Estos asuntos que hoy propongo hay que exponerlos utilizando
la primera persona del singular. Lo cual me lleva a empezar confesando que
siento que mi sustento intelectual, el bagaje de ideas con el que trato de
contraponerme a esa maraña de enigmas que llamamos mundo, está aún en fase de
construcción (tampoco podría estar de otra forma, vale). Uno de los obstáculos
intelectuales con los que me he peleado en los últimos tiempos (ya sé que soy
un poco rarito) es el de entender cuál era la diferencia sustancial entre la
filosofía de Kant y la de Ortega. Este último, que es el filósofo a quien
considero mi principal guía intelectual, cuenta cómo le resultó muy difícil
soltar amarras respecto del idealismo de Kant. Ya voy entendiendo por qué. Y no
es una cuestión baladí.
Dice Kant que el mundo, desprovisto de la labor ordenadora
que nuestra mente ejerce sobre él, no es más que un “caos de sensaciones”. Es
decir: un puñetero absurdo. Solo gracias a las formas a priori del conocimiento
sensible, que hacen surgir de nuestra mente el tiempo y el espacio con los que
ordenamos nuestras sensaciones, y gracias asimismo a las formas a priori del
conocimiento inteligible con las que ordenamos los fenómenos que ante nosotros
pone el conocimiento sensible, el mundo se nos aparece ordenado y con sentido
(perdón por lo enrevesado de este párrafo). La interpretación más facilona de
esta secuencia conceptual que propone Kant es que el mundo es absurdo y que los
hombres nos inventamos el que tenga sentido. El mundo, en fin, es una barca,
como dijo Calderón de la Mierda, y, para sobrevivir en él, nos engañamos con la
ilusión de que está ordenado y tiene una razón de ser. El orden y el sentido
son, pues, atributos con los que la mente inviste al mundo, pero que no le pertenecerían
a este.
Hace pocos artículos recordé una dramática consecuencia de la
manera postkantiana de entender las cosas que, de la forma más radical,
asumieron los románticos, por ejemplo, Heinrich von Kleist, que se expresaba de
esta manera en una carta dirigida a su hermana: “La idea de que no sabemos nada
de la verdad, nada en absoluto, que aquello que aquí llamamos verdad, tras la
muerte se llamará de otra manera, y que por tanto el afán de conseguir algo
propio que nos siga también a la tumba es totalmente vano y estéril, esta idea
me ha estremecido en el santuario de mi alma (…) Mi único y máximo objetivo ha
caído y ya no tengo ninguno”. Von Kleist entendió que, efectivamente,
la “verdad” era un invento con el que tratamos de vestir al mundo para que nos
resulte soportable, una pura ilusión, pues, que no nos sobrevive, que solo
sirve para engañar al que Cioran llamaba “suicida que llevamos dentro”. Una vez
desengañado, Von Kleist quedó inevitablemente abocado a sacar afuera a ese que
llevaba dentro: con 34 años, se suicidó.
Tal y como Kant dejó las cosas, o al menos interpretadas en
la línea que lo hicieron los románticos y ss., Albert Camus no tuvo más remedio que
concluir que “no hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el
suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena de que se la viva es
responder a la pregunta fundamental de la filosofía. Las demás, si el mundo
tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categorías vienen a
continuación. Se trata de juegos; primeramente hay que responder”. Y suicidarse
o no es una decisión que solo le corresponde a cada uno en su intimidad. El
mundo no sirve de soporte a la hora de valorar si la vida debe de ser vivida o
no. No: el mundo no tiene sentido, es absurdo, y, partiendo de ahí, allá tú, y
solo tú, si lo que quieres es seguir viviendo o suicidarte. En esas,
precisamente, estuvo el existencialismo.
Así pues, desde Kant (malinterpretándolo, pero ese es otro
Kantar) estamos entendiendo que la verdad es una construcción subjetiva; la
idea de lo que está bien y lo que está mal también es, por lo mismo, un invento
de cada sujeto; y la belleza, la justicia, el amor… ídem de ídem. Ahí afuera no
hay más que un “caos de sensaciones”, es decir, un mundo maleable que deja que creamos
que es una cosa o la contraria. En suma, ahí afuera, desde Kant, todo es
(maleable) absurdo. Un momento… ¿He dicho desde Kant? ¿Pero no fue San Agustín el que dijo
que “la
verdad habita en lo interior”? Más aún: ¿no dijo Jesucristo que su
reino no era de este mundo? ¿No estaba Santa Teresa sacando a relucir al
suicida que llevaba dentro cuando dijo aquello de “muero porque no muero”, de
tanto querer abandonar este mundo absurdo? En este contexto, o contra él, decía
Ortega precisamente que “se (impone) una peripecia cultural, una
catástrofe psicológica: un nuevo Dios, un nuevo lenguaje, una barbarie redentora”.
Bueno, amigo Ángel, pues ya voy comprendiendo por qué Ortega
se libró de una pesada carga cuando soltó el lastre que, para su intento de
orientarse en el mundanal laberinto, suponía el idealismo de Kant (o, al menos,
la interpretación más estrictamente idealista de Kant). Porque, como titulé
hace poco uno de los artículos de este blog, la verdad necesita de nosotros…
¡pero está en el mundo! Efectivamente, tenemos que esforzarnos y construirla
con nuestra mente. ¿He dicho construirla? Corrijo: más bien, descubrirla,
porque, como Hegel decía, la realidad es racional, aunque, para empezar, solo
para empezar, sea un caos de sensaciones, un absurdo (una mierda). Cuando, por
ejemplo, descubro que el calor dilata los metales, añado a la realidad del
fenómeno calor y del fenómeno metal una categoría mental (un apriorismo
kantiano), algo que está en mi mente: la relación de causalidad. ¡Pero no
me lo invento! Esa relación causal está ahí afuera, en la realidad. ES VERDAD
que el calor (causa) dilata los metales (efecto). La verdad está en el
mundo, aunque la descubramos gracias a una categoría mental anterior a la
experiencia que es la relación de causalidad.
Y si la verdad está ahí afuera, esperando a que la
descubramos, si el mundo tiene sentido, aunque de partida se nos aparezca como
absurdo, si no tenemos que engañarnos para convencernos de que lo que ocurre
tiene una razón de ser (…aunque tengamos que dedicar la vida a intentar descubrirla
y nunca lo consigamos del todo)… ¿Cómo podríamos llamar a ese sentido de las
cosas que está ahí afuera esperando a que lo descubramos (y vale, también a que
lo construyamos)? Amigo Ángel, si a estas alturas ya no me asusta que me llamen
facha por sentirme patriota, tampoco me asustan los inconvenientes de llamar a
eso ánima mundi o incluso Dios,
porque a esa razón de ser de las cosas, la cual intuimos gracias a ese
apriorismo kantiano que Jung denominaba arquetipo de Dios, no la alcanzamos con
el solo método hipotético deductivo. No digo que haya que recuperar lo que sí
son meras ilusiones y autoengaños. Me conformo con quedarme en eso: algo en mí
(mis insoslayables apriorismos) sabe que el mundo tiene sentido, y mientras lo
intento descubrir ahí afuera tengo demasiado que hacer como para pensar en
suicidarme.
¡Uf!, esto me queda un poco grande, Javier. Aunque siempre he pensado que los existencialistas son unos señores de lo más insoportable, además de unos posturillas, sin valor para ser coherentes y dejar sitio a los que quieren luchar con el mundo - soy todo un fan, como puede ver -.
ResponderEliminarEn cuanto a Dios, parece que lo necesitamos - aún -, pero eso no quiere decir que exista, claro. En cuestiones filosóficas me temo que soy un gañán y poco puedo aportar, así que agradezco el artículo, me ilumina un poco en la caverna :) .