se renuncia para quedar absorto, atrapado en lo inmediato… trataremos de alojarlos ahora dentro de un contexto más amplio que el que nos procura la perspectiva psicopatológica, buscando el significado cultural que sea capaz de dar razón de ellos, el que precisamente hemos también abordado en los artículos anteriores. Estamos, pues, discurriendo a lo largo de bucles diversos (o de uno mismo hecho de diversos colores) que nos ayuden a comprender desde puntos de partida diferentes cuál es, como diría Max Scheler, el puesto del hombre del siglo XXI en el cosmos. Pero por hoy dejaremos aquí la tarea.

4 comentarios:

  1. FOBIA EN EL SER

    Hola, Javier: enlazas el mundo del arte con las patologías que, tomando casos particulares, nos lleven al desquicio generalizado. El arte ha avanzado a lo largo de los siglos en unos contextos dados (las circunstancias orteguianas) en donde siempre ha predominado lo canónico, hasta las rupturas vanguardistas. Ya en uno de mis escritos expuse que, por lo general, el arte siempre fue, como lo sigue siendo en parte hoy, subvencionado, de encargo, bajo el beneplácito de la iglesia, la corte o los mecenas.

    Pero el mundo ha cambiado. Enormemente. Habiendo tantas personas, y tras haber dejado ya la tutela del arte por “encargo”, las subjetividades son, de la misma manera, innumerables. Hasta la entrada en la Modernidad, todo esto surgía en un mundo limitado en lo expresivo y en lo cuantitativo. Recordemos la famosa máxima de Malthus donde creía ver una descompensación entre la progresión geométrica y la aritmética (entre el crecimiento poblacional y el aumento de los recursos). Hoy el mundo se ha visto multiplicado amplísimamente por su población y los problemas son inmensos, e innumerables.

    El hecho cuantitativo del volumen poblacional ha derivado en un subjetivismo a ultranza, única manera de reivindicarse de una forma autónoma. (Obviamente, en Oriente, el arte persigue otros estímulos). Recordemos que los propios movimientos vanguardistas han constado de varias ramificaciones. Ya hemos mencionado el Impresionismo, el Cubismo, el Surrealismo, el Puntillismo... Si tomamos como ejemplo a Renoir, no es que sea muy clasificable dentro del Impresionismo, pero, más o menos, ahí está.

    Esta masificación poblacional nos hace huir de ella de cualquier modo, y el ser inventándose continuamente es un fin en sí mismo. Así también (de cualquier modo), han proliferado las enfermedades llamadas de la psique, (la otrora bilis negra o personalidad flemática, p. ej.) que, si por un lado responden a la complejidad mental en las indagaciones sobre nuestro propio ser y devenir ("El Ser y el Tiempo"; "El Ser y la Nada", la contingencia...) también son fruto de la prolongación en la vida humana, y, por ende, de su degradación. El hecho de que la deriva del arte actual ha de soportar las perturbaciones propias de su época también nos hace colegir que la propia sociedad, en lo más profundo, también está enferma (como corpus), y no sólo los estertores de la misma como sucedió con los últimos momentos de Nitzsche, Dalí, etc. sino que también abarca la extensión plena de la propia vida: Heideger en su juventud o tu propio ejemplo de Julie Weber.

    Yo creo que el tempo que cada época se dé ha de incidir en los resultados finales (Hay un amago de retorno a lo pausado y deleitable que surgió en Italia ligado a la comida y sa ha dado en llamar "slow food". Después se han unido ciudades con unas peculiares y respetuosas caraterísticas. Pero nuestro modo vital vertiginoso e incesante, en donde lo conseguido deja, casi inmediatamente, de tener validez, logra una generalizada perturbación. El arte como avance, como vanguardia (el artista como individuo que ha de llevar a cabo esa novedad irreconocible, ya no lustrosa), forma sus propios torbellinos que envuelven irremisiblemente a quien los plantea. No así a quien los observa, que puede, tranquilamente, abstraerse de la no noción expuesta. Justamente es lo que está pasando actualmente, y que ya comenté en otra ocasión: son estos precisos momentos en la historia del arte en donde los contemporáneos más están dando la espalda a las propuestas de sus artistas. Y no todo ha de ser achacado, como pueda ser mi caso, a la ignorancia, o pérdida de sensibilidad avanzada, pues dicho ha quedado, que lo supuestamente vanguardista, hoy en día, nos encamina más bien hacia lo abisal. Como al final puede resultar mi incomprensible artículo si no corto.

    Espero que Javier sepa reintroducir el asunto hacia los terrenos de la perturbación actual artístico mental.

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  2. DESIGNIOS DEL INDIVIDUO

    Hola, Javier: sí, la vida cambió a partir del Renacimiento con la conformación del ser. Pero tampoco me creo que el inicio del Quattrocento en Italia fuera la ruptura absoluta. La historia ha sucedido en un continuo en donde los coetáneos no han sido nunca conscientes de qué tipo de nombre o etiqueta estaban soportando (o disfrutando).

    El hombre renacentista también se rebela contra lo establecido, así que las revueltas no son nuevas. Lo que sí es enormemente distinto es la cantidad de voces y acciones en discordia, pues por aquellos entonces las lucha contra lo establecido fue individual (Kepler, Copérnico, Giordano Bruno, Tomás Moro, Beito o Benedito de Espinoza, et.). Y, también como individual, volvería a considerar la Reforma Luterana y su posterior recrudecimiento con Calvino, en donde la predestinación dictaminaba ya de nacimiento las salvaciones individuales. España como siguió siendo trinitaria, se empeñó en convertir a todo ser para su pureza de Autos Sacramentales e Inquisiciones, de las cuales los protestantes tampoco se libraron (recordemos la quema de Miguel de Servet). Todo esto tuvo su importancia, pues en cuanto el artista se empezó a sentir más libre, pudo zafarse de las supersticiones. Así que el arte asumió el acto de eliminar la subyugación y ello ha sido positivo para la humanidad.

    Humanidad que se puso en el centro del universo, como tú sueles reincidir, a partir del Renacimiento, creando al individuo, gracias a los sacrificios de los científicos y filósofos arriba adelantados, pasasndo a ser considerado el centro de lo conocido. Así como el Sol lo fue al descubrirse la teoría heliocéntrica.

    Pero el centro hoy lo ocupa la descomposición. El hecho de avanzar, de progresar, convierte a cualquier aspecto de la vida en materia (¡ya ha vuelto a salir el materialista!) en distintos estadios de degradación antes de la descomposición. Yo sigo creyendo que la vida carece de sentido predestinado y hemos de otorgárselo cada uno de nosotros en nuestra simbiosis con lo que nos rodea. Pero resulta que vivimos momentos enrarecidos en donde el asumido individualismo nos conduce al reflejo de las patologías que en nuestro devenir han aparecido. Somos una sociedad alterada llena de temores (a la inseguridad, al terrorismo –y aquí no discuto la motivación o probabilidad-, a la soledad, al fracaso, al ninguneo social...). El individualismo da “codazos” a las tendencias uniformadoras. Las castas dominantes, desde siempre, han marcado las pautas y los dogmas, así que las heterodoxias siempre han aflorado. Y ello, sí, es debido a que en un momento dado el hombre se dio cuenta de que podía –y debía- pensar en solitario. Si hubiéramos permanecido inmersos todos en espacios estancos, solamente balbucearíamos las consignas “otorgadas”.

    Pero el hombre ha sido de “fiar” hasta cierto punto, pues ha venido sucediendo que la obligatoriedad auto-impuesta de destacar sobremanera y con formas irreconocibles, ha derivado en un menosprecio al intelecto de los demás, o, más recientemente, a considerar a la tecnología como un fin en sí misma. Explotados los recursos materiales del planeta, más agotados los tempos de maduración lógica (al menos desde una lógica mesurable hasta hace poco), y enrevesado el pensamiento desfiguradamente novedoso, queda lo incomprensible como tarea a tratar o soportar.

    Y, para finalizar, he hecho mención a la terea pendiente como tributo al recordatorio tuyo orteguiano en donde el énfasis se pone en el quehacer. Como sueles, acertadamente, citarlo mucho, una vez ya te recordé que para mí el pensamiento principal del filósofo es el de que “la vida es quehacer”. Pero ello puede derivar en un desquiciamiento por tener que hacer y no ser capaces de aguantar a nuestro propio ser –o tiempo- sin contenido inmediato. El nuestro ya sabemos que seguirá siendo desentrañar, por mi parte creo que ilusamente, el ser, el acto, la singularidad y el prosperar del hombre en relación con las ideas y los elementos circunstanciales.

    Un saludo.

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  3. EL JUEGO DE LAS APARIENCIAS

    Hola, de nuevo: me voy a permitir proseguir con un nexo que, a lo mejor no lo es entre la forma de ver el arte antes y ahora.

    Yo noto que la publicidad ha transformado enormemente los modos de captar las realidades. En ek mundo Antiguo llegaban por los medios que solamente unos pocos disponían. Los nobles tendrían a su disposición unos cuantos volúmenes de tratados antiguos, y los que verdaderamente hacían acopio de la cultura eran los monjes en los monasterios (Edad Media), con riquísimas bibliotecas. El pueblo llano aprendía por el bajo o alto relieve de los frontispicios o de las estatuas exentas (lo mismo que había hecho Fidias en el Partenón y su Gigantomaquía). Luego la pintura haría de auténtico catecismo con los sucesos y dogmas importantes (fachadas, retablos, altares, coros...). Los poseedores de la verdad adoctrinaban de esa manera conocida. Del mismo modo es conocida la larga extensión de esas formas de arte hasta la entrada del renombrado Renacimiento. A partir de ahí todo fue salirse, desviarse (sino en los contenidos, sí en las formas: retorcidas, cenitales, con escorzos, recargadas, deformadas... para después tomar un camino cuasi-inverso y volver a soltar lastre retirando detalles, simplificando formas, captando sólo lo momentáneo, lo prefigurado, lo efímeramente sentido, lo enrevesado, ambiguo, imaginado, indistinguible...

    Así hasta llegar a nuestros propios días donde los soportes han cambiado. Dejando a parte el descomunal alcance de la Red, me limitaré al uso de la publicidad en los medios audiovisuales, en donde el trabajo de persuasión es enorme (aquí tampoco se nos ha ido del todo la Antigüedad con la retórica). A veces lo será sutil, pero por lo general se cumple la sentencia de que la publicidad es engañosa. Ahora se trata de generar las necesidades para después producirlas. Y con tanto afán -y éxito- que se vuelve a mostrar que si no dispones DE, entonces ya no ERES. Aquí se dan, entonces, unas malformaciones en las voluntades que tergiversan la realidad(Y “el que esté libre de pecado...") de esa mutación hacia el HOMBRE EN NECESIDAD.

    La arquitectura es un buen ejemplo con los arquitectos estrellas, (lo narcisista-expositivo). Es el triunfo de la forma, en contra de la función (aunque, obviamente, haya un montón de profesionales que todavía subsistirán en esta última tendencia o visión, pero ¿quién tiene nombre, o sea, es alguien, en este mundo donde la mayor aspiración de una gran mayoría es ser famos@?

    Por otro lado la escuela racionalista aplicada en los países del Este de Europa mientras la vigencia del comunismo... Nuestra sociedad está muy enferma (y yo como individuo soy parte de esa neurosis por no se sabe qué). Si, paradójicamente, se nos está empujando a cumplir unos cánones estético-figurativos (al final el canon va a perdurar de una manera o de otra por siempre jamás) de belleza, éxito, desenvolvimiento, capacidades, formación..., pues la mente que sabe que no lo alcanzará, se ve abocada al fracaso, que si bien sucede en individuos, se trata de un fracaso colectivo. Entonces desgajamos y damos forma, al deformado y perturbado mundo.

    Mil veces se ha dicho, por otra parte, que la televisión está ahí como un estupendo medio si se sabe utilizar bien, y que si no es del agrado de uno, pues se apaga y ya está. Pero, al igual que sucede en la moda, que si uno se propone no seguirla él mismo se delata porque aquella se encarga de destacarlo como demodé, la televisión está tan extendida que, aunque no la utilices, marca tendencias. Y sigue frustrando a la gente por no alcanzar ni la silueta, ni el estatus, ni el éxito, ni la belleza, ni el poderío de los y las modelos que se nos presentan.

    Así que alabados sean aquell@s que son capaces de abstraerse de esa dictadura de las tendencias marcadas. Y si la televisión abarca, por lo general, a un muy elevado espectro poblacional, el arte vanguardista es aplicado por unos cuantos individuos en busca de la catarsis (creo que ya no colectiva).

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  4. Hola Vicente

    Perdóname que no corresponda del todo al ritmo de conversación que me propones con tus comentarios. Ya me gustaría, de verdad, porque esa conversación, en el terreno en que nosotros la mantenemos, es un placer; pero como la economía, el tiempo es un recurso escaso que hay que administrar como mejor se pueda y se sepa.

    Creo que entiendo cuando dices que una cosa es la necesidad que tenemos de convertir la vida en un quehacer y otra muy distinta encontrar ese quehacer en la concreta circunstancia que nos ha tocado vivir a cada uno. Casi con lo que hay que contar es con el hecho de que muy pocas personas tienen la suerte de poder entregar su vida a una tarea que sientan como compensadora y auténticamente productiva. Yo creo que, para empezar, hay que aceptar la realidad que nos ha caído en suerte hasta donde no haya más remedio, y guardar, por otro lado, una parte de nosotros para encauzar su energía del modo más puro posible por donde nos señala el deseo. Pero a veces la parte dura de nuestra circunstancia, esa en la que más o menos nos sentimos acorralados, se nos impone casi al cien por cien. No tanto normalmente: ya sabes eso de que Dios aprieta pero no ahoga. Pero a los internos de Auswitch, evidentemente, era al cien por cien. Yo, cuando acosa lo inevitable, trato de volverme estoico y aceptarlo. Y normalmente me procuro una dosis suficiente de entrega a lo que me resulta más deseable para ir tirando.

    Respecto del acoso de los medios que tú dices que nos crean necesidades que nunca llegamos a satisfacer, yo creo que el hombre es insaciable, un eterno insatisfecho, un “sistema de deseos imposibles de satisfacer en este mundo”, como decía el de siempre (Ortega). Esa es nuestra miseria y nuestra riqueza: lo que nos empuja siempre hacia algo más de lo que ya somos y tenemos, que en eso, precisamente, consiste el vivir. Lo que hace la publicidad es tratar de encauzar nuestra insaciabilidad hacia los objetivos que ella nos propone, que normalmente son de escasa o ínfima categoría. Pero de igual manera que la bulimia (un deseo desordenado y patológico de comida) sólo se cura procurando otras maneras más sutiles y evolucionadas de alcanzar la plenitud, los deseos primarios que excita en nosotros la publicidad sólo se pueden combatir cabalmente dirigiendo nuestra máquina de desear hacia otros objetivos más elevados, no suprimiendo el deseo (que sería como suprimir las ganas de vivir).

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