Resumen: madurar
consiste en ir comprendiendo que en la vida estamos abocados a la decepción, a
constatar que la realidad nunca estará a la altura de nuestros deseos. A eso
los psicólogos lo llaman “tolerancia a la frustración”. Lo contrario, la intolerancia
a la frustración, busca a menudo en las ideologías extremistas un disfraz que
dignifique lo que no es sino inmadurez emocional. Normalmente, no se llega
hasta ese extremismo, pues, por la vía de los argumentos y de la razón, sino
por sintonía emocional con tales discursos.
Sigmund Freud consideraba que la libido, la energía psíquica
(que él entendía como primariamente sexual), discurría a través de dos fases
claramente diferenciadas: la libido narcisista y la libido de objeto. La
primera es la que caracteriza sobre todo al bebé, pero quedará como residuo
regresivo en todas las personas que no consigan madurar emocionalmente, y en
ella, dice Freud, “el yo no precisa del mundo exterior”. De esa forma, dice
también el fundador del psicoanálisis, en las fases más primitivas de la
psique, el yo, que está bajo el dominio del “principio del placer”,
solo reconoce “los objetos que le son ofrecidos en tanto en cuanto constituyen
fuentes de placer y se los introyecta, alejando, por otra parte, de sí aquello
que en su propio interior constituye motivo de displacer”. La libido
objetal es, por el contrario, la que es capaz de vincularse a la realidad
exterior. Esta, si la hacemos equivalente a la “circunstancia” de Ortega, se
nos aparece como resistencia, dificultad o contraste. Aceptar solo las cosas
que nos procuraban placer nos mantuvo, durante aquellas primeras etapas de
nuestra vida, en un orbe indiferenciado (el de la unión simbiótica con nuestra
madre), en el que las fronteras entre el yo y el mundo no quedaban cabalmente determinadas,
porque no existía la distancia para ello requerida entre lo que deseábamos y lo
que la realidad externa (es decir, exclusivamente la madre por entonces)
satisfacía. De esa forma narcisista de instalarse en el mundo derivaría el
sentimiento megalomaníaco: el yo, un yo infantilizado y relacionado tan solo
con la parte del mundo que se subordina a los propios deseos, y rechazando e
ignorando la que le opone resistencia y dificultades, sufriría una inflación y
derivaría hacia un patológico delirio de omnipotencia (el “yo soy Napoleón” o
“la encarnación de la divinidad” del esquizofrénico), asociado a su vez al
delirio paranoide o de persecución cuando irrumpe la parte de mundo que se
rechaza, que no se adecua a los propios deseos.
La fase de transición desde la libido narcisista hasta la
libido objetal, es decir, el paso desde un ámbito en el que solo existe una
realidad subordinada a nuestros deseos hasta otro en el que aparece lo que se
nos resiste y nos frustra (los objetos), quedará delimitada por un sentimiento primigenio:
el odio. Dice Freud que “el odio hace el objeto”, y que “el
mundo externo, el objeto y lo odiado habrían sido al principio idénticos”.
El mundo externo, filtrado a través de ese sentimiento de odio, es un mundo que
quisiera verse destruido; la primera forma de relación con los objetos (con lo
que no es una mera prolongación del incipiente yo) es la que empuja hacia su
rechazo, hacia el deseo de que desaparezca (y aquí encajarían los delirios
sobre el fin del mundo característicos también de la esquizofrenia). Podríamos
decir que el mundo externo, para empezar, solo viene a estorbar. Llegar a
reconocer, a aceptar la existencia de los objetos, es decir, de lo que se nos
opone y resiste, habrá de ser posible solamente a la vez que la personalidad se
haga capaz de desarrollar la tolerancia a la frustración; pero antes, insistamos
en ello, la primera reacción, la que sirve de puente entre la mera negación de
la realidad frustrante y su aceptación, es el sentimiento de odio, que el bebé pone en marcha como reacción frente a lo que
considera peligro de ser aniquilado por ese mundo que siente que se le opone y
le amenaza.
Mientras tanto, si la libido acaba finalmente enfocándose
hacia los objetos, si el sujeto acata el “principio de realidad” y acepta el
mandato que nos impone aquella ley que Ortega cifraba al decir que “se
vive de dentro a fuera” (desde la libido narcisista a la libido
objetal, diría Freud), ello significa que esa persona ha madurado
emocionalmente, es decir se ha vuelto capaz de aceptar la realidad, a pesar de
que ello suponga emplear un esfuerzo y una tolerancia a la frustración que
habrán de ser el contrapunto de esa realidad que nunca se adecua suficientemente
a nuestros deseos.
Si dejamos a un lado el lenguaje técnico del psicoanálisis y
tratamos de formular estas ideas en otro lenguaje más directamente
experiencial, podríamos decir que, en nuestra relación con la realidad, el
sentimiento que más interviene es el de decepción o frustración, porque nunca
la realidad estará a la altura de nuestros deseos. Una persona madura no es
aquella que solo está dispuesta a relacionarse con la realidad (finalmente
utópica) que se subordina a sus deseos, sino la que sabe sobrellevar sin
demasiados aspavientos esa decepción acumulativa en que, en gran medida,
consiste la vida; estaríamos hablando, pues, de aquello que los psicólogos denominan
“tolerancia a la frustración”, y que sería la actitud que serviría de frontera
respecto de las personas emocionalmente inmaduras. La realidad nunca llegará a ser
el cabal correlato de nuestras pretensiones y hay que aprender a aceptarlo (sin
llegar a renunciar, claro está, al intento de procurar que esa realidad se
aproxime, pese a todo, a nuestros deseos en alguna medida). La persona
emocionalmente inmadura, sin embargo, se rebela intempestivamente contra la
decepción, busca culpables, añadir a su frustración una causa exterior. El
resultado es el odio, un odio o resentimiento a la busca de destinatarios. Y
ese sentimiento así surgido, cuando menos, ofusca la mente, y en personas que
en algún otro ámbito de desenvolvimiento pueden demostrar ser inteligentes, en
estos en los que intervienen las emociones inmaduras puede llegar a contaminar y
distorsionar gravemente los juicios.
La intolerancia a la frustración es característica, pues, de
muchas personalidades que podríamos incluir en mayor o menor grado en el ámbito
de la psicopatología, y que manifiestan una serie de rasgos con los que
fácilmente podríamos construir una tipología psicológica suficientemente
definida. Los rasgos de ese personalidad-tipo serían congruentes con los que
podríamos deducir de los mecanismos mentales que hemos ido analizando. Hablaríamos,
pues, de sujetos que dividen drásticamente a los demás en dos bandos: los que
están conmigo y los que están contra mí, y que a estos últimos les dedican un
odio o animadversión furibundos; personalidades paranoides, litigantes, impacientes,
que tienden fácilmente a la exasperación y a hacer juicios contundentes y sin
matices (a menudo contrarios a la evidencia), que son inadaptables, que difícilmente
acaban de encontrar acomodo o satisfacción en el mundo que les ha tocado en
suerte, y son asimismo manifiesta o latentemente propensas a la violencia.
Y bien: es de este tipo de sujetos de los que precisamente
se nutren las ideologías extremistas y las que más llegan a distorsionar la
convivencia. Estas ideologías vienen a servir de coartada y disfraz para
aquellos rasgos de carácter que alimentan esa gama de patologías que hemos
incluido en el epígrafe general de intolerancia a la frustración. Son los propios
de personas acostumbradas a negar la realidad o a combatirla por sistema, y a
ir persistentemente en busca de contrincantes sobre los que volcar su
animadversión. Estos eventuales contrincantes, filtrados por la ideología,
pueden convertirse en el “enemigo de clase”, el “enemigo de la nación” o el “enemigo
racial”, pero el sustrato de esa enemistad no hay que buscarlo en los
argumentos más o menos coyunturales que proporciona la ideología, sino, tal y
como hemos ido viendo, en una emotividad patológica.
Podríamos fácilmente ampliar el ámbito de nuestra
descripción recurriendo a quienes han sabido valorar con perspicacia algunas de
esas concretas ideologías (que, por otro lado, pueden llegar a seducir también
a personas normales). Por ejemplo, Henry Hazlitt (1894-1993), que fue un
filósofo y economista liberal estadounidense, periodista del The Wall Street
Journal, el New York Times, Newsweek y The American Mercury, entre otras
publicaciones, y que da una definición del marxismo que encaja perfectamente con
los presupuestos que hemos ido estableciendo. Decía: “Todo el evangelio de Karl Marx
puede resumirse en una frase: Odia a quien esté mejor que tú. Bajo ninguna
circunstancia admitas que su éxito puede deberse a su propio esfuerzo, a la
contribución productiva que ha hecho a la vida de otros. Atribuye siempre su
éxito a la explotación, al fraude o el robo más o menos abierto a otros. Nunca
admitas que tu propio fracaso puede deberse a tu propia debilidad, o que el
fracaso de cualquier otro puede deberse a sus propios defectos, como pereza,
incompetencia, falta de inteligencia o falta de previsión”. Valoración
esta que podría servir de marco a las que hicieron precisamente los adalides de
tales ideologías; por ejemplo, la de Lenin cuando dijo: “La muerte de un enemigo de clase
es el más alto acto de humanidad posible en una sociedad dividida en clases”.
O la del Ché Guevara: “El odio como factor de lucha, el odio
intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales
del ser humano y lo convierte en una eficaz, violenta, selectiva y fría máquina
de matar. Nuestros soldados tienen que ser así: un pueblo sin odio no puede
triunfar sobre un enemigo brutal”. Tales personajes han encontrado
fieles seguidores que nos resultan más inmediatos, como Pablo Iglesias, que el 21 de
marzo de 2015 en una conferencia recogida en Youtube decía: "El
enemigo solo entiende el lenguaje de la fuerza".
Y abriendo el abanico de las ideologías que sirven de
coartada a este tipo de perversiones del carácter, añadiremos alguna cita de
próceres del nacionalismo que podríamos incluir dentro de una lista fácilmente
ampliable. Caben aquí, por ejemplo, las siguientes palabras que Prat de la
Riba, el fundador del nacionalismo catalán, incluyó en su libro “La nacionalitat catalana” para
describir el modo en que se realizó el proselitismo nacionalista de la primera
hora: "Debía acabar de una vez esta monstruosa bifurcación de nuestra
alma, debíamos saber que éramos catalanes y sólo catalanes (…) Esta obra, esta
segunda fase del proceso de nacionalización catalana (no iba a hacerla) el
amor, como la primera, sino el odio". En el mismo libro se incluye
esta otra cita: “Rebajamos y menospreciamos todo lo castellano, a tuertas y derechas,
sin medida”. Por su parte, Joan Estelrich (1896-1958), intelectual
catalán, no precisamente de los más extremistas, arengaba de esta manera en sus
escritos: “Catalán, por mucho que te cueste, algún día tendrás que ser
insensible, duro y vengativo. Si no sientes la venganza —la venganza depurada
del odio, que restablezca el equilibrio roto—, si no sientes la misión de
castigar, estás perdido para siempre. No lo olvides —confían en tu falta de
memoria—. No te enternezcas —confían en tu sentimentalismo fácil—. No te
apiades —confían en tu compasión ellos, los verdugos”.
Así pues, este tipo de ideologías no se sustenta finalmente tanto
en argumentos, como en emociones. Emociones que son las propias de
personalidades que no han tenido un desarrollo cabal. Difícilmente, por tanto,
los argumentos y la razón serán armas suficientes para conseguir derrotar a
tales ideologías y a las políticas subsiguientes… aunque es probable que sean
las únicas que tenemos a mano.
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