La
angustia es un sentimiento esencialmente ligado a la vida: esta consiste, como
dice Ortega, en lo que hacemos y lo que nos pasa; pues bien, lo que hacemos es
el conjunto de tareas que dedicamos a sobreponernos al sentimiento de angustia
original. Albert Einstein decía más exactamente: “La vida no
tiene otro sentido sino el de superar la inquietud fundamental,
germen de angustia”. Y el psicoanalista Paul Diel: “La
inquietud angustiada es el motor de la evolución en su forma
psíquica”. Pero también la angustia es un sentimiento que está
ligado a la muerte, puesto que nos avisa de que esta está al acecho, y sentirla
es en realidad una especie de anticipo de la muerte. Philipe Brenot, en su
ensayo “El genio y la locura”, se manifiesta consciente de este
doble movimiento que genera la angustia cuando dice: “Qué profunda
paradoja: esa angustia que permite crear y, precisamente por eso, existir,
conduce igualmente a la muerte y al borde del abismo”. Soren
Kierkegaard, siendo consciente de aquella faceta de la angustia que la ponía de
parte de la vida, proclamaba también que “la angustia, sin embargo, no
es hermosa por sí misma, sino solamente cuando aparece acompañada por la
energía que sabe dominarla”.
La angustia es un sentimiento que no es posible traducir
propiamente a lenguaje expresivo, a términos verbales, porque no está referida
a ninguna causa concreta. El miedo supone ya una traslación de aquel
sentimiento primario a este ámbito de las causas concretas, es decir, de las
amenazas verificables. Nuestros miedos tienen una larga trayectoria
filogenética, y en este sentido vienen a ser, sobre todo, herederos de aquel
miedo atávico que nuestros antepasados sentían ante el ataque inminente de un
depredador, frente al cual preparaban al organismo para una respuesta que tanto
podía llevar al ataque como a la huida. En tales ocasiones, el organismo humano
se predispone para poder realizar esa respuesta de la manera más efectiva: para
empezar, la adrenalina que producen las glándulas suprarrenales se vierte en la
sangre haciendo que, por un lado, se contraigan los vasos sanguíneos, de
modo que la sangre puede circular más deprisa y afluir rápidamente hacia las
partes del organismo que más la necesitan en esos momentos: las zonas
musculares y el cerebro; aumenta, por tanto, la frecuencia cardíaca y la
tensión arterial. Por otro lado, la adrenalina hace también que se dilaten los
conductos de aire para de esa manera acoger una ración extra de oxígeno con la
que producir el suplemento de energía que se va a necesitar. Las mismas glándulas
suprarrenales, en esas situaciones en las que el organismo se dispone a dar la
respuesta de ataque o de huida, segregan corticoides, unas hormonas que tienen
la función de atenuar las respuestas del organismo a los efectos de la
inflamación que puedan ocasionar las heridas, así como la de mantener, a pesar
del desgaste por la lucha, la concentración de azúcar en la sangre, la presión
arterial y la fuerza muscular. Asimismo, el páncreas produce glucagón, una
hormona que libera en los vasos sanguíneos el azúcar que estaba almacenado en
el hígado y en los músculos, provocando de esa forma un aumento casi inmediato
de la glucemia, con el objeto de elevar
el tono del organismo. Además, y puesto que el estómago necesita liberar urgentemente
todos sus contenidos para que la actividad del organismo se centre
exclusivamente en la tarea de responder a la amenaza que ha sobrevenido, se
produce una gran secreción de jugos gástricos. Por otro lado, y con objeto de
proteger la cabeza, especialmente la nuca, que es la parte de la anatomía que
resulta más vulnerable, sobre todo si el ataque llega por detrás, los
hombros se alzan y se encoge el cuello.
Ilustración:
Samuel Martínez Ortiz
¿Pero qué pasa si la sensación de amenaza persiste en el
tiempo? Inevitablemente ocurrirá que esas respuestas que el organismo tiene
previstas para pasajeras situaciones de emergencia tenderán a cronificarse.
Entonces, lo que estaba destinado a defender al organismo acabará desbordando
las posibilidades de este y derivando hacia peligrosas anomalías. De esta manera,
la sobreproducción de adrenalina provocará una hipertensión permanente que
acabará formando grietas y fisuras en los vasos sanguíneos y produciendo el
síncope vascular; también aparecerán taquicardias y problemas respiratorios.
Por otro lado, el exceso de corticoides en el organismo conducirá hacia la
desmineralización ósea, es decir, la osteoporosis. La hiperglucemia que el
organismo previó para coyunturales situaciones estresantes, cuando se
cronifica, puede llevar a la enfermedad diabética, a la disminución de la
resistencia a las infecciones y a disfunciones multiorgánicas. Si, además, los jugos gástricos se siguen
produciendo por encima de lo conveniente, la hiperacidez acabará provocando
lesiones irreversibles en el aparato digestivo que concluyen en la úlcera
duodenal o diversas formas de colitis. Asimismo, aquella necesidad de vaciar
con urgencia los contenidos digestivos para que el organismo se dedique
exclusivamente a preparar respuestas de ataque/huida puede derivar, si estas se
prolongan, hacia la enfermedad del colon irritable. Y en fin, las actitudes
corporales que estaban previstas para situaciones de amenaza física, por
ejemplo, la elevación de los hombros o la tensión muscular general, derivarán
hacia contracciones musculares permanentes que serán causa de graves
disfunciones en los hombros, la espalda, dolores de cabeza o fatiga muscular.
Pero aún más: si aquel peligro frente al cual el organismo
previó todas estas respuestas llegase a sentirse como ineludible, como algo de
lo que no es posible escapar, la respuesta de miedo adquirirá nuevos matices,
de manera que, por ejemplo, la tensión muscular puede devenir en parálisis y
temblores y la respiración se detendrá en actitudes inspiratorias. Al complejo
de disposiciones musculares y de dificultades respiratorias producidas en este
contexto se refería Wilhelm Reich con el nombre de coraza muscular. De esta
manera, el añadir a la sensación de amenaza permanente el ingrediente de que
esta se sienta como irresoluble, acaba produciendo parálisis nerviosas o
torpeza en los movimientos, y las disfunciones en la respiración producidas por
la incapacidad de espirar suficientemente producirán asma, tartamudeo o alteraciones
en la emisión de sonidos, por ejemplo, la imposibilidad de gritar o llorar.
Esta situación es frecuentemente dramatizada en aquellas pesadillas en las que
los pies no responden a la hora de intentar huir de algo amenazante, y tampoco
es posible emitir gritos para pedir ayuda. Algo semejante a esto sintió el pintor Edvard
Munch, quien explicando la situación que dio origen a su famoso cuadro “El grito”,
cuenta de esta forma cómo le sobrevino el ataque de angustia con el que todo
empezó: “Paseaba por un sendero con dos amigos. El sol se puso de repente y el
cielo se tiñó de rojo sangre. Me detuve y me apoyé en una valla, muerto de
cansancio. Sangre y lenguas de fuego acechaban sobre el azul oscuro del fiordo
y de la ciudad, Mis amigos continuaron y yo me quedé quieto, temblando de
ansiedad. Sentí un grito infinito que atravesaba la naturaleza…”. En el
cuadro, Munch, en el contexto de formas fluidas o gelatinosas del ambiente, que
denotan falta de estabilidad, pinta a su angustiado protagonista con las
piernas torcidas, como si estuviera a punto de caerse. El grito tiene toda la
pinta de ser un grito interrumpido, como queda explícito en otro cuadro de
Munch posterior a este, en el que el ser angustiado de su primer cuadro es
sustituido por una mujer que se lleva las manos al cuello, como expresando
ahogo en la garganta, es decir, imposibilidad de emitir sonidos.
Así pues, hay una conexión directa entre aquellas respuestas
de preparación de ataque/huida que preveía el organismo de nuestros
antepasados, expuestos a la amenaza de los depredadores, y las que derivan de
las nuevas amenazas, no por más sutiles menos intensas, que siente el hombre
moderno. Otro precedente que añadir al intento de comprender nuestras angustias
y las respuestas más o menos distorsionantes que ante los nuevos e inminentes
peligros emitimos es el que señala a nuestra propia infancia. La
vulnerabilidad del niño, especialmente antes de cumplir los cinco años, le
predispone a sufrir más fácilmente sensaciones de amenaza y, si el entorno es
desfavorable, a prolongar esas sensaciones o a sentirlas como algo de lo que no
es posible escapar. De esta forma, se cronificarían ya desde la infancia los
tipos de respuesta que hemos ido señalando, los cuales servirían de anclaje a
la estructura corporal de la persona en el futuro. Esta persona, ya adulta,
encontraría en aquellas infantiles respuestas de alarma una pauta sobre la que
discurrir, de manera que, condicionada por aquellos anclajes, tenderá a ver las
mismas clases de peligros, incluso donde objetivamente no deberían ser
percibidos de esa manera por una persona adulta.
Wilhelm Reich aludía también a la formación de una coraza
caracterial que discurriría en paralelo con aquella otra coraza muscular a la
que nos hemos referido. El carácter y los modos de respuesta del organismo
vendrían a ser dos capas diferentes de una misma personalidad que, cada una con
su lenguaje, darían expresión a un mismo significado en última instancia. Por
ejemplo, explica Reich la manera en que el organismo emite una perentoria
respuesta antes de quedar inmovilizado por la amenaza ineludible, que consiste
en mover el cuerpo en sentido lateral, igual que hacen los gusanos a los que se
les impide avanzar (Reich considera que el organismo humano sigue conservando
en lo esencial el tipo de motricidad que caracteriza a las formas orgánicas más
simples, como la de los gusanos). Dice Reich concretamente: “Cuando
una corriente plasmática no puede circular a lo largo del cuerpo por
impedírselo los bloqueos (…), se desarrolla un movimiento transversal que,
secundariamente, en lenguaje verbal, significa una negación”. Que para
decir “no” con el cuerpo lo hagamos moviendo lateralmente la cabeza no es
casual: sería el mismo gesto perentorio que encargaríamos hacer a nuestro
cuerpo para hacer un último intento de rechazar al atacante del que no podemos
desembarazarnos. Por el contrario, cuando la energía fluye y el organismo se
expresa positivamente, hacemos lo que el gusano al avanzar: movemos
afirmativamente la cabeza de arriba hacia abajo en sentido longitudinal. Esas
formas de responder anclan también en el carácter al cronificarse, de modo que
la persona que se siente amenazada de la manera referida emite una respuesta
de negatividad generalizada como modo de estar en el mundo. “Cuando
el funcionamiento (del organismo) se inhibe –concluye Reich– (…)
se convierte en un automático ‘No, no quiero’”. El negativismo, la
protesta, la actitud contestataria, acaban impregnando el carácter y
trasladándose a la manera de entender la vida en sus diferentes vertientes.
A la vista de todo lo precedente, ¿habremos de considerar
que la angustia es un sentimiento a suprimir? Evidentemente, no: es solo un
sentimiento a superar. Y es que la angustia es el combustible de la vida, lo
que, transformado en todo aquello que hacemos para sobreponernos a ella, da
contenido a nuestros particulares y versátiles proyectos de vida. A las
amenazas a nuestra integridad física deberemos seguir respondiendo según las
mismas pautas que el organismo de nuestros antepasados utilizaba frente al
ataque del depredador. Pero las amenazas que más importan al hombre moderno son
más sutiles –aunque las respuestas que frente a ellas tiene preparadas nuestro
organismo sean, para empezar, las mismas– y lo que ponen en riesgo es nuestra
identidad, es decir, no nuestra integridad física sino metafísica, nuestra
necesidad de ser alguien significativo, capaces de seguir siendo quienes
necesitamos ser a pesar de los embates que contra nosotros articulan una y otra
vez nuestras circunstancias. Se trata de cambiar, por tanto, la negatividad
defensiva por la afirmación, por la entrega a un proyecto de vida positivo y
reparador, para de esa manera conseguir disolver los bloqueos que tienen
anclado nuestro cuerpo y nuestro organismo en actitudes previstas para
enfrentar las amenazas.
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