Ilustración:
Samuel Martínez Ortiz
El absurdo apareció en el horizonte vital de
los individuos al día siguiente de que uno de ellos decidiera dejar de vivir en
el aquí y el ahora, como hacía el resto del reino animal, y pasase a entender
que los días estaban anudados unos a otros por una intencionalidad, un
objetivo, una esperanza. Sus propósitos pasaron así a secuenciar los días, a
superponer unos sobre otros para de esa forma construir con ellos una especie de Torre
de Babel a través de la cual poder alzarse en pos de eso que había descubierto
anhelar, y para alcanzar lo cual vivir al día resultaba insuficiente. Fue
entonces cuando, colocado sobre la lanzadera de sus planes vitales, y una vez comprobada
la irregularidad con la que se comportaba la naturaleza, la inclemencia con la
que el azar acogía sus propósitos, descubrió el absurdo. El hombre conoció,
pues, antes el sentido que el absurdo, antes la esperanza que las decepciones,
antes el orden que el azar. Mientras que el sentido, lo esperanzador, lo
reglado son constatados con facilidad, recibidos con familiaridad, el absurdo,
la desesperanza, el caos, acabamos descubriéndolos a través de un largo aprendizaje, por
medio de un duro y sostenido esfuerzo.
La historia de la civilización occidental es,
precisamente, la historia de ese largo trayecto que conduce desde los paisajes
delirantes del hombre primitivo, en donde todo tenía una razón de ser y nada
ocurría por azar o por capricho, hasta el descubrimiento del absurdo, que nos
permite saber que cualquier cosa puede ocurrir y destrozar nuestras previsiones.
Solón, uno de los Siete Sabios de Grecia, en cuya sabiduría palpitaba ya la
filosofía que entonces estaba naciendo, ya reparó en que las Moiras o diosas de
la fortuna distribuyen esta a su arbitrio entre los humanos, y pueden llegar a
herir con sus dictámenes a los inocentes; tal desorden o injusticia aparentes en
los acontecimientos tenían la función de moderar los deseos humanos, de acomodarlos
a los dictados de la realidad. Esos límites que atentan contra nuestros deseos
y nuestros proyectos son las formas en que se nos manifiesta la parte de
nuestra vida que en tiempos de Solón era poéticamente dirigida por el destino y
que hoy es la que da al mucho más prosaico absurdo. Y alcanzar la sabiduría que
Solón proponía, la que ha de conducirnos a la confrontación con esa realidad de
las cosas que transcurre al margen de nuestros deseos, con el mundo objetivo,
es el aprendizaje que Grecia encomendó realizar a la civilización occidental que
en ella nacía. Se trataba, pues, de comprender ese mundo objetivo que, visto
desde la perspectiva de nuestros deseos, proyectos, esperanzas, era entendido
como destino cuando aún creíamos intuir alguna clase de intención o voluntad divina detrás de él,
animándolo, pero que ahora, cuando hemos desnudado de toda clase de animismo a
los objetos, es un mundo que, puesto que se manifiesta como contrapuesto a
aquello sobre lo que fundamentamos el sentido de nuestra vida, se nos presenta
como absurdo.
Que nuestra civilización ha llegado a conocer
el absurdo en un alto grado de sofisticación queda demostrado al observar las
enloquecidas producciones de los artistas contemporáneos o viendo cómo la misma
filosofía ha desembocado en los parajes desolados del nihilismo. También
podríamos confirmarlo observando los anaqueles de las farmacias, en la nutrida
sección de los psicofármacos; y es que, como dice María Zambrano, “la
necesidad de descubrir lo real y de enfrentarse con ello, ha tenido que luchar
desde siempre con un pánico a la realidad”. La realidad nos da miedo
porque está encargada de oponerse a nuestros deseos, de imponer sobre ellos el
manto limitador que antes llamábamos destino y que ha devenido, después del
desencanto al que ha accedido nuestra cultura, a ser entendido como absurdo. Y
es que “la vida es –decía Ortega y Gasset– (…) encontrarse el yo del hombre
sumergido precisamente en lo que no es él, en el puro otro que es su
circunstancia. Vivir es ser fuera de sí –realizarse”. Vivir es conducir
nuestro mundo interior, hecho de deseos, esperanzas e intenciones, a los ajenos
dominios del mundo exterior, de lo que antes era el incontrolable destino, de
lo que hoy es el no menos incontrolable absurdo. No, por supuesto, para
entregar esa intimidad nuestra a estas otras poderosas fauces del sinsentido,
sino, al contrario, para buscar la manera de sobreponerse a él. Es a lo que
asimismo se refiere Ortega cuando dice: “Si queremos construir una existencia
significativa, habremos de reducir en ella al mínimum los componentes de azar.
Es preciso que su trayectoria se desarrolle empujada por una vigorosa necesidad
y avance, como un astro espiritual, por una órbita regulada según leyes
ineludibles de la psicología humana”.
Delimitemos un poco mejor lo que resulta ser
eso a lo que llamamos absurdo: se trata de todo aquello que se opone a lo que
consideramos parte esencial e irrenunciable de nuestra vida… de lo que
quisiéramos que fuera nuestra vida. Es, en suma, aquello que se resiste a
nuestros deseos y pretensiones. O dicho de otra manera: es el mismísimo mundo
en el que desarrollamos nuestra vida, es nuestra circunstancia, como sostiene
Ortega: “El mundo no existiría para
mí, no me haría cargo de él, no me sería mundo si no se me opusiese, si no
resistiese a mis deseos y no limitase y, por tanto negase, mi intención de ser
el que soy. El mundo es, pues, ante todo, no digo más o menos, pero sí ante
todo, resistencia a mí. Es lo hostil y por eso es lo otro que yo”.
El absurdo (el mundo, la realidad) es, por tanto, un ingrediente
esencial e ineludible de nuestra vida. “La vida –dice también Ortega– es
un combate fiero –por muy pacífico de gestos que a veces parezca– entre ese yo
que es un perfil de aspiraciones y anhelos, de proyectos, y el mundo, sobretodo
el mundo social en derredor”. El proyecto de vida con el que intentamos
conseguir que esta tenga sentido acaba siempre chocando con la realidad, que no
repara ni se detiene ante lo que sean nuestras necesidades más profundas, y que
por ello, por esa persistente vocación que el mundo tiene de oponerse a nuestra búsqueda de sentido, se nos aparece como sinsentido, como absurdo. Pero si bien el mundo nos resulta ser así,
no quiere ello decir que la vida tenga que serlo igualmente. La vida no es solo
el conjunto de circunstancias que nos encontramos prefijadas, que nos envuelven
y que están hechas, precisamente, a partir de la materia prima del absurdo, de
lo imprevisible e incontrolable; la vida consiste en lo que nosotros hacemos a
partir de eso que nos viene dado. La realidad es absurda, pero la vida no tiene
por qué.
Yo soy, pues, eso que se contrapone a mi
circunstancia; soy aquello que consigo hacer de mí a pesar de los límites que
me impone la realidad en la que vivo. “El alma esculpe el cuerpo”, decía
también Ortega, que es otra manera de explicar que el alma, el yo, es lo que
hago con eso que me viene dado, el mundo, la circunstancia, ante todo mi
circunstancia más inmediata: mi cuerpo. Si dejamos que las circunstancias nos
anulen, si renunciamos a nuestra obligación de moldearlas, de darles forma, de
esculpirlas, si aceptamos ser lo que materialmente somos (lo que nos
encontramos dado), la vida se degrada, incluso el cuerpo, eso que más
inmediatamente ha de esculpir el alma, se deteriora, porque dejamos que se
deslice hacia los dominios de lo que nos es ajeno, del caos, que es de donde
precisamente viene. “La vida es por lo pronto un caos donde uno está perdido”,
decía en este sentido Ortega. Por eso, precisamente, un alto porcentaje de los
problemas por los cuales la gente consulta a los médicos de atención primaria
tiene un origen mediata o inmediatamente psicológico. Nuestra renuncia a ser actores
de nuestra vida, de esculpir sobre aquello que nos viene impuesto, tiene, pues,
repercusiones, incluso, sobre nuestra salud. ¿Y qué añade el yo (el escultor),
a ese mundo objetivo (la piedra a esculpir) que parece no necesitar nada de
nosotros para ser lo que es? Añade sentido, eso de lo que, para empezar, la
realidad carece. También se refiere a esto Ortega cuando dice: “El
ser fundamental por su esencia misma no es un dato, no es nunca un presente
para el conocimiento, es justo lo que le falta a todo lo presente (...). Su
modo de estar presente es faltar, por tanto, estar ausente”. Eso tan
fundamental que está ausente, eso que le falta a la realidad, y que, por tanto,
nadie encontrará en un laboratorio de ciencia experimental, es el sentido, sin
el cual no es posible vivir; así que convertimos la vida en una lucha contra el
absurdo y el azar. Desde que nos levantamos tenemos algún plan; y esos planes
no son una respuesta mecánica, un reflejo condicionado a los estímulos del
mundo externo, que sería quien llevara la batuta, ni tampoco son el resultado
de un proceso biológico, sino un intento de corregir ese mundo externo respecto
de la forma en que, de partida, nos lo hemos encontrado: irregular, absurdo,
que no encaja en nuestros presupuestos ni en nuestros planes de vida. Eso que
hacemos y que no es ni mecánico ni biológico, consiste en añadirle sentido a la
realidad, y significa no que buscamos modos de adaptación al mundo externo,
sino, al revés, que somos esencialmente inadaptados y lo que buscamos es
adaptar el mundo a nosotros.
Entremezclando lucidez, desencanto e ironía, como en él
era habitual, decía Cioran: “Todo el secreto de la vida se reduce a
esto: no tiene sentido. Pero todos y cada uno de nosotros nos empeñamos en
encontrarle uno”. Sería preferible decir que lo que no tiene sentido es
la realidad, la circunstancia que rodea al yo, no la vida, lo que nosotros
hacemos con ese sinsentido que nos encontramos. Esa tarea de intentar encontrar
sentido es de la que específicamente está encargada la filosofía; lo que
hacemos frente al caos, al absurdo de la realidad es, ante todo, pensar,
planificar, o si llevamos estas actividades a sus formas más acabadas,
filosofar. Como Hegel decía: “La filosofía (…) es algo que purifica lo
real, algo que remedia la injusticia aparente y lo reconcilia con lo racional”.
La ciencia puede sobrevivir en un mundo sin sentido: la materia prima con la
que trabaja es la realidad, el mundo objetivo, en el cual las cosas se
comportan de acuerdo con leyes que no nos tienen para nada en cuenta a
nosotros, que no esperan a encajar en nuestros planes para ser lo que son. La
naturaleza, desde luego, se comporta más o menos de acuerdo con determinadas, regulares y
previsibles leyes perfectamente racionales; no es ahí donde se manifiestan como
absurdas, sino en la inadecuación que muestran tener respecto de nuestras
pretensiones y deseos, es decir, respecto de las falsillas que hemos escogido
para que pauten nuestra vida. Por eso, si bien el mundo no necesita para ser
explicado mas que de la ciencia, para entendernos a nosotros mismos (la otra
parte de nuestra dualidad constitutiva), en relación con ese mundo, con nuestra
circunstancia, necesitamos de la filosofía.
En conclusión, desde ese punto de vista
existencial, la realidad sí es absurda. Lo cual quiere decir que los intentos
de llevar a cabo en ella un plan de vida que tenga sentido siempre acaban
chocando, tarde o temprano, con la realidad. Cuando, a veces de manera
especialmente cruel, esa realidad se desentiende de nuestras íntimas necesidades
y nos despoja de aquello que estaba dando sentido a nuestra vida, ¿qué es lo
que toca? ¿Concluir que la vida, no sólo la realidad, es absurda? ¿Hay alguna
salida para esos callejones que parecen no tenerla? Terrible problema al que
parecería que sólo es posible enfrentarse escapando de la realidad: el suicidio
sería la manera más inmediata y resolutiva. Los cátaros, cristianos herejes de
los siglos XII y XIII, por ejemplo, aceptaban el suicidio como una forma de
liberación del espíritu de las miserias de la carne, por lo que no lo
consideraban pecado. A tal efecto, en los momentos más difíciles y adversos, consentían
en que se llevara a cabo una práctica suicida, conocida como la “endura”, y
según la cual el cátaro moría por ayuno total voluntario. Otra posibilidad
de eludir la penosa realidad sería hacerlo a través de la creencia
en que hay un mundo suprarreal en el que recuperaremos eso que en la vida hemos
perdido. Y hay, en fin, otro modo de enfrentarse al absurdo sin necesidad de
eludirlo: el que ofrece la filosofía. Kierkegaard ponía el ejemplo de Job, tan
inclementemente castigado por la absurda realidad: perdió sus hijos, su ganado,
su salud… Primero se resignó (esa es una posibilidad más), es decir, aceptó la
realidad, aceptó convivir con el absurdo: “Dios me lo dio, Dios me lo quitó”,
decía. Después se rebeló… y encontró el camino de la “repetición”, dice
Kierkegaard. “El Señor devolvió a Job su anterior prosperidad (…) y hasta duplicó
todos los bienes que tenía antes”, según está escrito en la
Biblia (Job 42:10). A primera vista, lo que dice la Biblia podría parecer
un sarcasmo. Sin embargo, Kierkegaard nos ayuda a entenderlo a través de su
concepto de “repetición”, que significa que
es posible encontrar modos sustitutivos de perseguir el sentido, caminos
que, de alguna manera, simbolicen y sustituyan a aquel que ya no es posible
recorrer y que signifiquen una salida del callejón. Lo que quiere decir la
Biblia, pues, es que incluso es posible crecer a través de la desgracia, eso
que ahora se llama resiliencia.
No hay más maneras de confrontarse con el
absurdo (con la realidad) que las hasta aquí expuestas: primera, escapar de él a la manera
de los cátaros, a través del suicidio. Segunda, resignarse, adaptarse a la
realidad (al fondo de esa resignación espera la depresión); incluyamos aquí la
parálisis existencial, que, acompañada de muy variopintas maneras de su
correlato somático u orgánico, es otra forma de defenderse de la angustia, de
la realidad. Es esta, en suma, la alternativa de los realistas, respecto de la
cual decía Ortega: “Realismo (…): la doctrina que define la vida humana como una
adaptación a la materia, a las cosas. ¡Adaptación! (…) Las cosas, decíase, son
lo que son, de una vez para siempre: no queda otro porvenir que adaptarse a
ellas así en el arte como en la vida. De suerte que vivir es ir dejando de ser
uno mismo e ir abriendo en nosotros lugar a la materia anónima”. Tercer
modo de confrontarse con el absurdo: por medio de la creencia en una vida en el
más allá en la que nos reencontraremos con aquello que perdimos. Y cuarto: la
filosofía (situemos junto a ella a su hija y ayudante fiel, cuando es bien
entendida: la psicología), último recurso desde el que intentar concluir que,
aunque la realidad sea absurda, la vida no tiene por qué serlo también.
El acceso al absurdo ha sido, ¡quién lo iba a
decir!, una gran conquista de la civilización occidental. Gracias a él, es
decir, gracias a la confrontación con la realidad, hemos alcanzado altísimas
cotas en el desentrañamiento de la naturaleza, en el conocimiento de los objetos
del mundo. Nunca agradeceremos lo suficiente al absurdo el haber estado ahí,
desazonándonos, porque sin él aún andaríamos en taparrabos y al albur de lo que
nos prescribiese el chamán de la tribu, cuya magia nos pondría en contacto con
un pretendido orden oculto de las cosas. Pero esto que hemos alcanzado, el
desvelamiento del absurdo (de la realidad), no puede ser la meta final. Si así fuera,
y como más perentoria tarea, habría que ponerse a repasar el capítulo primero de
“El mito de Sísifo”, de Albert Camus,
donde habla del problema del suicidio como el más importante al que ha de
enfrentarse la filosofía. Si el último paisaje que la historia iba a ponernos
al alcance de los ojos es el que nos muestra una abigarrada y descorazonadora
mezcla –al 50%, todo lo más– de bien y mal, de suerte y desgracia, de anhelos y
decepciones, pero en donde está prescrito que todo acabe mal –al 100%, todo termina
desembocando en la muerte–… pues, para eso, mejor no haber empezado.
Tampoco la aceptación del absurdo (la
conformidad con el mundo real) puede ser la meta final. Nuestras entrañas no podrían
soportarlo. La ciencia experimental y todos sus derivados tecnológicos han supuesto,
desde luego, un espectacular logro derivado de esa perspectiva que nos acercó a
la realidad de las cosas. Así lo admite Ortega, que, sin embargo, nos previene
también sobre aquello que queda desatendido: “La verdad científica
–dice– se caracteriza por su exactitud y el rigor de sus previsiones. Pero
estas admirables calidades son conquistadas por la ciencia experimental a
cambio de mantenerse en un plano de problemas secundarios, dejando intactas las
últimas, las decisivas cuestiones”. O como prefiere decirlo su
discípula María Zambrano: “Bajo la objetividad (…) alguna esperanza ha
quedado aprisionada”; y también: “Toda objetividad nos esclaviza de algún
modo”. De manera que, partiendo de las alturas a las que hemos llegado de
la mano de la ciencia y de la supeditación a la objetividad, casi se puede
deducir cuál va a ser el siguiente capítulo de la historia de nuestra
civilización: la recomposición del sentido, no como algo objetivo, que sea
inherente a las cosas, sino como algo a conquistar. Habrá que aceptar la
realidad, el absurdo, no hay más remedio: es ahí donde de manera inapelable nos
ha situado nuestro tiempo. Y además, como dice Ortega, “toda realidad desconocida
prepara su venganza”. Pero esa aceptación tendrá que ser solo el punto
de partida para acceder a nuevos horizontes, a parajes en los que las cosas,
absurdas para empezar, vayan adquiriendo el sentido que seamos capaces de añadirles
nosotros. Al fin y al cabo, la filosofía ya tiene descubierto este camino que
nos toca recorrer. Hegel, por ejemplo, dejó dicho que “es necesario llevar a la
historia la fe y el pensamiento de que el mundo de la voluntad no está
entregado al acaso”. Y cuando sostenía que “los objetos son estímulos para
la reflexión”, o bien que “oponemos el espíritu a la materia”,
estaba tomando lo real solo como punto de partida. En efecto, dice también que “el
hombre aparece después de la creación de la naturaleza y constituye lo opuesto
al mundo natural (…) El reino del espíritu es el creado por el hombre”.
Es decir, que el espíritu (el depositario del sentido que buscamos en las
cosas) es posterior a la naturaleza y viene a enfrentarse a ella, a la realidad
(que es la depositaria del absurdo). Si el hombre existe es para corregir a la
naturaleza, añadirle el sentido: para eso nació, para eso existe el espíritu.
Como dice Ortega y Gasset: “El hecho humano es precisamente el fenómeno
cósmico del tener sentido”. Y es que –volvamos con Hegel– “lo
que generalmente se llama realidad es considerado por la filosofía como cosa
corrupta, que puede aparecer como real, pero que no es real en sí y por sí.
Este modo de ser puede decirse que nos consuela frente a la representación de
que la cadena de los sucesos es absoluta infelicidad y locura. Pero (…) la
filosofía no es (…) un consuelo; es algo más, es algo que purifica lo real,
algo que remedia la injusticia aparente y la reconcilia con lo racional”.
El sufrimiento de Job, una vez reelaborado y reencontrado con el sentido,
reconciliado con lo racional, se vuelve capaz de hallar el camino de la
repetición, el reencuentro, aunque sea simbólico, con aquello que perdió. Así
pues, concluyamos con Ortega: “La verdadera tarea empieza cuando el
pensamiento se ocupa en adaptar la lógica, que es la inteligencia, a lo ilógico que es la realidad”. La tarea que es la vida consiste
en tratar de, dicho en términos orteguianos, esculpir la realidad, adaptarla a
nuestros deseos y aspiraciones, y dicho a la manera de Hegel, en filosofar, en
la medida en que es la filosofía la que está destinada a purificar lo real.
De modo que si acceder al absurdo, conocer la
realidad, no era la meta final, sino solo una etapa del camino… ya estamos
tardando en dejar atrás esta parte de la historia en la que nos hemos atascado,
ya es hora de que los artistas se pongan a producir cosas que tengan sentido, de
que el buen gusto vuelva a tener predicamento, de que la filosofía se ponga a
bracear para salir del fango de nihilismo en el que está bañada, incluso de que
los psicólogos y psiquiatras vayan enterándose de que el síntoma básico de los
problemas que llenan sus consultas es el absurdo, y que la cura auténtica
empieza cuando logramos, no eludirlo, sino encontrar maneras de sobreponernos a
él; no escapar de la realidad, sino enriquecerla con lo que nosotros le
añadimos. Concluyamos con esta equivalencia con la que Ortega viene a resumir
su filosofía: “Yo, es decir, un ensayo de aumentar la realidad".
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