Evocando a San Agustín, María Zambrano apuntaba a algo que
estuvo en el origen de la civilización occidental: “ ‘Vuelve en ti mismo.
En el interior del hombre habita la verdad’ –decía–. El hombre europeo ha nacido
con estas palabras”. En realidad, ese hombre europeo ha estado tensado
entre dos fuentes de verdad: la que procede de esa intimidad a la que aluden
San Agustín y Zambrano, y la que aporta la experiencia, la investigación de la realidad
externa, el conocimiento de los hechos. Siguiendo la pista a esta segunda
fuente de verdad, el hombre occidental acabó asfaltando el camino que condujo a
la revolución científica y, subsiguientemente, la revolución tecnológica e
industrial, que tanto ha determinado lo que hoy es nuestro modo de vida. Y la
primera fuente de verdad, la que nace en la intimidad, es la que estaría
encargada de generar una ética y una estética, una manera de intentar dar
sentido a las constataciones de esa otra verdad, la de los hechos.
Con la Reforma protestante (Lutero era un fraile agustino) la verdad interna
adquirió un gran impulso: de manera taxativa, la diferencia entre lo que estaba
bien y lo que estaba mal, así como la que separaba lo bello de lo feo, ya no la
decidía una fuente externa al individuo, fuera el sacerdote u otra autoridad competente,
o incluso alguna forma de verificación objetiva, sino la conciencia. Todo lo
que vino después tuvo que pasar por el filtro que suponía esa verdad interna.
Descartes atravesó aquella aduana afirmando: “Pienso, luego existo”;
incluía en la primera parte de esa proposición todo lo que procediera de lo
interior, fuera razón o sentimiento estricto. Novalis lo dejó claro en nombre
del Romanticismo: “Todo me conduce, de nuevo, hacia mí mismo”,
decía, y también: “Todo lo bueno que hay en el mundo viene de dentro”.
Nietzsche apuntaló la verdad interior cuando dijo: “Al descubrir las
cosas, lo que hacemos es aprender a describirnos a nosotros mismos”. Y
era así porque “eso a lo que habéis dado el nombre de mundo, eso debe ser
creado primero por vosotros”. Y de forma aún más taxativa, si cabe: “En
última instancia lo que amamos es nuestro deseo, no lo deseado”.
Mientras que las asépticas ciencias empíricas iban haciendo su labor,
la consideración de lo que estaba bien o mal, era bello o era feo (en última
instancia: tenía sentido o era absurdo), a esas alturas ya había dejado de apelar
a alguna clase de consistencia objetiva. Y así lo venía a mostrar André Breton,
en nombre del arte moderno cuando, desde su propia parcela dentro del mismo ensayaba
esta definición: “Surrealismo: (…) Es un dictado del pensamiento, sin la
intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o
moral”. Y, consecuentemente, proseguía: “Creo que todo acto
lleva en sí su propia justificación, por lo menos en cuanto respecta a quien ha
sido capaz de ejecutarlo”. Y llegaba a concluir que el arte, que no es
sino un ramal que crece de la civilización en la que nace, debe de afirmarse en
“el deseo de superar la insuficiente, la absurda distinción entre lo
bello y lo feo, lo verdadero y lo falso, el bien y el mal”. La
subordinación de cualquier conclusión, de cualquier verdad ética o estética a
la estricta subjetividad de cada cual, la ausencia de cualquier baremo o
cómputo objetivos que permitan señalar la diferencia entre el bien y el mal, la
verdad y la falsedad, lo bello y lo feo, ha elevado la fuente interna,
subjetiva, de verdad a la categoría de hipérbole.
Incluso la razón, una fuente de verdad y de sentido que también nace en
lo íntimo de la mente, pero a partir de la cual es posible encontrar verdades
generales y compartidas por todos, pasó a ser o bien repudiada (Lutero la
consideraba la “ramera del diablo”) o bien relegada a la hora de
buscar el sentido de las cosas. Antiguamente, por ejemplo, el hombre apelaba a
su confesor cuando buscaba ayuda para tratar de dirimir lo que era pecado y lo
que no. A los confesores hoy les ha sustituido el psicólogo, que, ante los
comportamientos que su cliente, el antiguo feligrés, le relata, ya no emite un
juicio objetivo, no le dice si lo que hace o piensa está bien o está mal,
ateniéndose a mandamientos morales suprapersonales, solo pregunta: “¿Cómo
le hace sentirse eso que le ha ocurrido?”.
No vamos a seguir aquí la pista de las ventajas que tiene esta
cosmovisión, esta retracción hacia lo interior como fuente de verdad ética y
estética. Alguna tendrá, puesto que, dejando a un lado a los heraldos del
apocalipsis, no ha quedado tan mal el mundo que, a las alturas del siglo XXI,
ha salido de esa manera de mirar. Pero parece evidente que algunos, muchos,
pelos si se ha dejado el gato de la civilización occidental al atravesar el
filtro o gatera de esa verdad a medias que nos constituye como occidentales. No
todo lo que es verdad, todo lo que da sentido, procede de nosotros mismos. Al
fin y al cabo, como decía Machado: "El ojo que ves no es / ojo
porque tú lo veas, / es ojo porque te ve". Ortega era aún más
explícito: “Edad Moderna –reflexiona a este respecto– (…)
es preciso ante todo que rehusemos el crédito a su dogma principal, aquel
pensamiento subversivo y nihilista que deslizaba en el oído de cada hombre
buscando halagar a las almas plebeyas: ‘Lo que tú ves, eso es lo real.’ No;
nada de eso. Para percibir una realidad es necesario previamente convertirse en
órgano adecuado para que ella penetre en nosotros”. Hacer lo contrario,
convertir a la conciencia en el único juez, en la única instancia capaz de
diferenciar el bien del mal, afirmarse sobre la idea de que no hay nada
trascendente al sujeto mismo a lo que este pueda apelar como fuente de verdad,
hace finalmente que la realidad deje de necesitar tener sentido, e incluso deje
de afectarnos y vaya perdiendo consistencia a la hora de planificar nuestra
vida. Es eso lo que empuja a los artistas modernos a dar vueltas alrededor de
la idea de que el vacío es lo único sustancial, y de que la realidad es una
especie de orla o aditamento contingente que le ha salido al vacío. La realidad
está dejando de ser sugerente y sugestiva. No hay mucho ya que hacer en ella, apenas
sirve de cauce para posibles objetivos o finalidades a los que aspirar. El
nihilismo al que Ortega aludía consiste precisamente en eso, como el mismo
Nietzsche reconocía cuando decía: “La desilusión sobre una supuesta finalidad del devenir es la causa del
nihilismo”.
La realidad que se
percibe a través de los sentidos, esa sí, ha sido exhaustivamente explorada por
el hombre de Occidente. Pero a la hora de encontrar valores sobre los que sustentar
el sentido o el absurdo de esa realidad, a la hora de emitir valoraciones
éticas y estéticas sobre ella con las que intentar dar la respuesta que el alma
necesita para saber el porqué y el para qué, qué es lo bueno y qué lo malo,
cuál es lo bello y cuál lo feo, ya no tiene otra fuente de saber que los
sentimientos (y, de su mano, el capricho), lo que a cada cual le parece bien o
mal, bello o feo. En ese sentido, la realidad externa se va quedando hueca,
vacía, sin nada que aportar al juicio subjetivo, deja de ser una resistencia
que imponga obligaciones. Y constatar que ese vacío es lo único consistente con
lo que uno se encuentra a la hora de salir al mundo, ha dejado profundas e
inquietantes huellas en las gentes de este tiempo. Además de sus efectos sobre
el arte, esa extrema subjetividad ha llenado de psicofármacos los anaqueles de
las farmacias. Y no digamos ya de lo que han sido sus repercusiones en el
ámbito de la política, donde, desde los tiempos de aquellos nihilistas rusos endemoniados
que Dostoievski convertía en personajes de sus novelas, y hasta ahora, han
proliferado los grupos políticos y las actitudes que se fundamentan en la
negación por la negación, en la absurda seguridad de que lo que importa es
estar descontento con lo que hay y rechazarlo, tenga la apariencia que tenga, de
que todo lo que hay ahí afuera ha nacido del error, porque solo el yo y lo que
de él se deriva debe prevalecer. Visiones del mundo a menudo camufladas detrás
de la justificación o blanqueamiento de las posiciones más explícitamente
anti-sistema o, en general, nihilistas. Hemos ido a parar, en suma, a tiempos
en los que se ha dado rienda suelta al hombre-masa, aquel cuya característica
principal hace residir Ortega en el hecho de “no apelar de sí mismo a ninguna instancia fuera de él”.
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