La psicología hoy dominante es uno de los frutos del paradigma mecanicista. El comportamiento humano es entendido, según esto, como resultado de dos clases de causas, ambas ubicadas en la res extensa, ambas objetivables, es decir, observables, medibles y cuantificables (aunque nuestros aparatos de medida no hayan logrado todavía la perfección): las procedentes del organismo (la bioquímica corporal) y las que emite el entorno (en resumidas cuentas, el aprendizaje a través de la experiencia, del contacto repetido con el mundo exterior). La vertiente del comportamiento que enraíza en el organismo (en última instancia, en la forma en que interactúan neurotransmisores y hormonas), cuando deriva hacia alguna clase de trastorno, es atajada a través de los psicofármacos. Cuando, por el contrario, la patología del comportamiento es achacable a un mal aprendizaje, es decir cuando es el entorno el responsable de esa patología, la terapia se orienta hacia programas de reeducación conductual, alterando las variables ambientales que supuestamente causan el trastorno comportamental. Transformando las causas (procesos bioquímicos o estímulos ambientales) se supone que también transformaremos los resultados, es decir, las conductas y los trastornos a ellas asociados.
Hay otras psicologías, de modo significativo las que se
vinculan con las teorías orientalistas, que enraízan en el otro ramal de la
filosofía cartesiana, el que nace de su más conocido enunciado: “pienso
luego existo” (“pensar” era también equivalente para Descartes a
sentir, recordar, imaginar, desear… todas las funciones que nacen en la
mente del sujeto). Decía el filósofo francés que “yo (soy) una sustancia cuya
total esencia o naturaleza es pensar, y que no necesita, para ser, de lugar
alguno ni depende de ninguna cosa material”. Desde esta perspectiva, entender
a un sujeto no tiene nada que ver, o sólo subsidiariamente, con entender su
comportamiento externo (eso que se desenvuelve en la res extensa). La causa de
nuestros pensamientos, deseos, imaginaciones… nos es intrínseca en última
instancia, lo mismo, consiguientemente, que la de los trastornos psíquicos. La
curación de nuestras perturbaciones mentales no tendría que ver, según esto,
con la modificación de las variables orgánicas o ambientales, sino que ha de
deducirse de un proceso de exclusiva transformación interior, pues, como dice
Descartes, lo que yo soy “no necesita, para ser, de lugar alguno ni
depende de ninguna cosa material”. Dentro de este paradigma mentalista
podríamos incluir, por ejemplo, las propuestas de Rhonda Bhyrne, autora del
superventas de largo recorrido “El
secreto”, que sostiene cosas como esta: “Tu vida presente es un reflejo
de tus pensamientos del pasado (…) Debido a que atraes a tu vida lo que más
piensas durante todo el tiempo (…) esto es lo que experimentas”.
Dos paradigmas contrapuestos, pues, aunque ambos nacidos de
la escisión cuerpo-mente que propuso Descartes. Respecto del paradigma
mecanicista resulta oportuno recordar que Ortega decía: “La modificación producida en (el
hombre) por cualquier hecho externo no es nunca un efecto que sigue a una
causa. El ‘medio’ no es causa de nuestros actos, sino sólo un excitante;
nuestros actos no son efecto del ‘medio’, sino que son libre respuesta, reacción
autónoma”.
“Medio” es tanto el entorno ambiental como el orgánico (nuestro cuerpo es una
circunstancia nuestra más). Quien decide finalmente cómo comportarse es el
sujeto; la circunstancia es sólo un límite impuesto a nuestra capacidad de
decidir, no un sustituto de esta. El mecanicismo nunca podrá dar razón, por
ejemplo, del efecto placebo, según el cual la esperanza de curar (y no el
medicamento, es decir, la intervención sobre variables objetivas, sobre el
medio en última instancia) es lo que de hecho, muchas veces, acaba curando. El
deseo, la esperanza, la ilusión, el para qué… son variables que intervienen
decisivamente en la curación no sólo de los trastornos psíquicos, sino también
de muchos trastornos orgánicos; y ninguna de esas variables puede ser
objetivable, aislable en el laboratorio, observable o reducible a
comportamientos externos.
Mientras que, por el contrario, el paradigma mentalista, que
reduce al ser humano a su res pensante, a lo que ocurre en su interior, a los
dinamismos internos producidos por su pensamiento, está condenado a la
inoperancia hasta que no incorpore en su planteamiento las variables procedentes
de la circunstancia, las que obligan no sólo a la transformación interior, sino
también a la actuación y transformación del mundo en el que a cada uno le ha tocado
vivir. No sólo la mente interviene en la salud psíquica, esta no consiste sólo
en “estar a gusto con uno mismo”; también es preciso el compromiso con lo que
ocurre en el mundo exterior y la inserción de la propia vida en esa
circunstancia.
Las psicologías dinámicas que tienen su fuente en el
psicoanálisis (tan denostado en los últimos tiempos) vienen a ser una
alternativa superadora de los sesgos respectivos de estos dos paradigmas. Ellas
son las que han incorporado la trayectoria vital de los sujetos como marco
desde el que hay que entender al sujeto y sus trastornos psíquicos. La vida es un proceso
que, como repite Ortega a menudo, va de dentro a fuera. Nace en la libido o
energía psíquica y busca acomodo en el mundo exterior, según decreta lo que
Freud denominó “el principio de realidad”; y lo hace a lo largo de un proceso
en el que tienen lugar las transformaciones de la libido. Un trastorno mental
sería así el anclaje en alguno de esos puntos del proceso evolutivo previos a
la madurez. La vida, podríamos decir, es el proceso que lleva desde el yo hasta
la circunstancia, o que consiste en encajar de una manera productiva la energía
potencial en que consistimos al nacer en el mundo que nos ha tocado vivir. En
suma, que “yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”.
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