Nada ha alcanzado ni alcanzará el ser, el ser definitivo.
Mal avenidas consigo mismas, las cosas, todas ellas, se instalan en la duda,
cuando no en la guerra, entre sus tendencias contradictorias. Insatisfechas con
lo que han logrado ser, basculan hacia lo que las contradice, en interminable
búsqueda de lo que aún les falta, que no consiguen integrar en una unidad,
porque la ley de la contradicción se lo impide. Toda cosa, buscando la paz,
querría ser ella y su contraria, pero solo puede ser una de las dos cada vez.
Así que la Creación acaba por ser como una rueda (una espiral en realidad) que lleva desde una cosa hacia
la otra, y vuelta a empezar. Semejante, pues, a esta otra rueda que tan
bellamente describió León Felipe:
Mi amor tiene el ritornelo
del agua, que, sin cesar,
en nubes sube hasta el cielo
y en lluvia baja hasta el mar
El agua, aquel ritornelo,
de mi amor, que, sin cesar,
en sueños sube hasta el cielo
y en
llanto baja hasta el mar
Lo que parece rotundo, gravoso, consistente, acaba
disolviéndose finalmente, tratando de recrearse, de empezar otra vez, por ver
si el nuevo intento conduce a mejores resultados. Observando esa disolución
reiterada de todo lo que había llegado a tener una forma, Anaxímenes concluyó
en el siglo VI antes de Cristo que todo era aire, es decir, que detrás de su
coyuntural apariencia, todo regresaba hasta esa sutileza, hasta ese estado
inmediatamente anterior a la nada que era el aire. Su colega Anaximandro pensó
llamar más bien “lo indefinido”, “lo informe” a esa desembocadura a la que
acaba llegando todo lo que alguna vez fue. Y Heráclito, tras constatar que todo
fluye, que todo cambia, dio otra nueva formulación (otra metáfora) a aquello en
lo que consiste la rueda de la Creación al decir: “Este orden del mundo, el mismo
para todos, no lo hizo Dios ni hombre alguno, sino que fue siempre, es y será,
fuego siempre vivo, prendido según medidas y apagado según medidas”. Es
el fuego, más ligero, más aéreo aún que el mismo aire, el último destino de
todo lo que alguna vez tuvo forma, estuvo consolidado. Pero ese fuego no es
eterno, se apaga medidamente para que las formas vuelvan a reconstruirse, para
que todo intente de nuevo incorporar lo que le faltaba, su irreconciliable
contrario. La transformación universal discurre a través de dos dinamismos que
se suceden cíclicamente: uno que desciende hacia la contracción o condensación,
y otro que asciende hacia la dilatación; uno que va dirigido hacia lo pesado,
conformado, sólido, y otro que se encamina hacia lo ligero, inconsistente y fugaz.
Todo ello “porque sin fuerzas de colisión no hay movimientos y no hay realidad”.
Pero si todo se destruye, si todo lo acaba devorando el
fuego, si a todo le llega la hora de la decepción, el desistimiento y la
muerte, no es por otra razón que porque
el camino hasta entonces emprendido de acceso al ser ha llegado a su punto de
colapso, de no dar más de sí, y es preciso renacer para volver a intentarlo de
otra manera. Por eso, como dice María Zambrano, “En la promesa de ser, se esconde
la atracción del no-ser”. Se muere porque lo que se era resultaba
insuficiente. Pero asimismo, todo muere porque todo aspira a ser, a intentarlo
de otra manera. “Vida y muerte son momentos de un eterno proceso de resurrección”,
dice consecuentemente Zambrano. O como prefiere decirlo Ortega: “La
vida ha triunfado sobre el planeta gracias a que en vez de atenerse a la
necesidad la ha inundado, la ha anegado en exuberantes posibilidades,
permitiendo que el fracaso de una sirva de puente para la victoria de otra”.
Reflexionando sobre estas ideas, hablaba también María
Zambrano de que la “la fe antigua, la primera del alma griega clarificada en la mente de
Heráclito, (es) la fe de la naturaleza como ‘logos’, como ‘medida’ de algo,
fuego que siendo cambio incesante es al mismo tiempo medida (...) La fe en un
mundo que fuera, como decía Demócrito, figura y orden (...) Fe en la medida del
orbe, en que la realidad fuera mundo, realidad sujeta a ley (...) Esta antigua
fe es la única salvadora para los hombres que sentían el horror del desorden
sin sentido”. Con todo lo cual se quiere decir que la muerte, y las
etapas de disolución que la preceden, son subsidiarias de las otras, de
aquellas en las que se busca una forma, una manera de ser: se muere o se
desiste o se fracasa para volver a intentarlo en otro lugar o de otra manera.
Si las cosas hubieran alcanzado ya su ser, si este coincidiera ya con lo posible y deseable, reposarían en ese ser, todo en ellas
sería ya inercia, inmovilidad, indolencia. El alma de las cosas representa en
ellas el anhelo por lo que aún falta, y el movimiento y la vida existen como
una función de ese alma. Por eso, como dice Cioran, “el desapego a la vida engendra un gusto por
la rigidez. Comenzamos a ver un mundo de formas rígidas, líneas precisas,
contornos muertos”; y como Ortega confirma, “la forma es un movimiento detenido”,
porque en toda forma, en todo objeto, late el inconformismo, la aspiración a
algo más, el empuje en pos de lo que aún falta. Y, abunda María Zambrano, todo
lo que ya es, “toda objetividad nos esclaviza de algún modo”, porque “bajo
la objetividad (…) alguna esperanza ha quedado aprisionada”. O como lo
dice Ortega: “Nuestros anhelos son energías prisioneras en la prisión de la materia,
y gastamos la mayor parte de ellas en resistir el gravamen que ésta nos impone”.
Unamuno lo decía de esta otra forma: “El universo visible (...) me viene
estrecho, esme como una jaula que me resulta chica, y contra cuyos barrotes da
en sus revuelos mi alma”. En definitiva, concluye Ortega: “La realidad es un simple y
pavoroso ‘estar ahí’. Presencia, yacimiento, inercia. Materialidad”. Y
también: “Mientras por materia entendemos lo inerte, buscamos con el concepto de
espíritu el principio que triunfa de la materia, que la mueve y agita, que la
informa y la transforma y en todo instante pugna contra su poder negativo,
contra su trágica pasividad (…) Esto es, de uno u otro modo, en definitiva, el
espíritu: sobre la mole muerta del universo una inquietud y un temblor”.
Pero, complementaria y contradictoriamente con todo lo dicho,
“toda
forma está envuelta en límites. Si se rompe por completo el límite, la forma
desaparece, no se es nadie, no se es alguien”, y “el simple anhelar es por esencia
destructor” (Zambrano). De modo que para ser algo o alguien, hay que
llevar incorporada la necesaria dosis de decepción, de aceptación de lo que
hay, de permanencia a pesar de todo, y de compromiso con ello, aunque sea
insuficiente. Pues “no podría haber realidad afirmada en objeto (…) si no hubiese este
género de amor hacia la realidad que es capaz de atravesar el fracaso” (Zambrano).
Y como Unamuno dice, “la conciencia de sí mismo no es sino la
conciencia de la propia limitación”.
En este sentido, Ortega advierte de que “no es desdeñable enseñanza que
la materia, lo más opuesto al alma, sea la encargada de hacer vivir a ésta. El
resto del espíritu que no ha logrado materializarse se evapora”, pues “no
puede llegarse (al alma) sin darle alguna forma”. Y, según el mismo Ortega,
que nos hayamos “creado algo estable, eso es el verdadero sentido del mundo”.
* * *
Llevamos recorridos varios siglos en los que el anhelo ha
ido adquiriendo prevalencia sobre las formas, en los que lo logrado y
establecido va quedando relegado frente a lo deseable y dinamizador. La última
época realmente estable (a pesar de lo difícil que era entonces vivir) fue la Edad Media.
Así lo confirma Julián Marías: “La vida tiene en la Edad Media una gran
estabilidad”, dice exactamente. Erich Fromm advierte de que por entonces “la
vida personal, económica y social se hallaba dominada por reglas y obligaciones
a las que prácticamente no escapaba esfera alguna de actividad”. Ortega
abunda: “En el siglo XIV el hombre desaparece bajo su función social. Todo es
sindicatos o gremios, corporaciones, estados. Todo el mundo lleva hasta en la
indumentaria el uniforme de su oficio. Todo es forma convencional, estatuida,
fija”. Y concluye que “la cultura tradicional (…), formada durante
la Edad Media, había llegado a anquilosarse y ahogar la espontaneidad del
hombre”. También Jacob Burckhardt confirma todo ello: “El hombre se reconocía a sí
mismo –dice– solo como raza, pueblo, partido, corporación, familia u otra forma
cualquiera de lo general”.
Todo cambió, especialmente cuando llegó Guillermo de Ockham
(1285-1347) arrasando toda forma al afirmar que las generalizaciones no existen,
solo existen los individuos; no existe el bosque, solo los árboles de uno en
uno. Ideas que hicieron eclosión sobre todo a partir del siglo XV: “El siglo XV es el más complicado
y enigmático de toda la historia europea hasta el día –escribió,
efectivamente, Ortega–. Y no por casualidad ni por extrínsecos
motivos, sino precisamente porque es el siglo de la crisis histórica”. Pico Della Mirándola, un humanista
y pensador italiano de finales del siglo XV, en su “Discurso sobre la dignidad del hombre”, considerado como el
manifiesto del Renacimiento, formulaba la nueva manera de entender la vida que
estaba emergiendo a través de esta imaginaria exhortación que Dios dirigía al
hombre: “No te he dado un puesto fijo, ni una imagen peculiar, ni un empleo
determinado –le decía–. Tendrás y poseerás por tu decisión y
elección propia aquel puesto, aquella imagen y aquellas tareas que tú quieras”. “Con el Renacimiento –decía
Cioran al observar todo lo que entonces pasó– comienza el eclipse de la
resignación. De ahí la aureola trágica del hombre moderno. Los antiguos
aceptaban su destino. Ningún moderno se ha rebajado a esa condición”.
Lo cual tuvo graves efectos sobre el estado de ánimo de los hombres de aquel
tiempo, puesto que, como advierte Stephan Zweig en su biografía de Erasmo, “de
la noche a la mañana, las certidumbres se convierten en dudas, cualquier cosa
perteneciente al ayer parece tener milenios y se descarta (…) el desasosiego
fermenta en los países, el miedo y la impaciencia alientan en las almas”.
Ortega viene a confirmarlo: “Hacia 1560 comienzan a sentir las entrañas
europeas una inquietud, una insatisfacción, una duda de si es la vida tan
perfecta y cumplida como la edad anterior creía. Empiézase a notar que es mejor
la existencia que deseamos que la existencia que tenemos”.
Esta era del inconformismo que en lo intelectual comenzó con
Guillermo de Ockham y en lo vitalmente efectivo con el Renacimiento ha
conducido al hombre, especialmente en Occidente, a sus más altas cotas en
cuanto a avances científicos y tecnológicos y en cuanto a riqueza, posesión y
disfrute de bienes, considerando que hasta finales del siglo XVIII la pobreza
era el estado natural de todos los hombres. Pero todo ello no ha llegado a
traducirse en un correlativo aumento del sentimiento de felicidad. “Nunca,
ni de lejos –reflexiona Ortega– han contado estos pueblos de Occidente, y
en general la humanidad, con más medios ni facilidades para vivir. ¿Cómo se
explica entonces esa radical desazón?”.
Para contestar, hemos de remitirnos a la primera parte de
nuestra exposición. Retomemos aquello que vimos que decía Zambrano: “Toda forma está envuelta en
límites. Si se rompe por completo el límite, la forma desaparece, no se es
nadie, no se es alguien”. Y hoy el inconformismo, la ruptura de las
formas, la desestabilización, lo inconsistente y fugaz han llegado a su más alto
nivel. El arte, por ejemplo, ha decidido en su mayor parte dar expresión a lo
deforme o a lo informe. La producción de bienes de consumo y las modas discurren
sobre una corriente que presupone la fugacidad o lo provisional y sujeto a
fácil recambio. Las relaciones personales se han vuelto inconsistentes, las
infidelidades en la pareja aumentan, y, correlativamente, el sentimiento de
soledad va agrandándose. Las instituciones han dejado de servir de referencia. Las
filosofías de la vida buscan el común denominador del carpe diem, de la
supresión del compromiso y la previsión de lo futuro. Lo lúdico y ligero toman
prevalencia sobre lo importante y acumulativo. Lo que uno tiene que decir y,
correlativamente, que pensar, suele caber en un tuit de 140 caracteres y casi
nadie echa mano de los ensayos y de la filosofía. En política, la mercadotecnia
superficial y los titulares van sustituyendo cada vez más a la exposición de
programas y el análisis de las propuestas…
Nada parece merecer la estabilidad, porque esa estabilidad
ha dejado de ser creíble o incluso deseable, a pesar de aquello que decía
Ortega: que nos hayamos “creado algo estable, eso es el
verdadero sentido del mundo”. Heráclito decía en sentido contrario: “Nada
es permanente a excepción del cambio”, y esto ha alcanzado hoy su más alto
grado de verosimilitud. Pero recordemos que las etapas de disolución e
inestabilidad no son en absoluto definitivas, son solo preparatorias de épocas
que habrán de venir en las que de nuevo las formas, lo estable, lo consistente y grave, lo duradero
adquieran prevalencia; entonces el hombre, al menos, rebajará su grado de
desazón.
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