Resumen: en la vida
de los grandes hombres suele ser evidente la aparición de un punto de inflexión
a partir del cual se produce una transformación en su personalidad.
La vida es un recurso que ponemos en marcha para conseguir
contrarrestar nuestra primaria sensación de vulnerabilidad, insignificancia, y
extrañamiento. El peligro, especialmente en las primeras etapas de esa vida
nuestra, nos acecha y estamos permanentemente a punto de sentirnos abandonados,
solos e inermes. Pero esa debilidad, ese sentimiento de soledad a flor de piel
es, sin embargo, la palanca a partir de la cual, en un movimiento
compensatorio, levantamos poco a poco nuestra fortaleza, nuestros logros,
nuestro sitio en la sociedad y, en fin, alcanzamos a dar un sentido a nuestra
vida. Y resulta significativo el hecho de que, como ha quedado de manifiesto en
anteriores artículos de este blog, las personas que más altura alcanzan en la
consecución de esos logros vitales hayan llegado a ello precisamente
levantándose desde un estrato aún más bajo que el de la mayoría; que, en
definitiva, hayan sufrido de un plus de soledad, sentimiento de insuficiencia,
incluso carencias psíquicas o físicas que, para ser compensados, han necesitado
de un sobreesfuerzo que acaba situándolas por encima de otras cuya vida ha
transcurrido con menores dificultades y obstáculos que vencer. Algo de todo esto
vislumbraba Ortega cuando decía: “El hombre es afán de ser –afán en
absoluto de ser, de subsistir– y afán de ser tal, de realizar nuestro
individualísimo yo (…) Pero sólo puede sentir afán de ser quien no está seguro
de ser, quien siente constantemente problemático si será o no en el momento que
viene, y si será tal o cual, de este o del otro modo. De suerte que nuestra
vida es afán de ser precisamente porque es, al mismo tiempo, en su raíz,
radical inseguridad”.
En su trayecto vital, las personas que han llegado a ser
sobresalientes atraviesan puntos de inflexión a partir de los cuales se produce
una transformación que señala un antes y un después entre su menesterosa
condición de partida y su adquirida fortaleza compensadora. Son momentos, esos
que marcan la vida de estas personas, que vienen a significar algo así como una
conversión que, efectivamente, lleva a menudo a tomar distancia respecto de las
cosas vulgares, las que se refieren a la vida que hasta entonces había sido
cotidiana, y que queda reducida a ser mero soporte de apariencias, no de la
realidad sustancial, renovada y renovadora que ahora aparece. Ocurre, pues,
algo semejante a lo que le acontecía a quien salía de la caverna de Platón,
dejando atrás el mundo aparente, para asomarse a un mundo de luz y de esencias
eternas.
No siempre esa conversión y distanciamiento del mundo
aparente es tan súbita y tajante como la que supuso la caída del caballo de San
Pablo, y que a él le llevó desde entonces a hacer afirmaciones cuando menos
impactantes, como la siguiente: “Si
mediante el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis” (Carta a los Romanos, cap. 8, vers. 13). Siendo el cuerpo, pues, para San Pablo, la
residencia de lo aparente e insustancial, y el Espíritu el receptáculo de lo
que permite trascender de las insuficiencias del cuerpo.
Súbita también, en
algún sentido, fue la transformación que sufrió San Agustín, el cual se había
mantenido volcado sobre “los placeres del mundo” hasta que tuvo su particular
experiencia de conversión en un momento de máxima tribulación, en el que, mientras
paseaba por el jardín de su residencia de Milán, oyó a un niño que estaba en
una casa vecina decir una y otra vez: “Tolle lege” (toma y lee).
Interpretó aquello como un mandato divino (o, lo que vendría a ser lo mismo, un
mensaje que le emitía su doble incipiente, la parte movilizadora de sí), y abriendo
al azar una Biblia que tenía en las manos, leyó lo primero que apareció ante
sus ojos, precisamente un párrafo de la Carta
a los Romanos de San Pablo, en el que se decía: "Nada de comilonas y
borracheras; nada de lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias.
Revestíos más bien del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para
satisfacer sus concupiscencias". (Carta a los Romanos, 13,
13-14). Palabras que le pareció a Agustín que estaban precisamente aludiéndole
a él y a lo que había sido su vida hasta entonces. A partir de aquello, se
transformó, se alejó de este mundo de apariencias y pasó a decir cosas parecidas
a las de San Pablo: “Despreciando las cosas terrenas y humanas, debemos desear y amar (las)
divinas”. Pensar pasó a significar para él gravitar no hacia los
objetos mundanos, a los que hacía depositarios de la vida falta de sentido que
había llevado, sino hacia la Verdad “que habita en lo interior”. En esa
profundidad interior donde mora la Verdad (es decir, la Unidad o, dicho de otra
forma, la Bondad, la Belleza, la Justicia…), está también Dios, que es la reunión
de todas esas Ideas, lo cual resulta imposible encontrar en el mundo real, el que
está al alcance de los ojos y que nos aboca hacia el absurdo, la desazón, la
inseguridad y el miedo.
En el inicio de sus
“Meditaciones metafísicas”, Descartes
da cuenta también, con sutileza, de ese momento crítico en el que acontece el
cambio vital que ayuda a sobreponerse a un mundo que da pábulo a nuestra inseguridad
y a la carencia de sentido de la vida. Dice allí: “Hace ya algún tiempo que me he
dado cuenta de que, desde mis primeros años, había recibido como verdaderas
gran cantidad de opiniones falsas, y que lo que yo había fundamentado sobre
principios tan poco firmes no podía ser más que dudoso e incierto; de manera
que se me hizo ineludible emprender por una vez en mi vida la tarea de
deshacerme de todas las opiniones a las que hasta entonces había dado crédito,
para comenzar de nuevo desde los fundamentos si quería establecer algo firme y
constante en las ciencias”. En suma, Descartes, como San Agustín, fiaba
a su propio yo, a su intimidad, la tarea de descubrir la verdad, que comprendió
que estaba oculta tras un velo de convencionalismos, de opiniones venidas de
fuera. Debía, por tanto, pensar por sí mismo. Su “Tratado sobre las pasiones del alma” se abre también de esta
manera: “(Las pasiones) sintiéndolas cada cual en sí mismo, no es menester
recurrir a ninguna observación ajena para descubrir su naturaleza; lo que los
antiguos han enseñado de ellas es tan poco, y tan poco creíble en general, que
solo alejándome de los caminos seguidos por ellos puedo abrigar alguna
esperanza de aproximarme a la verdad. Por esta razón me veré obligado a
escribir aquí como si se tratara de una materia que nadie, antes que yo,
hubiera tocado”. Solo es posible, pues, la claridad cuando se piensa
desde sí mismo, no cuando uno recibe pasiva o mecánicamente los pensamientos
ajenos, en la medida en que estos no brotan de la presión ejercida por el
sentimiento de insignificancia y la angustia propios, y son estos sentimientos,
precisamente, los que resulta necesario primero aceptar y luego contrarrestar para
que, al sobreponerse a ellos, la vida adquiera sentido.
Baruch de Spinoza (1632-1677), al principio también de su “Tratado sobre la reforma del entendimiento y
de la mejor vía a seguir para llegar al conocimiento verdadero de las cosas”,
refiere asimismo un momento crítico que determinó una nueva dirección en su
trayectoria filosófica y vital: “Veía –dice al relatarlo– que
estaba expuesto a un peligro extremo, y obligado a buscar, con todas mis
fuerzas, un remedio, aunque fuera inseguro, como el enfermo grave que, cuando
prevé una muerte segura si no recurre a algún remedio, se ve impelido a
buscarlo con todas sus fuerzas, por incierto que sea, pues constituye toda su
esperanza. Ahora bien, las cosas que el vulgo persigue no solo no ofrecen
ningún remedio para la conservación de nuestro ser, sino que la impiden y son, a
menudo, causa de la ruina de los que las poseen y siempre causa de muerte de
los poseídos por ellas”. Y
buscó la manera de sobreponerse al mundo ordinario y vulgar, aquel que sirve de
residencia a nuestras angustias e inseguridades y que es preciso dejar atrás
para encontrar un fundamento cabal a la existencia. Sigue diciendo más
adelante: “Un solo punto era claro: mientras mi espíritu estaba entregado a tales
meditaciones, se apartaba de las cosas perecederas y seriamente pensaba en la
institución de una vida nueva”. Y poco antes: “La experiencia me enseñó que
cuanto ocurre frecuentemente en la vida ordinaria es vano y fútil; veía que
todo lo que para mí era causa u objeto de temor no contenía en sí nada bueno ni
malo, fuera del efecto que excitaba en mi alma: resolví finalmente investigar
si no habría algo que fuera un bien verdadero posible de alcanzar y el único
capaz de afectar el alma una vez rechazadas todas las demás cosas; un bien cuyo
descubrimiento y posesión tuvieran por resultado una eternidad de goce continuo
y soberano”. A partir de entonces, Spinoza relegó, pues, su
atención hacia lo finito y temporal (es decir, hacia la vulgar realidad de cada
día) y marchó en busca de lo infinito e intemporal, pues “el amor hacia una cosa eterna e
infinita alimenta el alma con una alegría pura y exenta de toda tristeza; bien
grandemente deseable y que merece ser buscado con todas nuestras fuerzas”.
Dentro de ese contexto de experiencias vitales que
determinan este tipo de transformaciones sustanciales en la vida de personajes
sobresalientes, podemos entender lo que le ocurrió a uno de los más grandes que
dio el siglo XX, el genial psiquiatra Carl Gustav Jung, que cuenta en sus
Memorias cómo aquel punto de inflexión transformador quedó en él señalado por la
lectura de los libros de Immanuel Kant, lo que transformó profundamente su
actitud hacia el mundo y hacia la vida. Dice precisamente: “Mientras que antes había sido
retraído, tímido, desconfiado, pálido, delgado y aparentemente de salud
inestable, ahora comencé a mostrar un tremendo apetito en todos los frentes.
Sabía lo que quería y me lancé tras ello. Me hice asimismo más accesible y
comunicativo a ojos vistas”. También el filósofo Fichte, curiosamente,
encontró en la lectura de la “Crítica de
la razón práctica” de Kant un estímulo vitalizador. Cuenta que el libro
llenó su corazón y su espíritu, y fortaleció su mente. “Aquellos fueron los mejores días
de mi vida”, dice al referirse a los que ocupó con tal lectura.
De forma semejante, Nietzsche había encontrado su punto de
inflexión vital cuando leyó “El mundo
como voluntad y representación”, de Schopenhauer. Nietzsche estaba entonces, según su propia descripción, como suspendido
en el aire, sin principios, ni esperanzas, ni gratos recuerdos. Un buen día,
cayó en sus manos el libro de Schopenhauer, que encontró en una librería de
ocasión. Entonces, y de manera semejante a como San Agustín escuchó aquel “tolle lege”, describe lo que le pasó: “No
sé qué daimon me susurró: ‘Llévate este libro a casa’… Me eché en un extremo
del sofá con el tesoro recién adquirido y me dispuse a recibir los efectos de
aquel vigoroso genio del pesimismo. Todas sus líneas pregonaban la renuncia, la
negación, la resignación, allí vi un espejo en el que contemplé el mundo, la
vida y mi propia naturaleza terriblemente agrandados. Allí vi la clarificadora
mirada del arte, completamente indiferente, allí vi la enfermedad y la salud,
el exilio y el refugio, el cielo y el infierno”.
Vamos comprobando,
pues, aquello que decía María Zambrano (“Hacia
un saber sobre el alma”): “Un filósofo es el hombre en quien la
intimidad se eleva a categoría racional; sus conflictos sentimentales, su
encuentro con el mundo, se resuelve, se transforma en teoría. Es el hombre que
logra cristalizar su angustia en el diamante puro, geométrico, transparente, el
que resuelve sus pasiones ‘more geométrico’. La biografía de un filósofo es su
sistema”. El filósofo, y los hombres sobresalientes en general, elevan
su filosofía o su vida, a partir de cierto momento crítico, a una altura que
eventualmente les permite sobreponerse a un mundo, a una realidad que han
sentido, no ya como ajena o insuficiente, sino, aún más, como hostil,
amedrentadora y absurda. Su filosofía o su idea religiosa les lleva a estos
hombres desde lo contingente, dudoso, azaroso, fútil, inestable, inseguro…
hasta conseguir instalarse en un nuevo orbe en el que pasa a predominar lo
sustancial, firme, permanente, ordenado, previsible, sujeto a leyes… Y cuando
no lo consigue, o quedan parcelas de su vida atrapadas en aquel otro reino de inseguridades,
se filtran a través de ellas patologías que estaban al acecho.
Dejaremos atrás los ejemplos e iremos ya en busca de las
inferencias que creemos pertinentes: el pensamiento brillante, e incluso las
biografías sobresalientes, son, al menos muy a menudo, la otra cara que
presentan personalidades que evolucionan bajo el acoso de una neurosis o un
trastorno de personalidad que transpira o rezuma por las costuras de aquellos
elevados logros, y de lo cual, como ya se ha dicho, hemos ido poniendo
diferentes ejemplos en artículos anteriores. Jung valora todo ello de una forma que también empuja a deducir
que no todo el mundo vale para llevar adelante una vida tan singular como la
referida en nuestros ejemplos de hoy o de ocasiones anteriores: “Hay
capas enteras de la población –dice– en las cuales, pese a su
inconsciencia notoria, no se produce la neurosis. Los pocos que sufren este
destino son propiamente gente ‘superior’ que empero, por cualquier causa, han
permanecido mucho tiempo en un estadio primitivo. A la larga, su naturaleza no
pudo soportar el estancamiento en esa condición apagada, contranatural para
ellos; a causa de la estrechez de su conciencia y de su restricción
existencial, dejaron sin gastar una energía que, acumulándose en el
inconsciente, acabó por estallar en la forma de una neurosis más o menos aguda”.
La misma energía, sin embargo, que, paradójicamente, y cuando consigue ser
reconducida, alimenta sus logros.
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