La atención a la vida interior, el descubrimiento de una
realidad personal e independiente de la realidad colectiva, es la gran
aportación del cristianismo. Tanto la virtud como el pecado dejaban de ser
referidos al mundo exterior y pasaban a residir dentro de uno mismo. Y así, Jesús
afirmaba del pecado, por ejemplo: “Habéis oído que se dijo: No cometerás
adulterio. Pero yo os digo que todo el
que mira con malos deseos a una mujer ya ha cometido adulterio con ella en su
corazón”[1].
También la virtud acontecía de puertas adentro: “No hagáis el bien para que os
vean los hombres (…) Tú, cuando des limosna, que no sepa tu mano izquierda lo
que hace la derecha. Así tu limosna quedará en secreto; y tu Padre, que ve en
lo secreto, te premiará”[2].
Pero ese descubrimiento de la vida interior discurrió hacia
un punto de exacerbación que condujo al desentendimiento de la vida mundana. Y
así, mientras el emperador Marco Aurelio (121-180), ateniéndose a los dictados
del estoicismo, recomendaba “no referir la acción a ninguna otra cosa
excepto al fin común”[3],
San Pablo decía: “Nos hemos emancipado de la ley, somos como muertos respecto a la ley
que nos tenía prisioneros, y podemos ya servir a Dios según la nueva vida del
Espíritu y no según la vieja letra de la ley”[4].
Casi era de esperar que Marco Aurelio persiguiera a los cristianos, porque se
habían convertido en un peligro para la supervivencia del Imperio. Correlativamente,
en el cristianismo se sentaron la bases del utopismo: además de aquello de que “Mi
reino no es de este mundo”[5],
Jesús dijo también: “Os aseguro que si tuvierais una fe del tamaño de un grano de mostaza,
diríais a este monte: ‘Trasládate allá’ y se trasladaría; nada os sería
imposible”[6].
Y también: “Todo lo que pidáis con fe en la oración lo obtendréis”[7].
Y culminó ese peligroso utopismo cuando afirmó: “No os inquietéis diciendo:
‘¿Qué comeremos? ¿Qué beberemos? ¿Con qué nos vestiremos?’ Esas son las cosas
por las que se preocupan los paganos (…) Buscad ante todo el reino de Dios y lo
que es propio de él, y Dios os dará lo demás”[8]; y es que, finalmente, “el espíritu es quien da la vida; la carne no sirve para nada”[9].
Occidente tuvo que hacer una síntesis entre el mundo
interior resaltado por los cristianos y el mundo exterior atendido por los
romanos, especialmente de la mano de los estoicos.
[1] Mateo,
cap. 5, vers. 27 y 28.
[2] Mateo,
Cap. 6, vers. 1, 3 y 4.
[3] Marco
Aurelio: “Meditaciones”, Madrid, Alianza Editorial, 1985, Lº XII, & 20,
pág. 153.
[4] San
Pablo: Carta a los Romanos, cap. 7, vers. 6.
[5] Juan,
cap. 18, vers. 36.
[6] Mateo,
cap. 17, vers. 20.
[7] Mateo,
cap. 21, vers. 22.
[8] Mateo,
Cap. 6, vers. 31, 32 y 33.
[9] Juan,
cap. 6, vers. 63.
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