Mi intención es aportar una perspectiva más bien cultural y
filosófica del problema, porque los demás ángulos del mismo están ya
desbordando en aportaciones por todos los rincones de internet; no hay más que
poner en You Tube, en el recuadro de búsqueda, las palabras “psiquiatría” y “medicamentos”
y aparecerán multitud de vídeos críticos con la idea actualmente vigente de que
el trastorno mental es resultado de una deficiencia bioquímica en el cerebro, y
de que, por consiguiente, esa deficiencia ha de ser contrarrestada
ineludiblemente con medicamentos; aquí abajo dejo la referencia de uno de esos
vídeos, que recomiendo ver fervientemente.
Desde la perspectiva que he escogido para hacer mi
reflexión, empezaré mi exposición recurriendo a un ejemplo que extraeré del
último libro de Nassim Nicholas Taleb, “Antifrágil”.
Taleb es el muy inteligente creador de la teoría de los “cisnes negros”, sobre
la importancia de los sucesos altamente improbables, y refiere en ese libro una
experiencia personal, que empieza a relatar diciendo: “Un día me rompí la nariz”.
Y prosigue: “En el servicio de urgencias del hospital, el médico y el personal
sanitario insistieron en que me pusiera ‘hielo’ en la nariz, es decir, que me
aplicara una especie de parche helado sobre esta. En medio de tanto dolor como
sentía en aquel momento, se me ocurrió que, muy posiblemente, aquella hinchazón
que la madre naturaleza me estaba provocando no estaba causada directamente por
el traumatismo, sino que era la respuesta de mi propio organismo a la lesión.
Me pareció entonces que estaría insultando a la naturaleza si tratase de
saltarme su programa de reacciones sin tener un buen motivo para hacer algo
así, respaldado por un amplio contraste empírico que pruebe que los seres
humanos podemos hacerlo realmente mejor; la carga de la prueba recae, pues,
sobre nosotros, los humanos. Así que mascullando entre dientes, pregunté al
médico de urgencias si disponía de alguna prueba estadística de las ventajas de
aplicar hielo sobre mi nariz o si la práctica no era más que el resultado de una
versión ingenua de intervencionismo”.
El médico hizo un comentario sarcástico, pero no le
respondió. Y efectivamente, cuando Taleb salió del hospital y pudo acceder al
ordenador, confirmó que no existen pruebas estadísticas convincentes a favor de
los beneficios de la reducción de una inflamación, al menos, no más allá de los
cuadros (sumamente raros) en los que la hinchazón puede amenazar la vida del
paciente, lo que claramente no era su caso. Lo que aquel médico había hecho con
él, por tanto, fue impedir o dificultar la reacción que la naturaleza tiene
prevista ante traumas como el que él había sufrido, por el simple hecho de que
esa reacción, aunque orientada a reparar el trauma, resultaba molesta y
dolorosa. Con su manera de intervenir, el médico había estado enseñando al
cuerpo de Taleb a ignorar o debilitar su forma natural de reaccionar para
sustituirla por otros pretendidos remedios artificiales que trataban de eludir
esa parte de dolor y de incomodidad que conlleva la reacción natural.
El caso es que esta concreta forma de actuar de la medicina
que queda reflejada en el ejemplo que nos muestra Taleb no es algo casual ni
coyuntural. Es el reflejo de una cultura, hoy bastante generalizada, que está
haciendo que se pongan los recursos de la sociedad al servicio de una manera de
entender la vida según la cual se pretende hacer desaparecer de ella las
aristas más ásperas, las que conllevan o presagian incomodidad, esfuerzo,
declive, sufrimiento o dolor, para que solo sobrevivan aquellas otras que
exclusivamente dan cabida a lo placentero, divertido, fácil, relajado y
emocionalmente positivo. Pero resulta que la vida está hecha con todos esos
ingredientes, los positivos y los negativos, algo que ya sabía Heráclito en el
siglo VI antes de Cristo, que decía: “Es la enfermedad lo que hace agradable la
salud; el mal, el bien; el hambre, la saciedad; el cansancio, el reposo”.
Y el seguidor más friki de Heráclito en los tiempos modernos, Friedrich
Nietzsche, lo ratificaba al decir: “El hombre necesita para sus mejores cosas
de lo peor que hay en él”. E incluso, entre nosotros, Unamuno advertía
que “el
que no sufre tampoco goza, como no siente calor el que no siente frío”.
¿Qué ha ocurrido para que los hombres, en gran medida,
hayamos acabado insertados en una cultura que pretende excluir de nosotros esa
parte que da a nuestra zona oscura, desagradable y dolorosa, pero que nos es
consustancial? Ha ocurrido, para empezar, que nos hemos dividido en fragmentos.
“Fragmentación” es la palabra clave a la hora de entender nuestra cultura
actual. Una vez fragmentados, hemos pretendido atender solo la parte agradable
de las cosas y rechazar o ignorar los fragmentos desagradables. La consecuencia
ha sido que los hombres nos hemos vuelto más endebles, más frágiles, más pusilánimes,
más timoratos, más inseguros. Renunciando a adentrarnos en las zonas de sombra
de la vida que también son la vida, nos estamos volviendo ineptos a la hora de
enfrentarnos consecuentemente al mal, al dolor, a la desgracia, y más diestros de
lo debido cuando de lo que se trata es de huir de las situaciones que, como la
vida misma, traen consigo el mal, el dolor o la desgracia. Como dice el
psiquiatra Alberto Ortiz en su libro “Hacia una psiquiatría crítica”, recién
publicado, “ya no consideramos el sufrimiento y la muerte como algo inherente al
ser humano sino como problemas sanitarios que pueden resolverse. Nuestra
concepción de una vida plena es una vida sin sufrimiento, no una vida en la que
seamos capaces de manejarlo”.
Este sería el contexto desde el que entender los peligros
que hoy amenazan a la medicina en general, a la psicología y, sobre todo, a la
psiquiatría. Cuando se ha llegado al punto en el que muchos profesionales de
la salud medican a niños con fracaso escolar o con timidez (o para decirlo con
más solemnidad, con trastorno TDAH o fobia social), empieza a resultar evidente
que, en esa misma medida, la psiquiatría está respondiendo a aquella pauta
cultural que, tratando de amputar de la vida las partes desagradables, está
también anulando las emociones a las que la naturaleza ha encargado de hacer
reaccionar a quienes sufren esos problemas para que se pongan en el camino de
superarlos. Lo mismo, pues, que ocurría en el caso de Taleb del que hablábamos
antes, en el que la inflamación de su nariz era la manera de reaccionar de su
naturaleza, molesta y dolorosa también, pero destinada a reparar los efectos
del trauma. De modo que si, por la vía de los fármacos, amputamos del niño que
fracasa en la escuela o del tímido los sentimientos de inquietud, de
frustración, de insatisfacción, de estar por debajo de donde él a sí mismo se
exige, estaríamos anulando las emociones que la naturaleza tiene previstas para
hacerle reaccionar contra sus insuficiencias. Esta perspectiva la confirma el gran psicólogo y psiquiatra que
fue Carl Gustav Jung, cuando en un lenguaje que, por la forma y por el fondo,
hoy repudiarían la mayoría de los psiquiatras, advertía: “No curamos la neurosis, sino que
ella nos cura. El hombre está enfermo, pero la enfermedad es el intento de la
naturaleza de curarle. Así pues, de la enfermedad misma podemos aprender muchas
cosas para sanar”. Es decir, que si médicos, psiquiatras y psicólogos
solo trataran de eliminar el síntoma, puede que estuvieran eliminando también
la fuerza curativa que está encerrada en él. Porque, al fin y al cabo, como
también dice Jung: “La neurosis es siempre un sucedáneo del auténtico sufrimiento”.
No se trataría, pues, tanto de suprimirla como de reconducirla hacia el punto
en el que la misma fuerza que da sentido a la vida (y no los medicamentos) se
encargue de combatir el sufrimiento.
El punto de más difícil abordaje, el más polémico en este
ámbito es el de las enfermedades mentales graves, aquellas que conllevan
delirios y alucinaciones, tan difíciles de tratar, y para las que parecería que
solo existe un remedio relativamente eficaz, el de los psicofármacos. Una
llamada de atención a este respecto, sin embargo, provendría de muchos
pacientes, que han llegado a considerar que la entrada en el tratamiento
psiquiátrico supuso para ellos no una liberación de su sufrimiento, sino una
auténtica desgracia, aunque normalmente el entorno familiar y social del
paciente recibe como una liberación esa intervención médica. Y otra llamada de
atención que me permito traer a colación provendría del gran psiquiatra que
entre nosotros fue Carlos Castilla del Pino, que tituló uno de sus últimos
libros: “El delirio, un mal necesario”,
y en el cual viene a posicionarse en una perspectiva que nos obliga a
reflexionar, porque dice: “Al abandonar el delirio, el sujeto, que se
sabía quién era cuando deliraba, no sabe ahora quién es, o literalmente aún no
es nadie, y la depresión aparece indefectiblemente”. ¿Estaría
diciéndonos Castilla del Pino que si el tratamiento solo suprime el delirio estaría también suprimiendo la queja pero
no el dolor? Cuando Don Quijote, al final de su vida, dejó, efectivamente, de
delirar y se volvió cuerdo, fue a costa, precisamente, de entrar en una fase
depresiva que le empujó hacia su hora final. Así que el delirio cumple una
función, no es algo a amputar, sino a reconvertir (aunque, siendo realistas,
quienes sufren una psicosis no están muy dispuestos a esa labor de reconversión).
En el caso del que empezó por ser Alonso Quijano, que era un rentista desocupado,
un hidalgo que tenía prohibido por ley trabajar, el delirio que le empujó a los
campos a realizar “grandes hazañas” y a “deshacer entuertos”, nació de la
necesidad de hacer algo con su vida, de darle un sentido, puesto que estaba
transcurriendo de manera inane, y necesitaba de algo que la llenase, que la
justificase, que le diese un contenido. Esa necesidad de sentido era tan fuerte
que si la realidad entraba en contradicción con ella… pues peor para la
realidad; si él, en su búsqueda de aventuras, necesitaba gigantes contra los
que luchar y la realidad solo le ponía enfrente molinos de viento, su deseo
acababa prevaleciendo sobre lo real. Pero el delirio o la alucinación eran en
él un último intento de dar sentido a su vida, y si simplemente se hubiera tomado
un fármaco antipsicótico que, con dramáticos efectos mal llamados secundarios,
le hubiera eliminado sus delirios y alucinaciones –en vez de reconducir el
impulso que le llevaba a delirar y a alucinar hacia donde los términos de la
realidad quedaran respetados–, la depresión, como dice Castilla del Pino,
“aparecería indefectiblemente”.
La conclusión hacia la que quedamos abocados es la de que el
medicamento es un instrumento muy delicado a la hora de plantearse cómo luchar
contra la enfermedad en general y la mental en particular. Y que es probable
que no se alcance ningún remedio mágico, definitivo o total en los casos más
graves. Como, refiriéndose a las enfermedades mentales, también decía Carl
Gustav Jung: “Los problemas graves de la vida jamás se resuelven del todo. Si alguna
vez puede parecer que es así es indicio seguro de que se ha perdido algo. El
sentido y el propósito del problema parece que estriban no tanto en su solución
como en nuestro laborar incesante con él. Solo esto evita que nos embrutezcamos
y petrifiquemos”.
Me parece tan sensato todo lo que dices.
ResponderEliminar(aunque a lo mejor discrepamos sobre el estatuto jurídico de don Alonso Quijano, pero eso es otra cuestión)
Hoy, aunque no venga del todo a cuento, ¿Por qué Santayana? Que en el fondo es una variante de ¿por qué la filosofía?
Eres letrada, leída y de Letras, así que seguro que tienes razón en lo del estatuto jurídico de Alonso Quijano. Además, conozco tu estilo, y sé que esa forma de expresarse anuncia la misma seguridad que otro exhibiría acotando lo que dice con signos de admiración.
ResponderEliminarNo es que lo premedite, pero he leído el artículo ese de Savater y me he puesto a pensar sobre ello... Así que ya tengo tema para la próxima entrada del blog. A ella te remito.
Buenos días, Javier. Me faltan conocimientos para discutir , pero creo que si los tuviese, me seguiría pareciendo muy razonable lo que dice. Estoy harto de que todo se convierta en un trauma, en la justificación automática del berrinche y del llanto perpetuo, y opino que sería muy saludable para nuestra sociedad un poco de insistencia en que recordemos que la gente es muchísimo más dura y resistente de lo que parece o de lo que nos cuentan.
ResponderEliminarBuenas tardes, John Carlos. Creo que por esta vía llegaríamos incluso a los márgenes del gran problema, el problema metafísico por excelencia: la función, el sentido del mal. Tratar de prescindir de él, de la lucha permanente contra él en que ha de consistir la vida, actuar como si no no existiera o no nos amenazara, es una tragedia para el hombre, que nos hace finalmente comportarnos como niños malcriados, que apenas saben actuar sino es desde la blandenguería, la inconstancia y el capricho. Es decir, como si solo tuviéramos que tener en cuenta lo que produce placer y bastara con huir de lo que causa dolor.
ResponderEliminar