Pero llega un momento a partir del cual el cuerpo deja de ser un instrumento puesto a nuestro servicio y empieza a ser un obstáculo. Ya con 85 años, a pocos meses de morir, Jung cambia hacia esa dirección el sentido de su discurso: “Llegar a una edad avanzada (…) comporta un derrumbamiento gradual del cuerpo, de esa máquina con la que nuestra locura nos hace identificar (…) Cuanto más envejezco (…) más me refugio en la simplicidad de la experiencia inmediata para no perder el contacto con las cosas esenciales”. Es decir, que, al parecer, envejecer resulta ser equivalente a dejar de “estarse yendo hacia siempre más allá” y empezar a “refugiarse en la simplicidad de lo inmediato”, desistir de aquello y centrarse en el contacto con lo más cercano, con lo posible, con lo que, para alcanzarlo, no nos haga forzar demasiado el estado basal de reposo.
Aún podríamos ampliar algo más nuestra perspectiva
sobre la vida: esta vez, y aprovechando el mismo formato conceptual de antes,
podríamos decir de ella que es un estado de rebeldía contra la inercia a la
que, a partir de cierta edad, quisieran reducirnos nuestros componentes
ambientales. Ingresar en la vejez viene a ser, desde esta nueva perspectiva,
equivalente a ir convirtiéndose de manera acumulativa en un estorbo, en alguien
cada vez más prescindible. En las conversaciones, por ejemplo, y puesto que el
campo de experiencias se ha ido reduciendo hacia lo más inmediato, el viejo
tiende a repetirse exponiendo los mismos argumentos o contando las mismas anécdotas
(en una palabra, tiende a chochear); así que, a poco que tome conciencia de
ello, ha de aprender a participar en la vida familiar y social sin pretender
ser demasiado escuchado. El deseo sexual, por otra parte, no desaparece, pero
el cuerpo encargado de dar satisfacciones en ese sentido se va degradando
patéticamente, hasta que la única actitud digna pasa a ser la de ocultar
cualquier interés al respecto. La jubilación, asimismo, acaba por amputar la
mayoría de las veces los únicos medios a través de los cuales se ha conseguido
aprender a hacer en la vida algo útil, así que el viejo se convierte en un experto
en hacer del tiempo algo prescindible. Para cuyo objetivo, precisamente,
nuestra cultura pone a su alcance todos sus recursos sociales y tecnológicos:
veinticuatro horas de televisión desensibilizadora, clubs de jubilados,
agencias de viaje e incluso, si hubiera lugar, fármacos antidepresivos. Si
desde la anterior perspectiva veíamos la vejez como un modo de aproximarse al
estado inorgánico, desde esta otra, la vejez es un modo de ir acercándose a la
soledad.
Y aún quedaría otra manera más de definir la vida:
como permanente combate contra el deletéreo poder de la rutina, de la eterna
repetición de lo ya sabido y conocido, manteniendo frente a ello una poderosa
disposición a actuar, proyectar, crear, soñar, esperar… Marco Aurelio, el
emperador filósofo, demostraba haber atravesado ese peligroso umbral que acompaña
a la vejez cuando reflexionaba de esta manera: “Todo
lo que acontece es tan habitual y conocido como la rosa en primavera y los
frutos en verano, pues igual a esto es también la enfermedad, la muerte, la
calumnia, la conspiración y cuantas cosas encantan o entristecen a los necios”;
y poco después añadía: “Todo, arriba y abajo, es lo mismo y
proviene de lo mismo. ¿Hasta cuándo, pues?”. Son maneras estas de
aceptar esa vertiente de la vejez que, más intensamente a medida que va pasando
el tiempo, da hacia la muerte, la cual, una vez que se ha llegado al
desistimiento de aquel estado de rebeldía que significaba vivir, acaba
sintiéndose como un descanso y un alivio. El mismo Marco Aurelio lo veía así: “La
muerte es el reposo de la impresión sensorial, del impulso que nos mueve como
marionetas, de la reflexión pensante y de la servidumbre de la carne”.
Pero ¿y si una vez que se ha desistido, es decir,
que el cuerpo se ha convertido en un obstáculo, que se ha alcanzado la forma
más improductiva y triste de la soledad y que ya no se espera nada nuevo de los
días que aún nos quedan, no llega de hecho la muerte, como ocurre tan a menudo
en este mundo que ha visto tantos avances de la medicina? Entonces sólo queda
desconectar, ignorar, olvidar… Morir, pues, de una manera sucedánea y,
desgraciadamente, no tan descansada aún como la genuina y definitiva.
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